Pedro Miguel
Pena de muerte en China y en EU

El presidente Clinton andaba en China derrochando encanto personal y simpatía. Sus anfitriones sólo tensaron la mandíbula cuando su invitado les habló de derechos humanos y les echó en cara que violaran, en forma sistemática, tales derechos.

Clinton tiene razón, y tal vez hasta se quedó un poquito corto. A decir de Amnistía Internacional, a lo largo del año pasado, en China, cientos, tal vez miles de objetores y de supuestos opositores al gobierno fueron detenidos, y miles de presos políticos encarcelados en años anteriores permanecieron en prisión. La tortura y los malos tratos siguieron siendo prácticas constantes y sistemáticas y la pena de muerte siguió siendo utilizada en forma extensiva: unas 2 mil 500 sentencias capitales en ese lapso, y unas mil 600 de ellas cumplidas, según las cifras de Amnistía.

Las autoridades pequinesas siguen empeñadas en sus reformas económicas y avanzan en su programa de hacer volver al país al capitalismo en forma paulatina, pero los opositores son juzgados, recluidos en campos de trabajos forzados, y en ocasiones ejecutados de un tiro en la nuca, por ``contrarrevolucionarios'', lo cual no sólo es una monstruosidad sino también una hipocresía.

Es encomiable cualquier cosa que se haga con el propósito de reducir el sufrimiento de los perseguidos por las autoridades de Pekín, y los exhortos de Clinton se inscriben en ese espíritu, por antipáticos que les resulten a los nuevos mandarines del Partido Comunista. Para ellos violar derechos humanos es tan natural y tan legítimo que ni se les ocurrió --en vez de hacer coraje y apretar las quijadas-- recordarle al presidente de Estados Unidos que el año pasado, en Texas, fueron ejecutados 37 prisioneros, entre ellos Terry Washington, a quien se le calculó una edad mental de siete años; Irineo Tristán Montoya, quien al inicio de su proceso legal fue obligado por la policía a firmar una declaración en inglés, idioma que el sentenciado no comprendía, y Harold McQueen, el cual padecía de lesiones cerebrales médicamente documentadas.

Los gobernantes chinos tampoco dijeron a Clinton que en Arkansas, su estado natal, el reo Kirt Wainwright estuvo 45 minutos con la aguja del veneno clavada en el brazo, esperando una resolución salvadora de la Suprema Corte que nunca llegó, ni que en Florida se le incendió la cabeza a un retrasado mental de origen cubano cuando fue sentado en una silla eléctrica con 74 años de uso. Y eso, por no hablar de los casos de tortura policial, los más celebres de los cuales fueron documentados, en 1997, en Nueva York, Chicago y California, y cuyas víctimas fueron un haitiano, un negro y dos mexicanos.

Entre las mil 600 ejecuciones en China y las 74 realizadas en Estados Unidos hay, sin duda, más que una diferencia cuantitativa. En el primer país la bala en la nuca puede venir a consecuencia de delitos no graves (como robo sin violencia), en tanto que en el segundo la inyección letal, la cámara de gas o la silla eléctrica se reservan para los convictos por homicidio. Pero la diferencia más notable es que, aberrantes y todo, los procesos penales en Estados Unidos se realizan a la vista de todo mundo y de manera metódica y documentada. Antes de escribir estas líneas estuve buscando algún nombre de los ejecutados chinos, y no encontré uno solo, ni materiales sobre los juicios correspondientes --si es que los hubo--. La pena capital en China es, también, una sentencia al anonimato.

No está mal que los gobiernos se echen mutuamente en cara sus respectivas violaciones a los derechos humanos. No importa si lo hacen por un auténtico malestar moral o como parte de un juego de presiones comerciales y geoestratégicas. Esos intercambios, agrios y todo, pueden reducir un tanto el número y el sufrimiento de los torturados, los perseguidos y los encarcelados, y frenar un poquito el frenesí de las ejecuciones y las desapariciones. En el mundo que vivimos, eso ya es algo.