Jalil Saab H.
Magia y ciencia
Desde tiempos primitivos los hombres desean creer. Necesitan poder influir y controlar de algún modo el mundo hostil que los rodea, aliviar enfermedades, conocer el futuro, etc. Para ello han contado con dos herramientas intelectuales: la magia y la ciencia.
Según Borges, la magia es ``hacer que las cosas dejen de ser como son, para hacerlas como uno quiere que sean''. O, como la define Voltaire, ``el secreto de hacer lo que no puede la naturaleza''. Dado que la mentalidad primitiva no tiene idea alguna de lo que la naturaleza puede hacer, la magia aspira, precisamente, a dominarla. La magia en su concepto fundamental, nos dice J. G. Frazer (La rama dorada), es idéntica a la ciencia positivista del siglo XIX: orden y uniformidad de la naturaleza determinadas por leyes inmutables, cuya actuación puede ser prevista y calculada con precisión.
Dos son las leyes en la magia simpatética: la de semejanza (homeopática) y la de contacto (contaminante). La primera nos dice que los efectos semejan a sus causas; la segunda afirma que las cosas, que una vez estuvieron en contacto, continúan actuando recíprocamente a distancia, aun después de haber sido separadas físicamente. Tanto Galileo como Newton estarían de acuerdo. Si en esencia magia y ciencia se basan en el conocimiento sustentado en la observación y la deducción, hay algo en lo que se divorcian definitivamente: el método. La primera intenta manipular mediante ritos; la segunda confía en la experimentación y la confrontación hipótesis-hechos.
La ciencia ha ganado su actual prestigio por derecho propio con resultados y venciendo inercias intolerantes o conservadoras. Sin embargo, enfrenta una situación muy peculiar: todos hablan de ella, pero pocos la comprenden; se hace uso de sus productos tecnológicos, pero se desconoce su funcionamiento; se le respeta, pero se le teme.
Ante la crisis de valores ético-morales de la era posnuclear resurgen el esoterismo y el fundamentalismo, se consolidan la ignorancia y el prejuicio. El supermercado espiritual crece, ya que el escepticismo propio de la ciencia no se comercializa fácilmente. El preciso lenguaje científico se ha convertido en jerga popular para legitimar supersticiones ancestrales: la tradicional dualidad ética bien-mal es sustituida por ``energías positivas y negativas''; alma, espíritu o aura metafísica se cambia por diversas ``vibraciones cósmicas'' o electromagnéticas; ángeles y duendes se identifican con extraterrestres en naves ultralumínicas; zonas sagradas o prohibidas por triángulos oceánicos donde las ondas hertzianas enmudecen; chamanes, médicos brujos o hacedores de lluvia encuentran sus pares en gurús, psíquicos o pastores.
Conservamos también, desde luego, la sempiterna astrología y los inmemoriales cultos satánicos, que no han sufrido cambios novedosos. Lo que se llamó esotérico, o sea lo oculto, ahora se vende en las librerías o se transmite ``de costa a costa y de frontera a frontera'' por radio y televisión. En otras palabras, de oculto ya no tiene nada.
``Nunca hasta ahora -nos dice A. Toffler- tantas personas de tantos países se habían sentido tan intelectualmente desvalidas, ahogándose en un torbellino de ideas encontradas, desorientadoras y cacofónicas''. El fanatismo o la ausencia del sentido común (el menos común de los sentidos), aunado al vertiginoso avance tecnológico, puede provocar actitudes muy peligrosas (viajes suicidas, darwinismo social, genocidio científico, etc.) que podrían regresarnos a la Edad Media, pero con cibernética. El proceso ideológico-evolutivo ha transitado de la magia a la religión, y de ésta a la ciencia, con riesgo de hacerla a ella también una forma mágica para las mayorías, que estarían dependiendo de novedosos sacerdotes de la nueva religión todopoderosa: la tecno-ciencia. ``Tarde o temprano -de acuerdo con Carl Sagan-, la mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara''. [email protected]