Marco Rascón
San Andrés descuartizado

Al aprobarse los acuerdos de San Andrés en febrero de 1996, el programa zapatista fue mutilado en una de sus partes centrales: en lo referente a la contrarreforma salinista al artículo 27 constitucional. El levantamiento en armas de la base social del EZLN cuestionaba primeramente la estructura agraria de Chiapas y del país, formando parte y vanguardia de un movimiento de liberación nacional.

Luego de dos años de diálogo y negociaciones en San Andrés Larráinzar, el gobierno presionó para que el tema agrario fuera pospuesto centrando debate y acuerdos en la cuestión indígena, desvinculados del problema de la tierra. Triunfó entonces el minimalismo contra un fantasmal maximalismo que, según asesores de ambas partes (gobierno y EZLN), ``obstaculizaba'' acuerdos concretos, pues la vinculación en un solo debate de la cuestión agraria y la cuestión indígena involucraba no sólo reformas legales al federalismo, sino intereses económicos. Arturo Warman, secretario de la Reforma Agraria, fue muy explícito al señalar insistentemente que la insurrección y el diálogo en Chiapas no eran un replanteamiento de la contrarreforma al 27 constitucional.

La aceptación por ambas partes de los acuerdos de San Andrés constituyó la primera mutilación a uno de los puntos esenciales del programa zapatista contenido en la Primera Declaración de la Selva Lacandona del 1¼ de enero de 1994, y un factor para el posterior aislamiento del proceso de la ley indígena, que condujo gradualmente al desconocimiento de los acuerdos por parte del gobierno, y luego a la presentación unilateral de una iniciativa propia del gobierno zedillista.

San Andrés expresa una correlación de fuerzas y un tiempo político no sólo en Chiapas sino en todo el país, y el gobierno apostó de nuevo al beneficio del tiempo y el desgaste. Durante el proceso de negociación, gobierno federal, coletos, finqueros, PRI, la alta jerarquía de las Iglesias y el ejército no dejaron un día de conspirar y ganar terreno dividiendo comunidades, organizando paramilitares, intensificando diferencias religiosas. La respuesta del zapatismo y la sociedad civil fue atrincherarse ``en el piso'' de la negociación, es decir, los acuerdos de San Andrés. La controvertida consigna ``no se le cambia una coma'' era un ultimátum frente al incumplimiento del gobierno; esta posición implicó liberar de la presión a los propietarios de la tierra, las fincas, las empresas agroexportadoras.

Restringidos al debate de las autonomías, la movilización nacional en torno al diálogo en Chiapas empezó a decaer y las instancias de intermediación se debilitaron gradualmente bajo la presión gubernamental. El gobierno se instaló cómodamente en el nuevo contexto y el Congreso de la Unión se liberó también de presiones ante la posición consensada de los asesores de una y otra parte, de que sólo por vía de una iniciativa presidencial podría presentarse la iniciativa de ley sobre derechos indígenas. Varias veces el PRD pretendió presentar la iniciativa de manera directa o del mismo Congreso y fue señalado como ``oportunista'', pese al cambio de condiciones creadas en el Congreso por la derrota priísta del 6 de julio. De esta manera, los acuerdos de San Andrés fueron asumidos táctica y estratégicamente como el fin del proceso, pues no marcaron la perspectiva futura más allá de su cumplimiento, convirtiendo la prolongada negociación y el debate en un desgaste.

Luego del 6 de julio vinieron las provocaciones, la intervención de Justo Mullor en alianza con Emilio Chuayffett, el atentado contra Samuel Ruiz, y, en diciembre, la masacre de Acteal; se intensifica el plan de contrainsurgencia, mientras Conai y Cocopa se debilitan ante el cierre de opciones; las comunidades se dividen y empiezan los desplazamientos; la sociedad exige justicia y el gobierno persigue zapatistas. La llegada de Labastida, Adolfo Orive y su equipo de viejos agentes, continuó la obra de Chuayffett, Marco Antonio Bernal y Gustavo Hirales. La nueva operación contra el EZLN se volvió más compleja y envolvente, mutilando, aislado, violando, agrediendo y descuartizando San Andrés.

La reciente reforma indígena en Oaxaca parte de esta estrategia, cambia contenidos ``avanzados'' por la renuncia a una reforma plasmada en la Constitución general del país, le pone una interpretación ambigua a la autonomía indígena que lo mismo puede reforzar los viejos cacicazgos priístas que liberar municipios, pues con la Ley de Oaxaca puede suceder lo mismo que con la reforma al artículo 130 constitucional: la izquierda apoyó creyendo respaldar a la Iglesia progresista y se benefició la conservadora.

La ley indígena en Oaxaca otorga beneficios a una región importante, pero está dirigida estratégicamente contra el EZLN y la insurrección en Chiapas. Es una reforma que escinde al movimiento indígena y lo remite al contexto local, debilitando la disputa por una ley nacional. Adolfo Orive sabe de eso, así como Bernal y Del Valle sabían alargar las negociaciones.