La Jornada Semanal, 28 de junio de 1998


Mariapía Lamberti

ensayo

El poeta y el compromiso social

La maestra Mariapía Lamberti nos habla, con su constante claridad, del Leopardi pensador, del ``caos escrito'' del ``Zilbaldone'' y de los ordenados Pensamientos. Todo esto nos permite acercarnos a la obra de uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos.

Giacomo Leopardi, el poeta cuyo segundo centenario se celebra en Italia y en el mundo, que los italianos consideran la máxima gloria de su literatura después de Dante, en el transcurso de su breve vida (1798-1837) dejó una obra amplísima, que comprende sustancialmente las dos vertientes del ensayo y la poesía, dos aspectos de la producción literaria que se encuentran a menudo procediendo a la par en los poetas más comprometidos con sus tiempos, desde el mismo Dante Alighieri hasta Octavio Paz. La producción reflexiva en prosa comprende, además de los tratados juveniles rebosantes de erudición (Ensayo sobre los errores populares de los antiguos, Historia de la astronomía, y otros tantos, tanto en italiano como en latín, sobre temas de arqueología literaria y filosófica), un volumen de apuntes y reflexiones redactados durante toda la vida, a partir de los 14 años, que alcanza casi las cinco mil páginas, y sus célebres Prosas morales, diálogos al estilo del griego Luciano, que recapitulan sus reflexiones sobre la infelicidad del hombre y la vanidad de la vida con lúcida ironía e irrebatible consecuencialidad. De las reflexiones caóticas y los apuntes sobre los más diversos temas (el llamado Zilbaldone, nombre equivalente a ``miscelánea'', o, como pretendía el poeta, a ``caos escrito'') ha derivado una sola breve sistematización, un florilegio que el mismo poeta tituló, en forma también genérica, Pensamientos. La producción poética, a su vez, gigantesca entre obras propias y traducciones de los clásicos, se concentra en la selección de sus Cantos, colección de treinta y cuatro poemas de extensión variable desde los 15 hasta los 317 versos. El poeta mismo cuidó en vida repetidas ediciones (1831, 1835, a las cuales hay que agregar la póstuma de 1845) en las cuales iban aumentando los poemas, y en ellos se iban perfilando subdivisiones y bloques entre los que se reconoce una consciente evolución ideológica y formal.

En toda esta obra no hay un pensamiento político preciso; es más, Leopardi proclamaba su desinterés y sobre todo su absoluta desconfianza hacia las ideas de progreso político, civil, social, tan debatidas en sus tiempos. Su obra, y principalmente su poesía, desprenden sin embargo un aliento heroico que ha servido de aliciente a sus inmediatos sucesores, los artífices de la unidad e independencia italiana; e incitan a una actitud profundamente moral en el compromiso con la historia, entendida como campo de reflexión y magistra vitae, tanto como realidad presente y arena de virtudes cívicas. Su voz nos sigue llegando como una eterna propuesta de restablecer el lazo, irremediablemente roto por Machiavelli, entre moral y política.

Los primeros versos que leemos en los Cantos leopardianos, más bien, las primeras palabras que abren el primero de ellos (todavía denominado ``canción'' al estilo petrarquesco) son un grito patriótico: ``Oh patria mía, los muros y arcos veo/y columnas, y bustos, y las yermas/torres de nuestros padres;/más su gloria no miro/ no miro el lauro y hierro que portaban/ nuestros antiguos padres.'' Pero la Italia a la cual se dirige el poeta de 20 años, sumido en la provincia profunda y reaccionaria de su pequeña ciudad de los Estados Pontificios, nada tiene que ver con un proyecto nacional unitario, ni se confronta con una dominación extranjera -la austriaca, que abarcaba sólo las zonas subalpinas y gozaba del prestigio legitimista sucesivo a la restauración realizada por el Congreso de Viena. Su Italia inerme y humillada lo es porque se ha sumido en la modorra de una vida sin gloria, porque no tiene grandeza ni en las armas ni en las letras, y no se identifica con su expresión geográfica, sino con su memoria histórica y literaria. La sucesión de las primeras ocho canciones explora retrospectivamente en las épocas -el Renacimiento, Roma, Grecia y los tiempos míticos y bíblicos- la posibilidad para el hombre de ser feliz, de vivir acorde con las leyes de la naturaleza.

Es una búsqueda angustiosa de la edad de oro. La conclusión es desoladora, y desemboca en el conocido y tan mal proclamado ``pesimismo'' respecto a la condición humana, que no es sino la conciencia románticamente exasperada de la rousseauniana dicotomía civilización-naturaleza. El progreso es inevitable e irreversible, nos dice implícitamente Leopardi, pero no es más que una progresión que no tiene connotaciones positivas y es directamente proporcional a la angustia y la infelicidad: a la enajenación.

Avanzando en su escritura, el llamado a las virtudes cívicas excluye paulatinamente la vertiente de las armas, fruto del impulso juvenil (``¿Nadie pugna por ti? ¿No te defienden/los tuyos? Dadme un arma aquí: yo solo/combatiré, sucumbiré yo solo'' decía en la primera canción ``A Italia''), y se concentra en la elección moral de seguir la magnanimidad y las loables empresas a pesar de su inevitable inutilidad y fracaso. Escribe en la canción dedicada a su hermana Paolina, en vísperas de su boda: ``O mísera o cobarde/prole tendrás. Mísera elige. Inmensa/lid puso entre el valor y la fortuna/la corrupta costumbre.'' Y exhorta a un joven atleta en ocasión de su triunfo. ``De gloria el rostro y la voz jocunda/aprende, oh, bien nacido/y cuánto al mujeril ocio supera/la sudada virtud.''

Pero el mundo viril (el latinista insigne bien sabe que viril y virtud tienen la misma raíz semántica) es también el del desengaño que deriva del conocimiento del mundo y del hombre, y de la destrucción del estado natural. Los últimos versos de este bloque poético de ocho canciones expresan un último anhelo hacia el paraíso perdido, identificado con ``las vastas californias selvas'', el mundo remoto y natural de Eldorado, entre las cuales ``nace dichosa prole'': dichosa por inocente e inconsciente. Pero el mundo viril y virtuoso del progreso, cambiando de signo, destruye y contamina con su ambición y sus innaturales deseos este último reducto: ``¡Oh contra nuestra/depravada osadía reinos inermes/de la sabia natura! Playas, grutas/y selvas en quietud abre el invicto/furor nuestro; los pueblos violados/al peregrino afán, a los ignotos/deseos educa; y la fugaz, desnuda/felicidad detrás del sol persigue.'' La destrucción del estado natural es ``furor'', o sea locura: y es invencible. Pocos pasos de la filosófica poesía leopardiana tienen tanta actualidad.

La poesía de Leopardi procederá después de esta condena por otros derroteros, más intimistas en lo emotivo, y más universales en lo reflexivo. Avanzando en la vida, la contemplación de la vida se hace más desolada, el desengaño se vuelve ontológico. La atención se concentra sobre el paso del tiempo, el amor inalcanzable, los anhelos perdidos; la desgastante lucha entre la realidad y el deseo. La infelicidad que había reconocido en el paso de la historia se le presenta ahora como intrínseca al existir del hombre, de las fieras y de los mismos astros. Así, en una larga epístola poética a su amigo Carlo Pepoli, se oye un eco de los versos dedicados a las violadas californias selvas: ``Y hay quien virtud, sapiencia y bellas artes/persiguiendo; y quien su propio pueblo/conculcando y extraños, o de tierras/remotas la quietud turbando antigua/con comercios, con armas o con fraudes,/la vida que le fue dada consuma.'' En esta etapa más avanzada de su pensamiento, la viril virtud, las ciencias y las artes que granjean la gloria, se colocan sobre el mismo plano de las más perversas injusticias sociales e históricas, pues las unas y las otras no son sino un paliativo del tedio, única alternativa al dolor en la vida.

Regresará Leopardi pocas veces a la consideración de la sociedad humana, y no se valdrá ya de la inflamada retórica, voz de lucha y entusiasmo aún en la censura, sino de una ironía rayana en el sarcasmo. El canto dedicado al amigo Gino Capponi es una larga letanía de denuestos contra las miserables innovaciones que se identifican (¡lo seguimos haciendo!) con el progreso, contra las ``obras/estupendas, y estudios, y virtudes/e ingenio y alta ciencia de mi siglo'', que bien podría ser el nuestro. Regresa el tema de las armas, vistas ya no en su connotación heroica, sino de insensato furor bélico: ``Mas en verdad no comerá bellotas/la humanidad, si el hambre no la fuerza:/no depondrá el acero. [...] es más, cubierta/de guerras tendrá Europa y la otra margen/del Atlántico mar, fresca nodriza/de pura civil vida...'' La política, para el poeta moralista, no será nunca otra cosa, nunca, sino la supremacía del fuerte sobre el débil, sean cuales sean los modos en que se organice la sociedad: ``Proterva osadía y fraude,/junto a mediocridad, reinarán siempre/a flotar destinados. De la fuerza/y el mando abusará quien cumulados/en extremo los tenga, o compartidos,/y bajo cualquier nombre.'' La salvación del género humano no estriba en un cambio de estructuras, sino en un cambio de actitud.

Es precisamente la desolada visión del mundo, de sus avatares y de la condición humana, frágil contra los embates de la naturaleza, el fatal paso del tiempo y la conciencia del desengaño, la que deja abierto un único resquicio de salvación: la asunción altamente moral de la realidad de esta condición, la aceptación de la infelicidad de la vida y de la insensatez de nuestras metas. El resultado de esta lúcida contemplación será el verdadero progreso, fundado sobre la hermandad y la solidaridad. El último gran canto de Leopardi, ``La retama'', su testamento espiritual, nos llama a la consideración de la exposición del hombre a las ciegas y despiadadas leyes naturales, a una toma de conciencia que llevará a la unión contra la verdadera enemiga, la Naturaleza que nos echa al mundo y con la misma indiferencia nos destruye: ``Noble natura aquella/que a levantar se atreve/las mortales pupilas/contra el sino común, y en lengua franca/no quitándole nada a la verdad/confiesa el mal que nos fue dado en suerte/y el bajo estado y frágil;/la que valiente y grande/muéstrase en el sufrir; y los fraternos/odios o iras, todavía más graves/que cualquier otro mal no añade y suma/a sus propias miserias, inculpando/de su dolor al hombre; en cambio culpa/a la auténtica rea, que a los mortales/madre es por parto, y en voluntad madrastra.''