Olga Harmony
La tempestad

La representación de un texto clásico y muy estudiado puede realizarse en dos vertientes, ya sea un intento absoluto de respeto a la época del original y a todas sus partes, ya sea actualizándolo de tal modo que a través de él se logre una nueva visión, una propuesta acorde con el tiempo y el lugar en que se represente. En este segundo caso, esa visión debe entrañar un ojo crítico hacia lo que se cuenta. La tempestad, de William Shakespeare, entraña una dificultad mayor, esta vez ideológica, sobre todo en el tratamiento de Calibán y sus relaciones con Próspero, por lo menos para los mexicanos de este siglo y de esta década, muy diferentes a los ingleses de la etapa isabelina. En efecto, en esta penúltima obra shakespereana, en la que se ha querido ver un luminoso ejemplo del triunfo del bien contra el mal, el humanismo que campea es el de un europeo ilustrado del siglo XVII con las citas casi textuales que Gonzalo, en la descripción de lo que sería su república ideal, hace de Montaigne. Para Shakespeare, hijo genial, pero al cabo hijo de su tiempo, la conquista de otras tierras y la sumisión --que entrañaba un acto ``civilizatorio'' de sus habitantes para hacer de ellos buenos cristianos y, sobre todo, súbditos obedientes y eficaces-- no podía más que ser natural.

Se sabe muy bien de las fuentes hispanas de esta obra, en donde el dramaturgo mezcla un tanto relatos caribeños y de la Patagonia para crear esta isla, antes propiedad de la bruja Sycorax y de su hijo Calibán, a donde llegaran Próspero y Miranda. Si bien Calibán está muy lejos del buen salvaje popularizado en el siglo XVIII, como afirma Bernard Nšel, y su persona es repulsiva y servil, su figura ha sido reivindicada desde Ernest Renan y en la actualidad no puede verse de modo ingenuo. Shakespeare mismo le hace proferir palabras que indican su desprecio a quien, con engaños y mediante su obra ``civilizatoria'' lo privó de una tierra a la que había dado una gustosa bienvenida. Y en el tiempo mexicano actual, en el que nuestros posibles calibanes han dicho que ya basta a los prósperos que aún conviven con ellos, tomar partido aparece como algo muy necesario.

El partido que ha tomado Antonio Castro sería el del gobierno y los auténticos coletos al presentar al personaje sin ningún sentido crítico o reivindicatorio. La adaptación y escenificación que Castro hiciera de El matrimonio, de Gombrowickz, me entusiasmó y ahora me desconcierta por muchos motivos. El primero, el dolorcillo que siempre me produce la despolitización de los jóvenes. Castro prescinde de lo espectacular, como la Mascarada del acto IV o la presencia de los genios convocados por Ariel. Esto podría deberse, como la fusión de un par de personajes en uno solo, a necesidades de presupuesto y de reparto. Pero yo prefiero pensar en una propuesta deliberada, cuya austeridad --que casi linda con lo gélido-- debiera indicar que se nos quiere dar una visión distinta del drama. Y esto no sucede y me temo que el problema mayor del espectáculo sea la carencia de un punto de vista hacia lo que se está contando.

En una escenografía muy fría que se debe a Mónica Raya, que incluye trampas en el piso y puertas corredizas, y con una iluminación de Xóchitl González a base de luces intensas y monocromáticas que cambian según las escenas (y que al principio parecían definir a cada personaje, pero que después se contaminan) y un vestuario muy intemporal diseñado por Gilda Navarro, Castro moderniza la imagen --sobre todo al cambiar el barco náufrago por un avión o las espadas por pistolas-- aunque no modernice del todo el texto. Al cabo talentoso, Antonio Castro tiene muchos aciertos. Uno sería utilizar la invisibilidad de Ariel para convertirlo en un ``hombre negro'' a la manera del teatro oriental; otro, la puerta corrediza movida por la magia de Ariel dando lugar a cuadritos como de comic. El trazo escénico es eficiente, pero el ritmo es muy lento. Por alguna razón, su excelente cuadro de actores no convence. José Carlos Rodríguez, como Próspero, carece de la fuerza del mago y la reflexión del sabio; sus pausas son excesivas y poco justificadas.

Ursula Pruneda como Miranda hace gala de un candor tan falso que se nota impostado. Claudette Mallé, como Ariel, y Jorge Zárate, como Calibán, por los tonos que se le han dado buscan una comicidad muy lejana a lo que representan. De los demás, cabría anotar a Diego Jáuregui, Juan Carlos Remolina, Ramón Barragán y Rodrigo Murray como los que mejor cumplen su cometido, aunque el diseño general del montaje les haga caer también por momentos en el tedio que despierta la desacertada escenificación.