¿Qué podrá sentir en su fuero interno un político que, durante veinte, treinta o cuarenta años de su vida pública propició que unos cuantos lograran poseer abultadas cuentas de banco y decenas de empresas al tiempo que labraba el camino para que los suyos, aquéllos que lo podrían reemplazar, perdieran la oportunidad de hacerlo, es decir, perdieran el poder? ¿Cuál será la sensación de un hombre maduro, en el disfrute de su utilidad partidaria que, sin haber llevado a sus gobernados a un relativo bienestar, pudiendo colaborar en ello, se da cuenta que en realidad ayudó a una bola de maleantes para que amasaran fortunas inconmensurables para las escalas de una sencilla humanidad y, con desparpajo, evitaran la cárcel? A lo que hoy parece, éstas son preguntas ociosas porque las afirmaciones de los dirigentes mexicanos de los últimos quince años reflejan, y a lo mejor hasta lo creen, que hicieron bien su trabajo. Es más, que lo llevaron a cabo a pesar de enormes dificultades y con toda responsabilidad.
Pero las preguntas no son ociosas ni se formulan con motivo de juegos académicos. Son cuestionamientos que bien pueden estarse gestando o aun formulando en las mentes y corazones de varios otros de los dirigentes o de simples ciudadanos de este atribulado país. En todo caso, tales preguntas pueden formar un esquema para modular la descripción de sendos personajes trágicos.
Llegar a los puestos de mayor preponderancia política sólo para servir a una casta de individuos, medianamente dotados, para que se apoderen de los mejores sitiales e instrumentos productivos en aras de ver satisfechos sus cortos alcances. ¡Qué vacío profundo deben sentir en sus adentros aquéllos que se sienten titulares de los botones de mando! No importa que tanto bienestar económico ellos, a la vez, hayan logrado. Siempre serán una especie de excusa justificatoria para esos que, en realidad fueron o siguen siendo, sus verdaderos patrones y beneficiarios.
Pensar que se emplearon veinte, treinta o cuarenta años de servicio público para terminar reconociendo que su gestión produjo o acumuló una serie de deudas e impedimentos para el sano desenvolvimiento de generaciones enteras de mexicanos, ha de propiciar, a un individuo bajo tales premisas y por más inconsciente que sea, momentos de extrema soledad y hasta el desprecio por la propia persona.
Saberse un secretario de Hacienda, un subsecretario del ramo, un director de Banco de México, presidente de la República, líder camaral y demás acompañantes de menor categoría que oficiaron una crisis de tal magnitud (65 mil millones de dólares o mucho más), que ahora los contribuyentes deben pagar con veinte años de acortadas oportunidades de vida, no puede ser un panorama halagador. Pero tal parece que pocos se sienten culpables. La esperanza que resta es que, alguna noche de insomnio, una madrugada terminal, pierdan toda compostura, sean derrotados en las urnas, sufran la maledicencia colectiva, se vayan al destierro o sean estigmatizados por la inclemente historia.
Qué enorme sensación de vacío interior ha de sentir un individuo que, después de una vida dedicada a la actividad política, observa a su derredor un pueblo lleno de angustias y carencias, con decenas de millones de ellos debatiéndose en la miseria y sin salidas reales o persiguiendo con angustia las dramáticas puertas de la emigración. ¿Cómo catalogar a una élite que durante los últimos decenios ha cavado, con irresponsable perseverancia y hasta desprecio por las reconvenciones hechas y redichas por la sociedad crí-tica, la tumba de las alegrías y cariños de todo un enorme segmento de la población?
Es tan triste ver a jóvenes funcionarios tratar de gesticular una serie de razonamientos inconexos y torpes para imaginar lo que se evitó. No importa que ello sean masacres posteriores con matanzas actuales; fugas de capital con despilfarro de reservas; amenazas de inestabilidad financiera con llamados a la crisis terminal si no se cumple con sus peticiones; caos político sin el recambio del autoritarismo ramplón e ineficiente; diálogo y concertación por venir a cambio de militarización y represión policiaca mientras tanto. Así y para proclamar la República de lo que se preservó manufacturan lo que en efecto quedan: desgracias múltiples.