Luis de la Barreda Solórzano
La fatalidad derrotada
Hace sólo unos cuantos años la lucha en nuestro país contra la tortura --a la que Beccaria llamó ``una crueldad consagrada por el uso entre la mayor parte de las naciones'', y a la que Edward Peters contempla como uno de los aspectos más inquietantes y persistentes de la historia de la humanidad-- parecía a muchos una empresa imposible y, por tanto, un esfuerzo inútil, porque: a) ese abuso de poder detentaba el campeonato indiscutible; b) los agentes judiciales torturaban cotidianamente --cual émulos de las Furias de Tártaros-- como quien recurre a una práctica normal, y c) quienes la perpetraban no sólo no eran jamás castigados sino ni siquiera procesados. Había además otro obstáculo, más poderoso aún que los tres enunciados, que contribuía en forma decisiva a la pervivencia de la tortura: la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, según la cual, cuando el inculpado rindiera varias declaraciones en diversos sentidos, debería prevalecer la declaración inicial, la cual se realizaba en un separo policiaco sin la presencia del defensor. Todo mundo sabe que en esas condiciones el detenido estaba incomunicado, totalmente a merced de los policías que lo coaccionaban para que confesara. En otras palabras, el criterio de nuestro máximo tribunal equivalía a la derogación de hecho de dos garantías constitucionales: la que prohibía toda incomunicación y cualquier otro medio de coacción tendente a lograr la confesión del acusado, y la que otorgaba a éste el derecho a contar con defensor desde el momento de la detención.
Sólo incomunicar a un detenido --aun sin otro acto de presión-- constituye un poderoso elemento de intimidación capaz de amedrentarlo en virtud del horizonte de posibilidades malhadadas que puede representarse en la mente: maltratos, pérdida del empleo por inasistencias, angustia familiar, sufrimiento físico, detención prolongada indefinidamente. A quien se incomunica todo le puede ocurrir. Sobre todo cuando no existe plazo para poner al detenido a disposición del juez. Recordemos que no había tal plazo antes de la reforma constitucional de 1993.
El argumento en que la Suprema Corte basaba su criterio es deplorable, lógica y jurídicamente. Se sustentaba su postura en el hecho de que, en su primera declaración, el inculpado aún no había tenido oportunidad de ser asesorado por un defensor. Es decir, la Corte prefería la primera declaración justamente porque en el momento de emitirla el inculpado no tenía defensor: estaba indefenso. Sin defensor e incomunicado, los policías que lo interrogaban le aconsejaban que confesara. Esos consejos podían darse con cortesía, pero también de manera ruda. En el separo los interrogadores podían subir el tono de voz, injuriar, amenazar, maltratar, golpear, torturar. ¿Tranquilizaba a nuestro máximo tribunal que el acusado no pudiera ser asesorado por su defensor aunque fuera aconsejado (o algo más) por sus interrogadores? Sus ayes, como los alaridos de las almas desesperadas que Caronte transporta en su barcaza mientras las aguas del Aqueronte transcurren con metafísica inexorabilidad, no eran atendidos por nadie. Convalidada por la Suprema Corte la confesión coaccionada, los policías estaban convencidos de que obteniéndola cumplían con su deber.
Felizmente esa jurisprudencia quedó sin materia con la reforma constitucional de 1993 y la nueva Ley federal para prevenir y sancionar la tortura que sustituyó a su antecesora del mismo nombre. Se quitó todo valor probatorio a la confesión emitida ante la policía; se estableció que tal confesión sólo sería válida si la realizaba el inculpado ante el Ministerio Público o el juez de la causa y en presencia de su defensor o persona de su confianza, y se estableció un plazo inequívoco, razonablemente breve, para la detención prejudicial.
Esa reforma jurídica y la actuación del ombudsman --con el invaluable apoyo de organismos ciudadanos y de la opinión pública-- han conseguido resultados que están a la vista de todos. Até, la diosa Necesidad --a quien Zeus arrojó a la Tierra donde, a partir de entonces, aflige sin tregua a los mortales--, no es una deidad invicta: lo posible se ha abierto paso, a lo largo de la historia del ser humano, contra pretendidas fatalidades que en ocasiones propicias dejan de serlo. En la ciudad de México, la antaño campeona de los abusos de poder ocupa el lugar número 31 en nuestra tabla de quejas, con 69 denuncias en 56 meses. Y eso no es todo. Anteriormente la tortura quedaba siempre impune. Las cosas han cambiado: siempre por intervención de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, 47 servidores públicos están sometidos a averiguaciones previas, tres servidores públicos fueron condenados a prisión, y a cuatro se les sigue proceso ante juez penal, precisamente por el delito de tortura en todos esos casos. ¿Es poco? Tal vez, pero se empezó a romper el círculo perverso de la impunidad. Es claro que para seguir avanzando en la lid hay que ir cerrando a este abuso de poder las puertas por las que aún puede colarse. De allí que en nuestra Recomendación 2/97, relativa a un caso donde la agraviada no pudo reconocer a sus maltratadores porque le taparon los ojos con su propio suéter, solicitáramos la instalación de un circuito cerrado en las áreas de detenidos de la Procuraduría General de Justicia. Las cámaras se instalaron en los separos de la 50» Agencia investigadora, con notables efectos disuasivos de potenciales torturadores.
Es verdad que falta mucho por hacer --por ejemplo, lograr que las averiguaciones previas por tortura se agilicen, pues se tramitan a paso de tortuga--, pero los avances no son desdeñables. No puedo dejar de mencionar que no se ha comprobado un solo caso de tortura en el tiempo que lleva al frente del gobierno el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas.
Así pues resulta curioso que, entre los detractores de los organismos públicos defensores de derechos humanos, se objete que a estas instituciones les hayan sido otorgadas atribuciones que se juzgan propias del Poder Judicial federal, lo que se considera incorrecto: ``El conocimiento de violaciones concretas de garantías individuales (derechos humanos) en perjuicio de particulares --se sostiene en un libro de reciente aparición-- constituye una controversia que es de la competencia exclusiva del Poder Judicial de la Federación'' (El Estado contra sí mismo, de José de Jesús Gudiño Pelayo). Esa función, se asevera, debe corresponder en exclusiva a los jueces federales, y su mejor cumplimiento requeriría de que se aumentara el alcance del amparo incorporándole nuevas modalidades.
``Por sus frutos los conoceréis'', leemos en el Evangelio según Mateo. El Poder Judicial federal nunca pudo disminuir la práctica de la tortura. Más aún: la jurisprudencia de su máximo tribunal llegó a legitimarla y fue un factor decisivo para que no disminuyera. Durante los cinco años de vigencia de la anterior Ley federal para prevenir y sancionar la tortura, promulgada previamente al nacimiento de las comisiones de derechos humanos, ningún servidor público fue procesado por ese delito y la tortura siguió siendo tan cotidiana como el movimiento de rotación de la Tierra. En cambio, a partir de que existen dichas comisiones y se cuenta con una buena ley, hay abatimiento notable de tal abuso, hay procesos e incluso hay sanciones privativas de libertad. Muchos otros buenos resultados se derivan de la actuación del ombudsman pero, aun suponiendo que su única victoria fuera el espectacular decremento de los casos de tortura, su permanencia, con sus actuales facultades, se justificaría por sólo ese triunfo. No resulta convincente que ante tal éxito se pida su retiro del campo de batalla contra los abusos de poder.
¿Aumentaría la eficacia de los jueces federales con una adecuada reforma al amparo? Si así es, bienvenida sea. Sin embargo, como lo demuestra la experiencia en el mundo, aun en los países con un Estado de derecho consolidado y un Poder Judicial eficaz e independiente, el ombudsman, por su índole, coadyuva sustancialmente a una mejor y más expedita defensa de los derechos humanos.
Ciudad de México, 26 de junio de 1998