No vamos a hablar hoy del paraíso que describiera don Quijote a los pastores que halló en alguna de sus correrías, según testimonio de Miguel de Cervantes Saavedra, sino de los bellos escenarios que los sabios chinos de las remotas dinastías edificaron para atribuir nobleza impar a la aristocracia y ocultar las llagas que sufrían las poblaciones de aquellas tierras.
En uno de los clásicos confucianos, el Shu King, se habla de una muy añosa época de inocencia donde la virtud gobernaba los negocios humanos, y en el Libro de Mencio se alude a la felicidad de los antiguos reyes porque el pueblo lo era; sólo así pueblo y rey gozaban de una verdadera alegría. De esta manera, la tradicional cultura sínica intentó presentar como realidades lo que sólo eran ideales: los soberanos y los súbditos de la imaginaria Edad Dorada. Por esto Confucio, en La gran ciencia, enseñaba que si se perfecciona el alma impediríase la degradación social; el conocimiento del bien --predicaba a sus discípulos-- hace florecer la dignidad del alma, y con esta dignidad, la convivencia virtuosa y el gobierno honesto de los reinos, el mundo tendrá paz y justicia. Pero las cosas no marcharon conforme a tan bella utopía. En el mencionado Shu King se recuerda que un emperador inició el desorden en el paraíso dorado, y que al propagarse transformó a las gentes inocentes en ladrones, asesinos y hábiles asaltantes del poder que los convertiría en tiranos. Así acabó la Edad Dorada, al establecerse el régimen donde pocos disfrutan de todo y muchos nada tienen.
¿Cómo fue que el paraíso se transformó en el reino de los lobos? Los antiguos sabios chinos contestaron con palabras abstractas y difusas. Confucio aseguró que la desgracia nace de que el gobernante olvida el ejemplo de los supremos soberanos del pasado y Lao-Tse, el metafísico, explicó que el dolor en el corazón emana de la pérdida del camino que conduce a la perfección última. Ahora bien, como estas enseñanzas no llevaron a ningún lugar, los desafortunados decidieron rebelarse contra el régimen imperial, y a través de sus movilizaciones cada vez mejor organizadas descubrieron que el bien se convierte en mal cuando el gobernante se desvincula de la voluntad del pueblo.
En México la Edad Dorada no se ha planteado como un paraíso del ayer; al contrario de los chinos, que lo creían una realidad de su antigua historia, nosotros lo contemplamos en el porvenir como resultado de nuestras luchas libertarias. Sabemos bien que nuestra Edad de Oro no ha existido nunca, ni en los tiempos prehispánicos ni en la Colonia ni en la vida independiente, y afortunadamente entendemos con claridad ahora --igual que lo hicieron los chinos durante sus revoluciones democráticas-- que mientras no haya democracia verdadera no habrá Edad de Oro. Nos es claro, por tanto, que la democracia para nosotros es, además de compromiso moral y político, la condición sine qua non de una sobrevivencia libre y justa. En consecuencia, estamos ya muy conscientes de la necesidad de impedir el complejo de ambiciones y complicidades que hacen posible la elaboración de proyectos tipo Fobaproa, cuyo oro difunde la miseria en las familias y harta de corrupción y dinero a las élites. ¿Cómo podrían, por ejemplo, los que mandan, charlar sobre el Fobaproa con los zapatistas de Chiapas, abrumados de hambre, persecuciones y torturas de toda clase, sin límite alguno? ¿Habría algún modo de hacerlo?