``rancheras'' mexicanas Hernán Rivera Letelier vivió desde pequeño el mundo de la pampa salitrera chilena. Obrero y empleado, ha escrito poemas, novelas y cuentos manteniéndose fuera del ``mundanal poder literario''. Nos llegó hace poco su novela La Reina Isabel cantaba rancheras. En ella se rescatan las memorias de las minas de salitre, sus fatigas y sus descansos en la tiniebla prostibularia (nada de angustias o sofocos y un bien medido aliento melodramático en los diálogos y descripciones) en la que Miguel Aceves ``gemía'', Cuco Sánchez aullaba y se cantaba a coro, y chocando las copas de ``pisco'', ``Ella'', de José Alfredo Jiménez. En un próximo número, publicaremos una entrevista que Ivonne Díaz hizo recientemente al escritor salitrero.
Rivera Letelier recuerda en algunos aspectos de su biografía al gran novelista y contrabandista en la cordillera, marinero en Valparaíso, impresor en La Serena, anarquista sin carnet en Santiago, viajero incansable y hombre corpulento y abrumadoramente generoso, Manuel Rojas. Su novela Hijo de ladrón sufre un injusto olvido. Lo mismo sucede con el resto de su obra narrativa. Viajando a su lado, Chile nos entregó sus mejores secretos: flores azules (copihues) entre la nieve cordillerana, unos ``locos'' impecablemente frescos, una ``centolla'' (los peninsulares la masculinizan; este es un error notorio) apenas salida del mar gélido, ofreciendo sus aromas de pecado y de muelle; una tarde frente a la Isla Negra; un ``pebre'' para cucharearlo y la costa norteña con sus arenales desplomados en el mar. Una vez, en México, Rojas profeta nos habló con entusiasmo del urgente triunfo de Salvador Allende, el socialista, el demócrata sin miedo y sin tacha. Anunció, además, su temor a la reacción imperial. Ahora recordamos sus predicciones al constatar que la caída de Allende (``si caeÉ digo, es un decir'') significó la entronización ya sin cortapisas del implacablemente cruel, injusto y tecnocrático neoliberalismo. Bajo la luz temblorosa de la cordillera, camina y desaparece el corpachón del gran novelista Manuel Rojas. En México guardan su memoria Emmanuel Carballo y este asombrado jornalero.
Hace poco recordábamos a la benemérita Editorial Zig Zag y sus hermosos librillos rojos, azules, verdesÉ En ellos leímos a Conrad, Andreiev, Arzibachef, el tan olvidado autor de Sanin, Millones y la novela precursora del existencialismo, El límite (Camus la cita con gran entusiasmo en una de sus cartas); Garin y los rumanos Sadoveanu y César Petrescu. Nos llegaba, además, una insigne revista, El Peneca (algunas veces escribían el nombre con k). Su presentador, un verboso perico, cumplía un ligero y simpático programa educativo, enriquecido por algunas tiras cómicas. Por esos tiempos, alternábamos las lecturas de ``pepines'' y ``chamacos'' con las del Billiken, la gran revista argentina que tuvo entre sus colaboradores a Horacio Quiroga. Además, venían de Buenos Aires las ingeniosísimas tiras cómicas tituladas; El otro yo del Doctor Merengue y Don Fulgencio, el hombre que no tuvo infancia. En ellas, el buen gusto de los dibujantes superaba con creces al embozado aliento psicoanalítico.
su historia
El Colegio de Jalisco nos manda sus últimas publicaciones, entre ellas el libro de José María Muriá sobre los límites históricos del estado. Me hizo recordar a mi abuela, jalisciense profesional, y a sus alegatas pintorescas sobre los ``cantones'' que se independizaron: Aguascalientes y Nayarit (hay legalistas a ultranza que hablan del ``jalisciense Amado Nervo''). Nos llega, además, la publicación sobre la pesca en Puerto Vallarta. Irremediablemente frívolos, su lectura nos regresó a los tiempos de los dos únicos hoteles: el Rosita y el Paraíso y a los sabores derrotados por la comida chatarra. Me refiero a unos enormes ostiones cocinados en un estilo cuasi ``Cajum'', a la interesante salsa de lima y pasilla, y a una suculenta sopa de ``cajos'' (la indolencia creativa de los habitantes de Punta Mita, ahora destrozada por el progreso, llamaba ahorrativamente ``cajos'' a unos cangrejos enormes parecidos a los ``jueyes'' de Puerto Rico y a los ``moros'' campechanos) aromatizada con un toque de epazote. Espero que Carlos Munguía guarde entre los recuerdos de su señora madre estas recetas ya casi olvidadas. HGV
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Sócrates camina por el escenario, sale de un lado y va a sentarse en una piedra. Discurre despacio, vagamente. Puede mirar para acá y para allá, porque Sócrates es curioso y muy perceptivo, o puede avanzar reconcentrado y meditabundo, porque es el pensador que todos conocemos. Esa es la situación. Ahora, ¿por qué sería equivocado que Sócrates saliera a escena, caminara aprisa y bien dirigido hacia la piedra y se sentara en ella con energía? Porque entonces no tendríamos a Sócrates, sino un business executive, un hombre atareado en las cosas de este mundo, una persona común y corriente que sabe a dónde va, no un Sócrates crítico, perplejo ante la complejidad de la vida, que sólo sabe que no sabe nada. ¿Sí? ¿Es esto cierto? ¿Basta una manera de caminar en el escenario, una cierta velocidad, para dar tanta cosa? Bueno, el espectador común percibe muy bien la diferencia. Un modo de caminar indica cómo es una persona. Sócrates no puede caminar aprisa, Sócrates no tiene prisa, por eso, en parte, es Sócrates. Estamos conversando de teatro. Yo no estudié teatro, ni literatura, en la escuela; fui aprendiendo por mi cuenta poco a poco, leyendo, oyendo a José Luis Ibáñez, y, sobre todo, escribiendo y montando obras de teatro. ¿Cómo se razona al hacer teatro? Esto es lo que quisiera mostrar. Porque después de quince o veinte montajes, a cualquiera le crece el colmillo teatral.
Sigamos. La pregunta a la que me dirijo es extraña: ¿cómo se dan cuenta el actor y el director de que caminar aprisa sería un error? ¿Qué mecanismos mentales se ponen en juego para determinar a qué velocidad debe caminar un personaje determinado en una escena determinada? En este orden de cosas todos somos sabios, pero nuestro saber (qué palabra tan horrible) no es discursivo, sino está, por así decirlo, en los ojos. Vemos y juzgamos al mismo tiempo. -No parecen griegos. -¿No? ¿Y cómo se movían y hablaban los griegos clásicos? -No sé, pero así no. Este saber o habilidad no es específico del juicio teatral: es nuestra habilidad de todos los días para interpretar lo que sucede, aplicada al escenario teatral. Así como todo perro sabe nadar porque, sencillamente, hace en el agua los mismos movimientos que cuando camina o corre en tierra, el espectador tiene habilidad para juzgar la escena porque juzga el escenario, exactamente de la misma manera que mira y entiende lo que sucede a su alrededor en la vida cotidiana. Pero esto no ayuda mucho porque inmediatamente preguntamos ¿y en qué consiste esta habilidad? La respuesta nos pone frente a la apreciación de la inmensa variedad de las acciones humanas. No nos apartemos del planteamiento inicial, ¿a qué velocidad caminaba Sócrates?, porque corremos el riesgo de que el alud de la diversidad humana nos aplaste antes de empezar. Pero hay que generalizar; consideremos la velocidad de las acciones. Un limosnero a la puerta de un templo. Una señora sale, se detiene, busca en su bolso unas monedas y las pone en la mano extendida del mendigo. ¿A qué velocidad se realiza esta acción. Todo depende, dirás. Bien, (1) ¿qué sucede si lo hace muy aprisa? Muy aprisa es signo de que algo le sucede a la señora. Tal vez (a) está angustiada, con extraños temores, o (b) está enojada; la cólera se expresa muchas veces acelerando la velocidad (poniendo con fuerza una taza sobre la mesa, caminando como bólido, etcétera). Ahora, (2) ¿qué sucede si lo hace muy despacio? Muy despacio es signo de que está resaltando la acción, le da importancia, deliberación. Entonces, (1) aprisa, resta importancia a la acción y remite a la interioridad de quien la realiza, (2) lenta, magnifica la acción y hace enigmático su significado (¿por qué es tan importante para ella lo que hace?) y (3) tenemos algo mejor: que hay una velocidad apropiada para la acción de dar la limosna, una velocidad no-llamativa, sin implicaciones laterales. Algo hemos aprendido con estas sencillas consideraciones. Un actor o un director podrían utilizarlo. Aplíquese lo dicho de la velocidad de la limosna a otras acciones como las siguientes (a) picar una zanahoria con un cuchillo, (b) decir ``creo, señorita, que está usted en un error'', (c) besar la mano de un niño, (d) marcar un número de teléfono. En las cuatro podemos hallar una velocidad apropiada y dos llamativas: una lenta, enigmática, vacilante, y otra perturbadora, rapidísima, nerviosa, vibrante de emotividad.
La resaca espiritual de la modernidad poética es la consideración del poeta como un simple manipulador de códigos, como un formalizador más, como un técnico. A eso nos ha llevado el culto descuidado de la poesía como un lenguaje específico. Y la poesía es, sin duda, una forma específica del lenguaje. Pero la adoración vacía de esa especificidad, digamos: la suntuosidad del signo, olvida que debajo de esa manipulación de códigos adoradores del sí mismo, aquí, en este mismo siglo, ha corrido demasiada sangre que ha servido como fermento espiritual para llenar de contenidos esa forma que se mira constituirse con una impavidez fría. Si el paradigma de la poesía del siglo es el descubrimiento de la especificidad del lenguaje poético y su capacidad de ser tematizada -el habla como motivo del habla- se trataría de un paradigma que en vez de ensanchar el marco de posibilidades de lo poético lo reduce. Fernando Pessoa dice que es la canción la que hace cantar. Pero una cosa es la canción y otra el simple decir. Vamos al mito: Orfeo pierde a Eurídice por volver la cabeza y por intentar reconocer, ascendiendo el Hades, quién realmente lo sigue. Por querer saber, nuevamente, se pierde el objeto del deseo. Luego canta. Pero para que ocurra ese después que lo convertirá en el cantor del mundo y en el poseedor de una sabiduría, ha ocurrido el sacrificio, la pérdida. El canto se levanta, según la tradición órfica, sostenido por el sacrificio. Y bajo ese cantar debe subyacer, no de manera temática, no en el sentido de decir: ``debajo de estas palabras hay un amor muerto'', una pérdida concreta que iluminará la forma de la canción. No hay narcisismo ni autocomplacencia ni regodeo en la materia porque esa materia se sabe -y ese es el saber de la forma poética- contaminada de manera irreversible por una ausencia que marca. ¿Qué conciencia hay de esa huella dolorosa en la poesía de nuestro siglo, que descubrió, como por arte de velocidad y de liviandad, que no había ningún sustrato bajo el poema, que una consideración así sólo es el alimento de una metafísica del acto poético? ¿Desde cuándo el poema consiguió esa libertad basada en el olvido de su propia dimensión espiritual, desde cuándo la forma renunció a la demanda de su propio alimento? No fueron, sin duda, las vanguardias históricas las encargadas de desaparecer el sentido de la poesía. La rebelión es contra un sentido, uno de los más cínicos que ha elaborado el hombre y que da forma al idealismo estético cuando se transforma en mercancía por la conciencia burguesa. Un golpe histórico asestado a la cara de la hipocresía no puede ser confundido con la negación del sentido, aun cuando Dadá insista en que ``es nada''. Esa ``nada'' de Dadá es un re-envío a lo increado, al terreno propicio para el sacrificio, es una propuesta de refundación. Lo que sobreviene a la propuesta de refundación es lo que mutila la aventura de la vanguardia cuando sólo es asumida en el nivel de su revolución formal, lo que habilita a la adoración de la forma por sí misma como si en ese gesto exclusivamente material se estuviera en presencia de la médula del actoÊpoético. No ver en ese gesto una restricción cómplice con cualquier ``exterioridad'' del poema -las masacres, los holocaustos, las muertes por hambre, la ininterrumpida desolación humana de todo un siglo- es no percibir el verdadero privilegio de la poesía que no consiste en la culpa por el cultivo de una especificidad aurática. El privilegio de la poesía es la asunción de una conciencia integral, totalizadora, que se sostiene en el dominio de una especificidad y no de un autismo, que se cifra en un seguimiento y en una responsabilidad: la de ``alejar el fin'', como dice De Azúa. Pero si ese ``alejar el fin'' consiste en el regodeo especular de ``verse objetivamente'' en la materia, del ``sujeto que se identifica con su objeto'' cuando ha perdido dimensión humana, entonces sí podemos decir que la poesía y su consistencia creadora han sido víctimas de la técnica en su fase industrial y serializadora.
El mes entrante me veré obligado a encadenarme a la Tribuna de la Asamblea Legislativa del DF. He probado varios tipos de cadenas sin concluir nada, aunque los candados serán Phillips del número 16, y creo que no me amordazaré, porque así es muy complicado fumar. El motivo de mi protesta es la presentación de un ``proyecto'' de ley para la ``defensa, fomento y desarrollo de la cultura del DF'', que un Diputado Bortolini mandó imprimir con letras doradas sobre fondo negro. Este hecho me llevó a leer el ``proyecto'', en vista de que el Mal siempre quiere pasar sólo por mal gusto. Y me encontré con que nuestros legisladores creen que existe algo como una cultura ``del'' DF que está en riesgo y es susceptible de protección. Dice el Diputado: ``Nuestra propuesta está dedicada (...) a la persona que a diario se ve agredida en su persona, en su familia, y en la ciudad que le es propia, por conductas y conceptos ajenos que ven en la obtención pecuniaria su único fin.'' ¿A qué se refiere? No lo sé; lo ``ajeno'' en la cultura es un término que remite a la exclusión del cuarteto de cámara a favor de la marimba. Es decir, a que existe una cultura ``buena'' y una ``mala''. Una exclusión que no tiene que ver con la cultura sino con el fanatismo. La referencia a las ``familias agredidas'' por ``conceptos ajenos'' nos remite a que, una vez más, alguien va a querer prohibir la falda arriba de la rodilla. Pero sigamos: hay una cultura ``buena'' (propia del DF) y otra ``mala''. ¿Cómo distingue entre ambas el Diputado? Para él, la cultura es ``fundamento de la nacionalidad mexicana, pero (sic) se particulariza al tomar en cuenta las circunstancias locales y fomentar la conciencia de pertenencia al Distrito Federal'' (p. 8). Se equivoca: el fundamento de la supuesta ``nacionalidad'' es la ideología, y no creo que se tenga que ``fomentar'', aunque sea en las ``circunstancias locales''. En todo caso, ese es tema, no de una legislación sobre cultura, sino de los reglamentos del saludo a la bandera -o al logotipo del DDF- en las primarias. La confusión crece cuando hace su única propuesta. Digo que es la única porque, a pesar de la verborrea, el centro de las decisiones reside en una estructura salida de quién sabe donde, cuya existencia nunca se justifica, y que termina por definir cuál es la cultura ``buena'', a quién se promueve, fomenta, exenta, y, por lo tanto, a quién se excluye: los oscuros ``promotores culturales''. stos son electos en asambleas, y, junto con el encargado designado por la delegación, son la mitad más uno de los inexplicables ``Consejos Delegacionales de Cultura'' que ``serán el órgano prioritario de consulta para cualquier acción de gobierno en materia cultural'' (art. 30). No salimos del asombro: se inventan unos brigadistas ``especializados'' y en nómina (art. 42) que promueven y ``democratizan la cultura'', que necesitan ser ``capacitados'' en ``universidades'' -sí, hombres licenciados en Promoción de la Cultura- o en centros ``dedicados a tal efecto'' (p. 14) -ahora el papel de la Asamblea Legislativa es inventar profesiones técnicas- y quienes, finalmente, son la mayoría de unos ``Consejos Delegacionales'', electos en asambleas, a los que todo el mundo tiene que consultar ``para cualquier acción de gobierno en materia cultural''. ¿Quiénes son estos promotores? ¿En ellos descansará la definición de la ``cultura buena''? Y este es el punto del Diputado Bortolini: ``Solamente podrán ser objeto de convenio los espectáculos, representaciones, y actividades que efectivamente tengan por objeto el beneficio de la comunidad, de acuerdo a los planes y programaciones que efectivamente se acuerden'' (art. 29). Eso, seguro lo copió de la Constitución de mi general Pinochet. Supongo que quien promovió el Capítulo Sexto se quiso adelantar a que -otra vez- le nieguen la beca: ``art. 29: En el DF todo individuo o grupo tiene derecho a participar en igualdad de circunstancias de los fondos que se establezcan dentro de los programas de fomento a la cultura que establezca el Gobierno del DF''. Confusión: ¿igualdad de oportunidades o de resultados? Veo hordas de performanceros clamando que su ``derecho a la libre expresión'' ha sido -otra vez- coartado por la famosa ``falta de espacios'' y las ``mafias culturales''. No, por favor. Pero más allá de mis pesadillas: el Gobierno electo no debe duplicar los programas de bequitas del FONCA. No más creación de creadores: ya todo el mundo que quiso tuvo su oportunidad -digo, ya hasta los asesores del PRI son ``novelistas''-; no hagamos una nueva cofradía de cobradores. Además de darles mi dinero a creadores creados, el Diputado quiere exentar de impuestos a los que trabajamos por honorarios, adscritos al régimen simplificado autoral. ¿Vendrían todos los artistas de provincia a residir en el DF para no pagar impuestos? Muy buena propuesta para fomentar la inmigración a la ciudad. Donde cobra uno, cobran dos. Pero no sólo: también habrá exenciones para las ``ferias y romerías populares''. Muy buena solución, Diputado, para el ambulantaje. Y es que, a la hora de las definiciones teóricas, el Diputado incluye como ``Patrimonio Cultural'' (art. 7) a ``los hábitos'' de los habitantes del DF. Esto le llevará a proteger los escupitajos de banqueta como manifestaciones culturales. Se otorgarán becas a los escupidores, siempre y cuando los aprueben los Consejos y sus promotores, y éstos terminarán por elegir al Diputado como su padrino. Pensándolo bien, creo que usaré candados de combinación.
El nuevo desorden mundial Entre las amenazas que infestan la cultura de fin de siglo destacan pandemias, invasiones extraterrestres, bacterias indestructibles, incendios apocalípticos y conspiraciones siniestras de todos tipos. Algunos de estos terrores pertenecen al ámbito de folclor, otros son fenómenos naturales fuera de control, pero unos más anuncian el nuevo (des)equilibrio del orden mundial. Un ejemplo de estos últimos son las recientes pruebas nucleares de la India y Pakistán, que han revivido para el siglo XXI un peligro que al término de la guerra fía imaginamos, si no eliminado, por lo menos suspendido. La reacción internacional a los nuevos arsenales atómicos del subcontinente asiático va de la denuncia histérica y las sanciones (especialmente por parte de Estados Unidos, un país que ha realizado más pruebas atómicas que nadie y que aún tiene el arsenal nuclear más grande del mundo) a la desaforada celebración fanática.
La falsa seguridad
Desde el comienzo de la era nuclear en 1945, India ha peleado tres guerras contra Pakistán, una contra China (en la que perdió parte de su territorio) y ha combatido a una variedad de movimientos armados separatistas y rebeldes. Desde entonces hay una guerra de baja intensidad en la frontera entre Pakistán y la India. Cuando el hostil clima de las alturas del Himalaya lo permite, los soldados intercambian disparos y obuses. De ambos lados de la frontera, esa guerra ha servido a políticos corruptos y ambiciosos para justificar cualquier exceso con el argumento de la defensa nacional. Como en 1974, ante la amenaza de una gran huelga ferroviaria, Indira Gandhi anunció la primera prueba nuclear ``pacífica'' de su país. Pakistán gasta más del 25% de su presupuesto en el ejército y la India el 14% (hay nueve soldados por cada doctor, escribe Pankaj Mishra en The New York Review of Books, 26/VI/98). Las pruebas realizadas por la India en mayo pasado quieren ser una muestra de poder y riqueza; no obstante, parecen una estrategia un tanto desesperada del atribulado Partido Popular Indio, el cual se encuentra en el poder desde marzo y está tratando de conservarse en el gobierno o por lo menos ganar tiempo. Por otra parte, es un hecho que China tiene apuntados varios misiles en contra de ciudades hindúes y es claro que varios grupos terroristas son subsidiados y entrenados por Pakistán.
La bomba devota
La bomba atómica es uno de los fetiches favoritos de las fantasías de James Bond, pero en la mitología de la modernidad es también un icono religioso, una manifestación del poder divino o por lo menos del misticismo de los héroes del pasado. El código secreto de la primera prueba atómica hindú era El Buda ha sonreído. La bomba de hidrógeno hindú se llama Shakti-1, una palabra que se refiere al poder del dios más importante de su religión, y el misil de medio alcance se llama Prithvi, como un poderoso gobernante hindú del siglo XII. Por su parte, el misil paquistaní que puede alcanzar varias ciudades enemigas se llama Ghauri, como el héroe musulmán que derrotó a Prithvi. Desde que Pakistán comenzó a insinuar que quería una bomba atómica, inmediatamente occidente la denominó la bomba islámica. De esa manera la bomba se convertía en algo más que un arma de destrucción masiva y se inscribía en la imaginación como una herramienta impía para aniquilar a la cultura judeocristiana. Es curioso que, como dijo el ministro de información de Pakistán, Mushhid Husain, nadie se refiera a la bomba hindú con el adjetivo vegetariana.
Amar la patria nuclear
Con las pruebas atómicas, ambos gobiernos lograron despertar sentimientos de nacionalismo entre las masas, que salieron a festejar ruidosamente el nuevo poderío nuclear. La mayoría de los medios de comunicación de esos países también dieron la bienvenida a las bombas. Mientras, los expertos en la materia no han logrado ponerse de acuerdo en tanto a las consecuencias de esta nueva escalada armamentista. Algunos piensan que terminará por convertir a toda la región en un polvorín atómico, mientras que otros creen que la amenaza nuclear impedirá nuevas confrontaciones y establecerá un equilibrio semejante al de la guerra fía. La CIA estima que la India tiene material suficiente para hacer cerca de 50 bombas y Pakistán para 12. No obstante, en occidente aún hay cierto escepticismo en torno a las afirmaciones de la India, especialmente debido a que los expertos dudan que la india haya detonado una bomba de hidrógeno equivalente a 43,000 toneladas de TNT (los sismógrafos detectaron una explosión menor a 25,000). Estas bombas, aparte de ser muy difíciles de fabricar (y más como ellos afirman: sin auxilio extranjero), tienen usualmente un poder equivalente a varios millones de kilotones. La primera bomba de hidrógeno estadunidense fue detonada 1952, en la diminuta isla del Pacífico Elugelab. La explosión, 700 veces más poderosa que la de Hiroshima (la cual era de 15,000 toneladas), simplemente desintegró el islote que medía alrededor de un kilómetro y medio de diámetro. Además, los hindúes han exagerado en el pasado; en 1974 declararon que su bomba tenía la misma fuerza que la de Hiroshima; hoy se sabe que en realidad era de apenas 2,000 kilotones.
La vieja nueva India
El actual primer ministro hindú, Atal Bihari Vajpayee, declaró que el poder atómico de su país sería únicamente defensivo y no se consideraba un ataque inicial contra sus enemigos. ``Durante 2,500 años, la India nunca ha invadido a nadie'', dijo el doctor A.P.J. Abdul Kalama, el padre de la bomba hindú (quien paradójicamente es de origen musulmán). No obstante, en las oficinas de algunos nacionalistas radicales del partido en el poder cuelgan mapas del Akhund Bharat, la antigua India, cuyo territorio se extiende desde la frontera norte de Afganistán hasta Birmania.
Naief Yehya
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