La Jornada Semanal, 28 de junio de 1998
Autor de Percusión, Marzo anterior, Largo, La mujer de espaldas y Después Caracas, así como de varios Ejercicios narrativos, Balza nos habla de la novela como género privilegiado; de sus irregularidades y del oscuro proceso de envejecimiento que, a diferencia de la poesía, ha sufrido la mayor parte de la novelística latinoamericana.
En literatura nuestro siglo XX comienza hacia 1885, con la plenitud de José Martí y el ascenso de Darío. No voy a abundar aquí sobre la importancia del Modernismo Latinoamericano, de su energía y originalidad, de su condición fundacional para una expresión altamente intelectual en el continente. Simplemente quiero anotar que, si bien la poesía y la narrativa de los modernistas ofrece faz propia a nuestra escritura, ellos continúan aquella práctica de los autores coloniales antes mencionados y la estabilizan como una constante en la acción de los creadores: el cultivo del ensayo.
Es evidente, entonces, que el potro vigoroso que nace con Darío y Martí no va a dejar de crecer desde entonces. Otros poetas también practicarán la reflexión, el análisis, lo cual los convierte en impecables pensadores. Y a su lado, paralelamente, en este estrato de nuestra literatura, los ensayistas van a tener primordial importancia. Ya lo había adelantado Jesús Semprum antes de 1920: a la presencia de los creadores sucede un gran crítico. Digo algunos nombres iniciales: Rodó, Alfonso Reyes, Henríquez Ureña, el mismo Semprum. Y añado los que vendrían en seguida: Picón Salas, Franz Tamayo, Borges. Hoy el siglo se cierra con innumerables y brillantes pensadores de la literatura: Paz, Rodríguez Monegal, Sanín Cano, Guillermo Sucre, Sarduy, RH Moreno- Durán, Héctor Libertella, Adolfo Castañón, Ricardo Piglia, Christopher Domínguez, entre otros.
El ensayo literario entre nosotros, pese a su diversidad y a las mímesis que en ocasiones atraviesan sus páginas, no es una tendencia: es un cuerpo vivo, fascinante, en el cual el mundo es absorbido y devuelto, desde perspectivas formales de gran perfección y desde posiciones conceptuales también originales. ¿Que ocurrirá cuando la narrativa o la poesía latinoamericanas sean leídas esencialmente desde las visiones del ensayo latinoamericano?
Entre nosotros, la narrativa ha tenido una popularidad que no siempre alcanzan los otros géneros. Tal vez allí resida una de las claves para explicar algo que tampoco ocurre con las otras áreas: su irregularidad. Excepto el ensayo sociologizante o moralista, las páginas literarias de nuestros autores siguen frescas. El vertical árbol de nuestra poesía no se ha derrumbado durante el siglo XX. En cambio -tal vez por atender demasiado a las exigencias políticas y éticas, a ciertas modas y aun a ciertos movimientos literarios-, la narrativa parece envejecer, ocasionalmente, de manera muy rápida aquí. Pensemos en los mamotretos criollistas y en el gran fastidio que producen como lectura, como compañía estética (aparte de su valor político y documental), pensemos en esa flor de la cual tanto se abusa -el realismo mágico-, y notaremos en seguida cómo su conversión en moda, en facilismo, los debilita artísticamente.
La primera mitad del siglo revela una gama de temas y búsquedas formales disímiles, a los cuales podemos asomarnos: la narrativa criollista, con sus valores y limitaciones, emblematizada por Gallegos; la exhibición, el canto y la elegía del mundo rural (De la Cuadra, Rivera); el descubrimiento de las ciudades y su compleja soledad (De la Parra, Mallea). Añadamos al área la erudición fantástica (Borges), la fantasía como sospecha de la cotidianidad (Bombal, Cortázar). También, desde luego, las alucinaciones populares de García Márquez; la penumbra y el escepticismo (Meneses, Onetti); los excesos de la letra (Lezama, Trejo, Sarduy), la multiplicidad.
¿Ha desaparecido acaso alguno de esos componentes? ¿No pervive Quiroga en Rulfo? ¿No se continúa José de la Cuadra en García Márquez y éste en Luis Sepúlveda? ¿No hay mucho de Cortázar -la penumbrosa aura política y lo fantasioso- en Felisberto y Rey Rosa?
Para pensar en la actualidad, entonces, habría que tomar como punto de partida, precisamente, esa continuidad: nada de lo que fue, y tuvo real carácter de arte, se ha borrado: al contrario: como vemos, es reflejado con fruición, se prolonga en autores posteriores. En la actualidad y en el futuro, podemos volver a tener García Márquez y algunos Borges, cuyo único defecto podría ser carecer de originalidad, aunque tampoco esto puede preverse.
En seguida, advertir que, si bien en algunos momentos se hablaba con claridad de límites precisos (``criollismo'', ``literatura fantástica''), hoy no podemos ser tan esquemáticos. En parte porque, tal vez, antes el germen aquí nacido sólo tenía como referencia a la escritura europea (clásica o contemporánea). En parte porque el primer círculo dentro del cual se mueve hoy la literatura de nuestros países es la escritura nacida en ellos. Y desde allí va hacia autores y obras de cualquier tiempo y cualquier lugar.
Todo es a la vez local y universal, según la señal, la dimensión de libertad que diera el Lunarejo. En el cauce de ``la corteza de la letra'' crece el universo estilístico, mientras el ``alma poética'' busca y acoge lo propio y lo remoto. Y ambas latitudes son una sola.
La apropiación, la corteza y el cruce
Dos profetas parecen heredar el legado del Lunarejo: el mexicano Julio Torri y el venezolano Julio Garmendia. En la segunda década del siglo XX, saturados de la avalancha criollista, avizoran y trazan el horizonte de una literatura que se concibe a sí misma desde su condición de instrumento ficticio. Es el orden que asumirá la obra de Borges.
Pero ¿dónde colocar a Borges? ¿Es un fenómeno de la escritura pura? ¿Es alguien que se apodera de la cultura -del pensamiento mítico y filosófico- para atraerlo hacia lugares y momentos latinoamericanos?
En todo caso, ¿cómo designar lo que la extraordinaria proposición de Borges ha desencadenado? Pensemos este caso de manera especial y veamos la riqueza de lo que de allí podríamos derivar. No hay duda: si el Lunarejo acepta la apropiación de lo universal (en sentido conceptual), Borges ha actuado bajo este principio. ¿Y no es esa misma actitud borgiana -pero en sentido de la experiencia, de los hechos- lo que ocurre con la trama espesa, complejísima y magnífica de la Terra nostra de Carlos Fuentes?
El estilo de Fuentes, seguro y conciso, termina convirtiéndose en una abundancia omnívora. Cuarenta años antes, el venezolano Enrique Bernardo Núñez, en su escueta novela Cubagua, había abarcado los tiemposmíticos, los de la Conquista y el presente bajo la búsqueda de lo que él llamó ``las almas superpuestas'': los tiempos paralelos. Vemos entonces cómo la mano del Lunarejo cobija bajo un mismo gesto el ambiguo reino de los contenidos universales en Borges, Núñez, Fuentes. Es el gesto de la apropiación del mundo: la errancia del alma poética.
Pero en otro gesto (``la corteza de la letra'') el Lunarejo reúne otra vez la economía, la ironía y lo cifrado de Borges hacia otra vertiente: la nervadura de Alejandro Rossi, la brevedad y el silencio visual de Augusto Monterroso.
Toquemos rápidamente otro ejemplo: ¿cómo denominar ciertas confluencias y dispersiones de la ``corteza de la letra'', otra vez en fusión con la versátil ``alma poética''? ¿No hay una misma línea o una misma masa donde respiran espontáneamente el humor, la política, la parodia, casi de manera exclusiva por la posición del lenguaje convertido en habla? ¿No estarían allí Cabrera Infante, Bryce Echenique y Britto García?
En esta configuración de cruces y vitalidad expresiva también podríamos detenernos a observar la bifurcación de potencias expresivas que unen a Fuentes con Carpentier.
Pero es obvio que la línea dubitativa, burlona y de resta alimentada por Macedonio, por Onetti y Meneses encuentra hoy un extraordinario exponente en las narrativas de Salvador Garmendia y de César Aira: ironía, mundos de sugerencias, prosa de silencios, posibilidades de la acción y su ausencia, anécdotas que se agazapan tras de sí mismas.
También en tal tono se desenvuelve la asombrosa narrativa de Sergio Pitol: otra vez Macedonio, otra vez Meneses y Onetti: pero en esta ocasión pasados por el tamiz de Cortázar, hasta que la escritura del gran mexicano hace desaparecer las atmósferas de aquellos autores (leídos o no por él), y lo sombrío se torna parodia, comicidad, teatro de lo escatológico.
En otro territorio encontraríamos las exacerbaciones del mundo interior al chocar con lo inmediato (Gonzalo Contreras, Chile), la interioridad deslumbrada por la risa y la piedad (Ana Lydia Vega), un objetivismo lírico (Milagros Mata Gil, Lucía Guerra), los espejismos de la adolescencia y de la juventud, estructurados desde secretas cámaras verbales, como en los cuentos de Juan Villoro y las narraciones de Carlos Noguera.
Y, en una parte, la obsesión por los enigmas que la corteza de la letra despierta e impone. Esa encarnación del texto que Severo Sarduy y Néstor Sánchez convirtieran en futuro desafío, que recorre la obra de Héctor Libertella y de Diamela Eltit. Misterioso y transparente ejercicio del texto como cosa traspasable, tal vez hacia el sin sentido de la cotidianidad. Todo lo cual convierte cualquier novela en ``un libro al Cuadrado''.
Conjetura y transfiguración
Hoy nosotros somos aquel ambiguo lector que previó Domínguez Camargo. Lector creado, lector que inventa.
Por eso nos atrevemos a concebir que en nuestra literatura, y de manera notable en la narrativa, la diversidad de estilos, de mecanismos expresivos, de funciones verbales, de temas y profundizaciones sólo tiene una finalidad y una frontera: la exploración y la exposición de ese misterio que es el ser humano, el ser humano en la diversidad del continente americano. Cada nueva novela o cada poema nuevo, restan un poco de sombra a lo existente: muestran -a veces de manera invisible o enigmática- límites reales pero imprevistos en nuestra manera de existir. La literatura amplía nuestras dimensiones, porque, en palabras de Carlos Fuentes, ``trata de darnos la parte no escrita o no leída del mundo'' (Geografía de la novela).
Por lo tanto, creo que ella es una totalidad, un mundo infinitamente secreto en el pasado y asombrosamente novedoso en el presente. Una totalidad que vamos creando y descubriendo. Puede haber en ella, como acabo de decir, diversos acentos, expresiones, formas. Pero la forma total constituye una transfiguración: el rasgo esencial de la escritura entre nosotros es el de ser transfigurable: ser lo mismo y lo distinto, ser ambas cosas a la vez, lo que le permite cambiar para reconocerse, identificarse para cambiar. Lo que hasta ahora se han llamado movimientos o tendencias, son escamas de un vasto pez que fulguran durante un lapso, mientas asombran, sacuden y son comprendidas, para luego insertarse en una totalidad vital.
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Volvamos por un instante a la idea de Santa Cruz y Espejo: la escritura ensayística (crítica) necesita de las autoridades y lo conjetural. Como hemos visto, América Latina dispone no sólo de las grandes voces griegas y latinas. También son nuestras las autoridades primordiales de la contemporaneidad.
Poesía, ensayo y narrativa están muy cercanos entre sí, para nosotros. La autoridad y lo conjetural los nutren y los bifurcan. Nuestra creación es lo conjetural de nuestro destino.
Este fenómeno bien puede equivaler a aquella ``nada'' que el Lunarejo señala como territorio de la literatura: una nada que recibe y explora sólo la condición humana -tanto en lo superior, lo divinizante, y en lo inferior que ella pueda tener. Nada que para aquel autor se transfigura en el alma total de la realidad literaria y que se materializa mediante la corteza de la letra.
Dicho de otro modo: la totalidad de lo que fue, es y será nuestra literatura sólo puede ocurrir dentro de dos cauces o fronteras: aquella expresada por la corteza de la letra y lo que contiene el alma poética. Y ambas son una misma cosa, porque ``la realidad es más amplia que cualquiera de sus definiciones'', en palabras de Carlos Fuentes.
A través de una lúcida y conmovedora exégesis, Garmendia da fe de sus inicios en la literatura, lejos de dogmas e imposiciones académicas. Una escritura que confiesa haber abrevado del plagio, del azar, de la invención propia y aun de la nada, y cuyo sentido es acostumbrar, a quien la ejerce, ``a vivir en compañía de las cosas que le faltan''.
Me pregunto en qué momento de la travesía comienza la necesidad de escribir. Todavía no sé si se trata, de veras, de un estado de necesidad, como la necesidad de comer que nos exime de castigo legal cuando procuramos su satisfacción, aun en condiciones poco honorables, ni creo que tampoco habrá forma de averiguar a qué distancia nos encontrábamos, en esos primeros momentos, de la escritura como oficio. En la búsqueda de esas respuestas, fatalmente vamos a caer, cabeceando, como el papagayo o la cometa que han perdido el aire, precisamente en ese soliloquio sin destinatario: en la infancia, cuando el pasado carecía de existencia, el porvenir era un temblor incierto y sólo la satisfacción permanente del deseo era el impulso elemental, respiratorio, que de alguna manera iba conformando una realidad a nuestro lado.
En aquel tiempo sin medida, el sueño de escritor era como el sueño de bombero o capitán de barco. Porque se trataba de una vocación mítica, sustentada por una brevísima iconografía, proveniente, en gran parte, de la imagen impresa. Saberlo por libro constituía una práctica a menudo furtiva, que sustituía, aunque de manera imperfecta o tardía, los códigos de la experiencia. Así fue como durante los años 30 y 40 de este siglo, que pronto empezaremos a llamar pasado, los personajes del bombero y el capitán fueron criaturas de ficción, que por lo tanto carecían de representación civil, en un pueblo del interior de Venezuela, donde la palpitación de la aventura o cualquier otra manifestación gozosa del azar, estaban excluidas del correr de los días.
Ahora mismo, me parece estar presenciado la aparición multicolor de un bombero o el sepia de un capitán de barco, en las calles de esa ciudad provinciana de 1939, Barquisimeto. Eran personajes sin contexto en nuestra realidad y su aparición iba a ocasionar cuando menos un tumulto en la calle. Y, sin embargo, si el aparecido hubiera sido un escritor (allí estaba el asunto), el resultado iba a ser completamente diferente; porque ¿cuál era la imagen ideal de escritor, que muy de cuando en cuando debía pasearse por las cabezas de mis coterráneos y de dónde provenía ese retrato? Ahora mismo, puedo adivinarlo como un caballero de piel blanca, asentado ya en la madurez; empaque austero y conservador de señor de su casa, gesto imperturbable y severo, frente despejada, mirada reflexiva y acaso también soñadora, quizá desvelada o melancólica, pero, en cualquier caso, ningún asomo de sonrisa estaba intentando asomarse en esa cara. Eso sí; nada en el retrato hubiera podido ocasionar asombro o desconcierto en los demás. Por el contrario, la imagen presentaba una tranquilizadora semejanza con los retratos de antepasados que se hallaban expuestos en marcos de cañuela ovalada en las salas de las casas provincianas. Ellos, con su investidura del siglo pasado, podían conformar una sola familia con los grabados de grandes figuras de las letras, que a veces nos era permitido contemplar en las portadillas de los libros.
Y era en esos libros ancianos donde parecía guarecerse, acorralado por la humedad y la carcoma, el secreto de lo que afanosamente perseguía en esos años. Soñaba con libros no leídos, que tal vez nunca llegarían a mis manos, y cuando alguno que otro se abría para mí, la lectura de sus páginas iba formando un solo tejido con algunos de mis sueños más recónditos, hasta confundirse con ellos y participar en armonía de su misma naturaleza.
Sentía que todo se escapaba hacia arriba. Los héroes de los libros y yo acatábamos las mismas órdenes, mi corazón latía con ellos y cuando nos precipitábamos juntos al combate, las hazañas que me correspondía ejecutar no desmerecían de las ajenas y así, hasta que cerrábamos el libro, y un momento después la obediencia y la monotonía regresaban al mundo natural.
Recuerdo una libreta de papel de imprenta. (Todavía me acompaña por ahí el olor entre agrio y oxidado de la tinta Pelikan, porque escribíamos con plumilla y la tinta traspasaba el papel y creaba una segunda escritura al otro lado.) Sus esquinas dobladas hacia arriba parecían haber resistido a un huracán. Los plumeros, mordidos hasta el hueso, parecían suplicar una muerte piadosa. Por esas hojas demacradas corrieron mis primeras letras mal trazadas, que al avanzar iban mirando al suelo como penitentes y formaban un rebaño sin fin. Muchas historias irrecordables debieron perder el aliento en esas hojas y se consumieron a mitad de camino sin llegar a un final, mientras otras se diría que cambiaron de rumbo en plena marcha, enloquecieron y acabaron en el delirio, al igual que mi caligrafía, que a poco de empezar se volvía indescifrable.
De toda esa escritura acelerada, hoy no puedo retener una sola palabra; pero el correr de las líneas sobre la hoja se me presenta como un jadeo sin reposo. Una carrera solitaria como aquellas que solía emprender en las sabanas vecinas a Barquisimeto, detrás de nada, pero sabiendo que continuaría sin desmayar hasta haber agotado mi último sorbo de aire. Aquellas debieron ser historias de aventuras, cuyas raíces había pasado antes bajo las páginas de Julio Verne o Emilio Salgari y luego llegaron a formar un tejido confuso con mis propias ficciones. Sabiendo que no hubiera podido ocultar lo robado en esos renglones, me esforzaba en hacer desaparecer celosamente mis cuadernos, escondiéndolos a los ojos de todos.
Y es que, antes de que aparezca el oficio y nos volvamos profesionales, la violación de la intimidad de la escritura era motivo suficiente para desencadenar los más desesperados ataques de vergüenza, culpabilidad y terror que es posible sufrir. Sé que hubiera podido despedazar mis cuadernos, antes que permitir que una mirada ajena cayera sobre ellos. Algún tiempo después, la pérdida de ese pudor sagrado nos convierte en apóstatas. Una vez quebrantado el voto, accedemos al mundo racional, apuntalados por una dosis de cinismo y perversión que en ocasiones llega a ser brutal. Porque cualquiera hubiera podido descubrir en casa de dónde procedían mis historias: ``esto aquí, se parece a La Isla Misteriosa. Aquel es Sandokan y esta es Mariana, la perla de Labuán''. Imaginar que me veía desnudo y humillado en medio de la gente, me hacía perecer de vergüenza. Guardé, pues, mi cuaderno bajo la almohada y el temor a que alguien llegara a dar con esas páginas no dejó de acompañarme a todas partes, como regresan a la mente los fantasmas de una conciencia criminal. ¿Qué había en esas hojas, en realidad? ¿Importará saberlo? Mientras la pluma corría sobre el papel, todo lo que iba quedando atrás eran espectros desangrados.
De esa misma manera, ellas vuelven a pasar por mi memoria.
En mi caso particular, doy cuenta de una formación intelectual puramente silvestre. Pero es necesario agregar que esta condición primitiva se extiende a cuanta verdad estuvo representada a mi alrededor en ese tiempo. Las vidas que se agrupaban en mi vecindario parecían haber tomado forma de manera espontánea, alguna vez, en medio del movimiento de la naturaleza, y era como si el tiempo hubiera comenzado con ellas. En todo caso, ninguna de esas personas parecía formar parte como individuo de lo que después oí mencionar como ``clase social''. Había pobres y ricos, es verdad: un segmento muy delgado de personas pudientes y lo demás era una mancha incolora que se extendía sobre el paisaje, hasta donde alcanzaba la vista. Era la pobresía. Pero tampoco los amos constituían una clase: estaban allí porque nadie los había quitado todavía; pero, en cualquier paso de luna, una revuelta armada, una montonera, una revolución iba a arrebatarles el lugar, para entronizar allí mismo a otros iconos.
La mayoría de las personas que conocía, y no siempre entre los indigentes, carecía de apellido paterno. Eran hijos naturales, como si los hubiera engendrado un impulso inconsciente, fortuito, en medio del transcurrir de las cosas. En esas condiciones, la idea de familia era una suerte de abstracción, un aura selectiva que identificaba únicamente a los detentadores del poder y la riqueza. Mi familia habitaba, precisamente, bajo ese cielo nublado, donde el sol de la prosperidad jamás hizo su aparición. Por dondequiera que mirásemos se extendía la indigencia, como si fuera una consecuencia directa de estar vivos. De manera que, en aquella provincia distante (cinco o seis días a caballo hasta la capital), todo nexo con el pasado, ya fuera racional o mítico, formaba parte de un conjunto borroso, donde los puntos de referencia más o menos visibles desaparecían en medio de la confusión. En realidad, si mirábamos hacia el pasado, un poco más atrás de la historia oficial y sus anécdotas, en mi lugar de nacimiento no hubo más que soledad y paisaje.
De esa manera, debo inferir que la literatura llegó a mis manos partiendo de mí mismo, casi como si fuera un objeto de mi propia invención, producto más o menos creíble del azar o la casualidad. Eso me llevaba a presentir, vagamente, que los libros cuya escritura me estaría destinada alguna vez, tendrían que salir de la nada.
Cuando llegué a descubrir que la literatura también podía ser un oficio, es posible que fuera demasiado tarde para echarme atrás. La destreza en este aprendizaje artesanal se adquiere después de largos años de práctica continua y engorrosa. Ahora, he llegado a saber que la mano ya hecha al oficio no puede ser eliminada voluntariamente en lo que me queda de vida. Esa extremidad seguirá gruñendo, gimiendo, actuando por su cuenta, impidiéndome el sueño. De cualquier manera, siempre será preferible continuar.
¿Y ahora, qué? ¿Podría decirse que en estas jugadas postreras, cuando sabemos que ya no es cosa de ganar o perder, sino de admitir, a conciencia, que hemos estado jugando sin saberlo con la baraja equivocada y que el juego era otro, podría decir, al menos, que he aprendido en todo este tiempo algún truco nuevo que valga la pena revelar?
He escrito innumerables páginas para la televisión. Esta faceta del oficio viene a ser algo así como escribir para la propia casa. Una experiencia singular, para escritores cuyo trabajo suele ser observado como un producto exótico dentro del medio familiar. Los parientes, de manera general, contemplan en las librerías las carátulas de nuestros libros como lo hacen con las langostas y los centollos en la vitrina de un restaurante, no precisamente de diario. Los precios actuales de los libros justifican esta comparación. Entre El péndulo de Foucault y una langosta grillé, la diferencia no es de precios. El lector y el gourmet ya pertenecen a un mismo estamento social elevado. Pero, cuando escribes para la TV, tu producto está destinado al consumo de los hogares, al igual que los detergentes y los alimentos dietéticos. Lo que hoy escribes en tu cuarto, lo verás mañana en la sala de casa. Tus primeros espectadores serán tu mujer y tus hijos y de ellos recibirás las primeras observaciones críticas a tu trabajo. Acaso esta es la primera vez en que la literatura parece que toma lugar en el carrito del supermercado. Abres un gabinete de cocina y allí parece estar el capítulo del día, sintiéndose como en familia entre el kilo de azúcar y el paquete de arroz.
El cine fue ayer el arte de las masas, la cultura de la democracia (de allí que asumiera inmediatamente una función política). Hoy, la televisión se yergue como el gran total. El universo medio ilimitado, plano y uniforme hasta donde ello es posible. Es el imperio normalizador de la gran clase media, en el cual, al parecer, viviremos mañana.
A estas alturas, me pregunto, ¿de qué me ha valido escribir?
No puedo responder por lo que hubiera sido de mí de haberme dedicado a otra cosa; pero, tal como soy, creo haber encontrado en la literatura algo cercano a la paz del espíritu.
1¼: Me he acostumbrado a vivir en compañía de las cosas que me faltan.
2¼: Mi ignorancia, mi falta de idiomas, los cien mil libros que no he leído ni leeré jamás, me acompañan como sus tesoros al avaro, que se deleita sólo contemplándolos.