En el artículo anterior, afirmé que la ``americanización'' de México había sido parte importante en la agenda de las negociaciones del TLC. Y, para ello, cité el ensayo publicado en 1993 por un especialista en derecho comparado mexicanoestadunidense, el profesor Stephen Zamora: The americanization of the Mexican legal system. Ahora, con el diario de debates de ciertas comisiones legislativas y cartas dirigidas por líderes del congreso al presidente de Estados Unidos --incluidas en el ensayo de Zamora-- espero revelar los motivos políticos ocultos --como Caballo de Troya-- en el supuesto tratado de ``libre comercio''.
En la alborada de las negociaciones, en 1991, los legisladores Lloyd Bentsen y Dan Rostenkowski le manifestaron al presidente George Bush su seria preocupación por varios temas que debían ser resueltos satisfactoriamente, como condición para concederle la facultad de negociar el TLC por la vía del fast track (lo cual implicaba poder negociar con México sin someter a la previa aprobación del congreso los temas individuales del tratado). Las cuestiones que preocupaban a estos influyentes legisladores surgían de la disparidad que percibían entre ambos países en materias de ``reglamentación ambiental, salud, seguridad y derechos laborales'': todas ellas --aceptará el lector-- asuntos internos de México sin relación alguna con el libre comercio. Posteriormente, el diputado Richard Gephardt, líder de la mayoría, habría de ser más explícito con el presidente Bush: le pidió que ``no limitara el tratado a los temas tradicionales del libre comercio'', a saber: aranceles, restricciones a las importaciones y resolución de controversias. Gephardt exigió que se incluyeran asuntos como la disparidad de los salarios entre los dos países, protección ambiental, derechos laborales (incluyendo salud y seguridad industrial) y, finalmente, derechos humanos (``para ayudar --¡imagínese usted!-- al gobierno de Salinas en sus esfuerzos por reducir los abusos contra los derechos humanos''). ¡Resulta enternecedora la preocupación de estos legisladores por la salud y el bienestar del pueblo mexicano!
El premio mayor, sin embargo, se lo llevó John LaFalce, el poderoso legislador de Nueva York quien exigió a Bush que ``incluyera el tema de la democracia como una condición básica para la suscripción de cualquier acuerdo comercial con México''. Pero, aún hay más: en una audiencia legislativa, los congresistas Frank Guarini y Charles Rangel le exigieron a Carla Hills (encargada de negociar el TLC) que incluyera los problemas del narcotráfico en las negociaciones. Cansada de tantas presiones, la embajadora Hills se opuso con vehemencia a continuar incluyendo asuntos políticos en un tratado de libre comercio, alegando que era contrario a la ortodoxia jurídica. La reacción de Hills provocó un cínico comentario de Guarini, que constituye un monumento al intervencionismo estadunidense: ``ya lo sé, embajadora, ¡pero qué oportunidad!''.
Así, cambiamos los valores tradicionales que habían nutrido nuestra política exterior: el repudio al intervencionismo, el control de la inversión extranjera, la inviolabilidad del ejido, el respeto al asilo político, el apoyo a la libre determinación y la exclusión del clero en asuntos políticos. Y aunque algunos de esos cambios eran necesarios para la modernización, lo deplorable es que hayan sido provocados por presiones, reales o imaginarias, relacionadas con el TLC. Es un hecho que veinte años de negociaciones continuas con el gobierno estadunidense --y con la banca de ese país--, para resolver el eterno problema de la deuda, nos han condicionado para acudir a ellos en actitud de suplicantes ante la menor dificultad económica. Eso ha creado una peligrosa relación de dependencia, en la cual los temas financieros dominan la agenda bilateral y relegan a un segundo plano lo demás. Por otra parte, la vecindad geográfica ha comenzado a redondear las aristas y a borrar los límites de nuestras diferencias sociales y culturales. (Ya existen mexicanos que ubican a la Revolución dentro del contexto folclórico del ¡Viva Zapata! de Marlon Brando.)
En ese contexto, ¿nos extrañan, ahora, las reacciones de Trent Lott y Janet Reno? Insisto: la operación Casablanca, una celada --conocida como entrapment-- muy probablemente ilegal en derecho penal estadunidense, ha puesto de manifiesto que el gobierno mexicano encontró, al fin, la horma de su zapato.