La Jornada Semanal, 28 de junio de 1998



Marco Antonio Campos

ensayo

El pequeño retrato de Leopardi

Marco Antonio Campos, desde la admiración y el conocimiento apasionado, nos hace un ``pequeño retrato'' de Leopardi y nos presenta dos versiones de su poema ``La noche del día de fiesta'', hechas por los poetas Eduardo Lizalde y Guillermo Fernández.

Contra lo que ha querido suponer la posteridad, Giacomo Leopardi (1798-1837) tuvo una infancia, al menos hasta los doce años, riente y dichosa. Hijo del conde Monaldo Leopardi y de la marquesa Adelaide Antici, los retratos nos dejan ver más el parecido físico con el padre. El gran jardín y el gran infierno de su vida entre los 12 y los 22 años fue la riquísima biblioteca de su padre. Al principio aun llegó a darse una competencia entre los dos.

No hay quien no se sienta avasallado ante la oceánica sabiduría del niño y del adolescente Leopardi. Antes de los 16 años ya dominaba, además de la lengua materna, el griego, el latín, el francés y el español, y podía desenvolverse en hebreo. Resulta curioso que entre sus preceptores hubiera un mexicano, quien probablemente lo acercó a la lengua y la literatura en castellano. Leopardi llegó no sólo a leer directamente a Cervantes, Lope y Calderón, sino a Ercilla. Pero nada amó más que a los griegos antiguos. Su poeta fue Homero, y quizá por dramáticas deficiencias físicas -como en el caso del argentino Borges-, prefirió los personajes de altura épica. Simpatizó con Aquiles, Héctor y Príamo y muy poco con Ulises. Hasta después de la lectura de los griegos, él lo dijo, empezó a creerse poeta, o, para ser más específicos, luego de la lectura de la obra de Píndaro, de Safo y de Anacreonte. Baste recordar que como una forma de reconocimiento escribió su bella pieza ``òltimo canto de Safo''. Por distintas vías, Leopardi y Hölderlin acabaron bebiendo en las mismas aguas del gran pasado antiguo.

Una visita de dos días de Gertrude Cassi, una hermosa prima de veintiséis años, casada con un marido de más de cincuenta ``gordo y pacífico'', quienes vivían en la ciudad de Pesaro, en la misma línea del mar Adriático que Recanati, abre por primera vez el corazón puro del joven. Por primera vez siente próxima a una mujer hermosa que lo trata bien, le sonríe y le da palabras de aliento. Sería el primero de varios grandes amores imposibles. Los múltiples sueños amorosos del joven recanatense quedaron en sueños. A Gertrude Cassi le escribe ``El primer amor'', un esbozo que no acabó de tomar forma de poema, y su ingenuo y a la vez lúcido ``Diario del primer amor'', que va del 14 de diciembre de 1817 al 2 de enero de 1818. Aun si influido en el poema por el orbe poético del Dolce Stil Nuovo de Dante y de Petrarca, ``El primer amor'' es el primer canto donde habla íntegramente de una experiencia personal, y donde se oye ya una voz educada y madura. Pronto los saltos serían gigantescos.

Cerca de las dos terceras partes de su vida Leopardi las pasó en el palacio familiar entre su cuarto, la biblioteca, la sala y el comedor. Los padres lo cuidaban, mejor, lo trataban como a un niño. El colmo: a su enfermedad física (era jorobado) vendría pronto un tremendo deterioro de la vista. ``Soy jorobado y enfermo, por tanto, Dios no existe'', gritó famosamente. Esperó el amor, la gloria y una Italia poderosa, pero las sombras fueron cubriendo la casa de la esperanza.

Sus precoces trabajos, dijimos, fueron de una erudición pasmosa, y en el carteo con grandes hombres de letras de su tiempo se permitió aun la tarea de corregir a los maestros. Como Petrarca, a quien admiró fielmente, fue un gran poeta y un filólogo de excepción. No en balde se identificó más con él que con Dante.

En la adolescencia y primera juventud salir al pueblo, al pequeño pueblo, al porticello de Las Marcas, era ya, para él y su hermano Carlo, una aventura. Pero esa aventura a menudo debía pagarla con una horrible moneda: los niños de Recanati lo apedreaban y se mofaban de él gritándole: ``Il gobbo!, il gobbo!'', ``¡el jorobado!, ¡el jorobado!'' Con los años, al alejarse de la religión, los gritos serían más insultantes. No es raro entonces que este joven de inteligencia privilegiada y de corazón extraordinariamente sensible tuviera un rencor y un resentimiento desmesurados contra Recanati y sus habitantes. Oh paradoja: muchos de sus mejores momentos líricos en sus cantos, son dicterios contra esa gente ``vulgar y vil'', malvada y estúpida, y contra ese pueblo que vio ya como una cárcel, ya como un cubil donde anidaban las serpientes, ya como un sepulcro. ``La horrenda noche de Recanati'', para sintetizarlo. En su pueblo -escribe a Pietro Giordani- ``todo es muerte, todo es insensatez e imbecilidad''. Se sentía como un oso que golpeaba dentro de la jaula.

Y sin embargo en los cantos, al lado de las diatribas al borgo natio selvaggio, conviven lacónicas descripciones del paisaje, conmovedores detalles de los trabajos y los días de la localidad e instantes henchidos de ternura desoladora por las mujeres amadas, en este caso, en especial, Teresa Fattorini, la hija del cochero de la casa, y María Belardinelli, una tejedora hija de campesinos. Las dos murieron jovencísimas. En sus cantos quedaron para siempre como Silvia y Nerina.

``La noche del día de fiesta'' se halla en ese cuadro. No sé si sea el mejor poema de Leopardi, pero es el que más me conmovió desde que leí los Cantos hacia 1969 o 1970. No estaba en esto tan solo: pocos años después supe que era la pieza lírica del poeta recanatense que Augusto Monterroso y Eduardo Lizalde preferían. Monterroso lo recuerda bellamente en uno de sus ensayos de Movimiento perpetuo y Lizalde lo tradujo admirablemente.

Escrito en Recanati en 1820, cuando tenía 22 años, es un canto que se asocia, en su mundo poético, con otros como ``El gorrión solitario'', ``El sueño'', ``La vida solitaria'', ``Las remembranzas'', ``La calma después de la tempestad'' y ``El sábado del pueblo''.

En ``La noche del día de fiesta'' hay una presentación escueta del paisaje del entorno, hay un diálogo imaginario con la amada donde se duele cruelmente por lo que es su vida en la flor de la edad, hay una interrogación reflexiva sobre la gloria de Roma y de los pueblos antiguos y hay el recuerdo de la infancia, cuando al final del día festivo, oía en su habitación un canto que moría lejanamente por los senderos. O resumiéndolo en una frase: la felicidad, o las pequeñas felicidades, son para los otros, no para él.

Para recordar a este poeta entrañable en el bicentenario de su nacimiento he tomado dos traducciones de poetas mexicanos: una, de Eduardo Lizalde, que se halla en su libro Tabernarios y eróticos, y otra, inédita, de Guillermo Fernández, excepcional traductor de libros de poesía, literatura, historia, política y arte italianos, cuya ingente labor ha sido siempre ignorada o tratada con desdén por los propios italianos.




La noche del día de fiesta

Giacomo Leopardi

Versión: Eduardo Lizalde




La noche del día de fiesta

Giacomo Leopardi

Versión: Guillermo Fernández