El pasado 13 de junio se entregó el tercer premio literario IMPAC en Dublín (International IMPAC Dublín Literary Award), del cual fui jurado. En 1996 lo ganó David Maaluf (Australia); en 1997, Javier Marías España), y este año la escritora Herta Müller, nacida en Rumania, pero perteneciente a la minoría de lengua alemana de ese país.
El importe del galardón es considerable (160 mil dólares), sin embargo el valor está en otra parte. Se trata de un reconocimiento patrocinado por una empresa de asesoría localizada en Florida, cuyo presidente es James B. Irwin, de origen irlandés, por lo cual eligió como sede de su premio a Dublín, la ciudad literaria por excelencia, que ha congregado a cuatro premios Nobel: Yeats, Shaw, Beckett y Heany y que fue inmortalizada por Joyce, cuyo fantasma aparece por todas partes, por las calles, los pubs, los centros educativos y quien, como el águila y Sor Juana, se retrató en el dinero.
Es un premio importante, insisto, no tanto por la cantidad que se otorga, sino por su sentido y por la manera cómo se instrumenta: los libros que concursan son elegidos por bibliotecarios de todo el mundo donde se habla inglés y los libros pueden ser de cualquier país, pero traducidos al inglés. Además, si el ganador es de otra lengua, su traductor recibe 25 por ciento del premio. Es un concurso universal en el viejo sentido de la palabra y no global, término que se nos vuelve demasiado presente y amenazador.
Este año concursaron escritores de muy diversos orígenes; de América Latina, de España, de los países escandinavos, de los Estados que alguna vez fueron parte del ahora disminuido imperio británico; autores que enriquecen y modifican ese idioma, minorías raciales como David Dabydeen, de la minoría hindú en las llamadas Indias occidentales inglesas; Earl Lovelace y Jamaica Kinkaid, descendientes de esclavos negros, cuyos libros estuvieron en la lista final de 10 títulos.
Asimismo, se incluyeron en esa lista la canadiense Margaret Atwood y el sudafricano André Brink, ambos internacionalmente conocidos y hasta best sellers; el australiano David Forster, el canadiense Van der Hagen, los ingleses Graham Swift --ganador del Booker Prize en 1997 con este mismo libro, Last orders-- y el muy joven y pantagruélico Lawrence Norfolk.
La única escritora de otra lengua fue Müller, quien ganó el premio con su novela The Land of Green Plums (La bestia en el corazón), traducida al inglés por el excelente poeta alemán residente en Londres Michael Hofmann, quien ganó 25 mil libras. Los jurados provinienen de diversas partes del mundo, este año fueron Greg Gatenby, poeta conocido y respetado en el mundo por ser el director artístico de Harbourfront Reading Series, de Toronto, desde 1975; Paul Muldoon, poeta nacido en Irlanda del Norte, educado en Belfast y durante largo tiempo miembro del equipo de la BBC, y ahora docente en la Universidad de Princeton; Mrta Tikkanen, novelista finlandesa, perteneciente a la minoría sueca de ese país, autora de más de 20 libros muchos de ellos traducidos a diversas lenguas; y, Al Young, poeta, ensayista, escritor de guiones de cine --nacido en Mississippi--, profesor en Michigan y en Berkeley y cuya voz tenía la cadencia de un trompetista negro. El presidente del jurado no tiene voto y es Allen Weinstein, historiador y humanista, director del Center for Democracy de Washington.
Esta amplitud de miras, la atención indiscriminada a toda la literatura producida en el mundo y la generosidad con la que se impulsa a los traductores permite difundir no sólo lo que el mercado determina sino aquello que es verdaderamente literatura. Asimismo, la elección de los jurados, la absoluta libertad que tienen para dictaminar, la generosidad y el respeto con que se les trata, todo contribuye a hacer de este premio algo único en el mundo y, a pesar de su juventud --apenas tres años-- a incrementar su prestigio.
Termino este artículo con una frase de George Steiner, a reserva de reseñar en próxima ocasión la obra de la gran novelista rumana, pequeña, frágil, pelirroja, fumadora y extraordinaria escritora. El texto de Steiner habla de la traducción, ese difícil arte absolutamente necesario para detener los avances fraudulentos de la globalización que ya ha alcanzado al mundo del arte y a las editoriales, cuya única meta es destacar el valor comercial de los libros como único componente esencial para juzgar la calidad literaria: ``El punto espinoso es ubicuo y reside en la tonalidad, en el efecto conjunto de las palabras y giros claves que disimulan una compleja red de valores semánticos y éticos''.