164 detenidos en el DF; cascarita de tres mil jugadores en Reforma
Daniela Pastrana, Elia Baltazar, Bertha Teresa Ramírez y Juan A. Zúñiga Ť Fieles al rito del desmadre, 13 mil capitalinos se compactaron en el cauce del Paseo de la Reforma, en una romería que se prolongó de la Diana Cazadora a Insurgentes, y aprovecharon la ocasión para experimentar el supremo sabor de la victoria, que duraría 420 minutos, después de un encuentro de 90, durante los cuales la oncena mexicana empató a dos goles con la Naranja Mecánica de Holanda, para que los botines nacionales se cubrieran de gloria.
El festejo abarcó todas las manifestaciones posibles de la euforia. Micaela González, en pants y camisa, salió a chocar su sartén y su cazuela, y junto con Romgo, ``el mejor pintor de arte'', de sombrero y paliacate, bebió cerveza y gritó hasta cansarse. ``¿Cómo no vamos a estar felices, si ganamos?'', repetía emocionada la mujer, quien prefirió pensar que en la primera parte del juego los mexicanos ``estaban un poco fríos''.
Mucho menos intensos, pero igual de entusiastas, la celebración se extendió a los tres puntos que conforman esa especie de triángulo de la mexicanidad: el Zócalo, el Angel de la Independencia y el Monumento a la Revolución, donde la delegación Cuauhtémoc instaló pantallas gigantes.
El jolgorio se desparramó durante más de cuatros horas en la Plaza de la Constitución, cuyo clímax se alcanzó a las 12:20 horas, cuando hicieron un espectacular arribo más de 70 motociclistas, a quienes se unieron mensajeros de Estafeta y de La Polar. Pero la fiesta estaba en Reforma y hacia allá se trasladaron los aficionados, después de las 14:30 horas.
La espera
Despertó ansiosa, como apurada, con el nervio a flor de piel, y bien dispuesta a sufrir lo que viniera. Expectante, la ciudad vivió la prisa de todos los días, aunque esta vez el paso se apuraba hacia el televisor más cercano. Y apenas rebasadas las 9:00 horas, cual bruma de ozono decembrina, sobre la ciudad cayó la calma. Uno que otro despistado osó cumplir con sus labores en día de asueto obligado; unas cuantas almas en pena deambulaban por las calles.
Mientras tanto, alrededor del fuego eterno de la imagen televisiva, se congregaron las mayorías en bares, restaurantes y cantinas. O ya de menos en la casa del vecino, que perdió el volado y puso las botanas. Hasta en las escuelas hubo quórum para el partido que hipnotizó la conciencia nacional.
Dos horas duró el encanto, pues bien dice el dicho que la calma sigue a la tormenta, y ésta se desató por toda la ciudad. Pero que quede claro que hasta en los festejos se guardan las distancias. Los del centro van al Angel, los del sur, a Coyoacán y para el norte, que también existe, está Satélite.
No todos se desbordaron hacia Reforma, pues hubo quienes prefirieron la celebración en el barrio, la colonia, con los vecinos. Al fin que chelas no faltaron. Otros enfilaron hacia el sur de la avenida de los Insurgentes, en columna de automóviles; eso sí, todos portadores de la calcomanía cero, pues eran puros carros nuevecitos.
Abarrotados los restaurantes por el rumbo de San Angel, las citas de negocios devinieron en francachela. Música mexicana a todo volumen se desprendía de las bocinas de los yuppies, mangas de camisa arriba y, al fin progresistas, abierta la corbata.
Allá por las minas y barrancas de Alvaro Obregón, la fiesta era distinta. Afuera de las mesas, los vecinos compartieron la botana, mientras los niños jugaban futbol en las pendientes, trás de un balón que en la infancia siempre escapa cuesta abajo y, ya mayores, cuesta arriba.
Los capítulos
Habían pasado 105 minutos desde que el Matador Luis Hernández aprovechó el error del rubio Michael Reiziger --el holandés de las piernas de los 18 millones de dólares-- para anotar el gol de la clasificación, cuando en el Angel comenzó el otro partido, clásico ya después de los triunfos del Tri: fanáticos futboleros y vándalos ávidos de pelea, en disputa por el Angel de la Independencia.
Un petardazo dio la señal de salida. Eran las 12:32 horas. El país entero celebraba el empate de la selección mexicana, a 12 segundos del final del juego contra Holanda, que le dio el pase, ``por sus propios méritos'', a la siguiente ronda en el Mundial de Francia 98. Se digería ya el ``triunfo'' de la selección, que por tercera ocasión se levantó con dos goles en el último cuarto del partido.
``Ya valió madres, vámonos para allá'', comentó a sus amigos un estudiante, con dotes de adivino. Y en unos minutos, la glorieta de Reforma y Florencia volvió a ser escenario de batalla entre granaderos y grupos de jóvenes vestidos de mezclilla y cabellera tricolor.
Imágenes repetidas de aquel 28 de junio de 1994, cuando México empató con Italia en el Mundial de Los Angeles, y Jaime Lucas Estévez quedó tendido sobre la acera de Florencia, muerto por un petardo que le explotó en la cara, mientras una decena de chicas quedaron al pie de un Angel violador que las dejó desnudas.
El tiempo suspendido en los ojos de quienes vivieron la última locura futbolera, cuando también se escuchaba ``sí-se-puede''. Otra vez volaron los palos, las piedras y las botellas, acompañados ahora de cientos de latas de espuma (la novedad del festejo). Los jóvenes descargaron su furia en los proyectiles dirigidos a los uniformados, protegidos detrás de sus escudos. Los granaderos, en guardia alrededor de la columna, salieron a perseguir a sus atacantes, aunque en realidad el apañón se dejó sentir en contra aun de los espectadores de la contienda. La Policía Montada también se desplegó y cayó sobre los torsos desnudos, pintados de los colores patrios, que obligaron al repliegue policiaco.
De paso, los agresores descalabraron a una decena de desafortunados, que quedaron en medio de la refriega, entre ellos cuatro fotógrafos: Antonio Nava, Guillermo Pérez, Jorge Gutiérrez y Susana González, de Reuters, a quien una piedra del tamaño de un puño le rompió la cara y la dejó inconsciente en medio de un charco de sangre.
¿Cuál fiesta?
Observador de los desmanes, Marcos, auxiliar técnico del Marte de Morelos, sólo encogió los hombros. ``Es un desfogue social, no es sólo el futbol, sino el pretexto para desahogar una inconformidad social''.
Pero los ímpetus de bronca fueron sofocados intermitentemente por otros jóvenes que sólo buscaban celebrar ``el ahora sí merecido triunfo'' de la selección. Ora lanzaban consignas de ``no violencia'' y ``que siga la fiesta'', ora deambulaban con cajas para recoger latas y palos del suelo y entregarlos a la policía. Ya desesperados, sacaban sus balones entre los botellazos para comenzar la cascarita.
Hooligans sí, pero aztecas no, reclamaron las voces anónimas de un grupo de jóvenes al dueño de una camioneta Panthfinder, último modelo, quien les espetó la ofensa luego de escalar su automóvil.
No hubo límites y el festejo devino en violencia que hizo blanco en mujeres, niños y extranjeros. Contra las primeras, lo de siempre, el acoso vestido de colores patrios, que se abalanzaba sobre su cuerpo, las cubría y las manoseaba hasta donde era posible. Los menores padecían el ahogo, los empujones y hasta los golpes de granaderos, como en el Monumento a la Revolución.
¿Quién puso el balón?
Nadie supo quién puso el balón, tampoco dónde estaba la portería ni el equipo adversario, pero tal vez por primera vez en la centenaria historia del Paseo de la Reforma, el tramo de la glorieta de la Diana Cazadora al Angel de la Independencia se convirtió en una enorme cancha de futbol en la que participaron por lo menos 3 mil jugadores que encontraron la mejor forma de celebrar el pase del equipo mexicano a octavos de final: simplemente pateando una pelota.
Reforma, de La Diana a la Avenida Insurgentes, se convirtió en tierra de contrastes. El balón llevó a los jugadores al Angel, le dieron la vuelta y el juego se interrumpió cuando al llegar al lado opuesto, por la parte oriental, otro numeroso grupo de personas arrojaba botes de aerosol, piedras y botellas, contra un grupo de granaderos. La cascarita se detuvo a observar ese extraño partido.
Luego reanudó, después de varios heridos y descalabrados, cuando unos 500 futbolistas se interpusieron entre los granaderos y el grupo de agresores. El balón calmó los ánimos, o más bien los transfirió a una carrera alrededor de El Angel, que debió haber escuchado el Cielito lindo que cantaban cientos de aficionados, quienes corrían a su alrededor para manifestar su alegría. Tal vez porque, como dice Juan Villoro, Dios también tiene forma de balón.
La venta
Donde hay pachanga, hay negocio, y allí nunca falta el ambulante. Dispuestos con la infraestructura de lo inmediato, se trasladan en microbuses, se reparten zonas y son los primeros en ocupar su lugar.
Agazapados en los rincones de la ciudad, saltan a las calles casi inadvertidos. Y uno a uno se van sumando las decenas, con los refrescos, las espumas, las banderas, los colores para el cabellos, los sellos para la cara. No se quede fuera del festejo, joven, que nosotros los vestimos de afición. Y para eso traen las playeras, malechitas, pero verdes.
Cálculos conservadores de la delegación Cuauhtémoc dicen que llegaron a 400 los vendedores ambulantes en la zonas del Centro Histórico, Reforma y el perímetro que rodea el Monumento de la Revolución. Pero no alcanzan los dedos para contarlos ni la vista para seguirlos.
Víctimas de la ocasión que les da vida, los ambulantes también sufrieron los embates de los ``hooligans aztecas'', que arremetieron contra la mercancía, despojándolos hasta de los hog-dogs. ``Ni para qué lamentarse, que el lunes, cuando vuelva a jugar la selección, nos reponemos. Pero ya ni la friegan''. Ni modo, son los riesgos del oficio. Y con su presencia sólo advierten: ``somos muchos y seremos más''.
Pero no a todos les fue tan bien. José, de 12 años, quien vive con sus hermanos menores en la salida a Pachuca, intentaba infructuosamente vender sus 22 bolsitas de cacahuates japoneses entre los reporteros y funcionarios que, protegidos por el cerco de granaderos, se congregaron en la Columna de la Independencia.
En cuatro horas, Pepe había logrado vender 10 de las bolsitas de a peso. ``Pensé que por ser día festivo estaría buena la venta, pero no«más quieren echar relajo'', lamentó el niño.
La vigilancia
A las 15:00 horas, el secretario de Seguridad Pública sobrevolaba el Angel de la Independencia en helicóptero para vigilar el operativo de sus 3 mil elementos apostados en tierra. Dos horas antes se había dado la instrucción de replegar a los cuerpos y el peligro de una batalla campal había quedado reducido a grescas aisladas.
Desde su oficina, el delegado en Cuauhtémoc, Jorge Legorreta, recibía información por mantra --la red de protección civil y policía-- y del subdelegado en Zona Rosa y San Rafael, Alfonso Suárez del Real, apostado desde temprano en la Columna de la Independencia.
Pegado del celular, Suárez del Real evaluaba el ánimo de la multitud para determinar el retiro de los dos espectáculos musicales montados para la ocasión --uno frente a la Diana y otro frente al cine Latino--. ``Espero que Tláloc nos haga el milagro para que se acabe'', comentó el funcionario, francamente agotado. Y los dioses lo escucharon, porque minutos después comenzaron a caer las primeras gotas en el monumento.
La lluvia dispersó a algunos fanáticos, no a todos. Aunque los ánimos se habían enfriado. Marcador final: más de 200 detenidos.
...Y el lunes, que se cuiden los teutones. Alrededor del Angel, la afición chilanga se despidió: ``¡Queremos a Alemania, queremos a Alemania!''.