La semana pasada reivindiqué mi derecho al catastrofismo. Hoy quisiera hacerlo del ejercicio de la imaginación política. Los lectores de La Jornada están desplazando su interés del presente oscuro que vivimos a un futuro cada vez más amenazante. Por instinto percibimos que se aproxima el fenómeno circular de turbulencia, desinversión, fuga de capitales, decisiones exasperadas y tensiones frenéticas que llamamos la crisis de final de sexenio, que podría adelantarse un año a lo que resulta tradicional.
La primera crisis terminal fue la de Díaz Ordaz. Su autoritarismo llevó a un quiebre moral y político al sistema, del que no se ha recuperado. Echeverría ensayó la ``apertura democrática''. Sin embargo, para 1976 el sistema seguía operando igual. La deuda externa se había quintuplicado. La declinación monetaria de entonces no ha terminado. López Portillo hizo una reforma electoral. No cambió nada importante. Terminó el sexenio en 1982 con un desastre que destruyó las bases materiales de nuestra soberanía. De la Madrid inició una ``liberalización'', pero después se asustó y autorizó fraudes cada vez mayores. Terminó en 1988 en una desastrosa ``crisis'', de la que no hemos salido. Carlos Salinas quiso restaurar el sistema para su propio beneficio, e hizo cuatro reformas políticas tramposas. Terminó destruyendo el nuevo sistema financiero con el que pensaba modernizar al país y acabó en 1994 con la confianza en la recuperación. Zedillo, en su hora inaugural, impulsó una reforma que parecía radical. Hoy aparece como el ``hombre que no pudo hacer la transición''. Hay altas probabilidades de que su mandato termine peor que el de los cinco anteriores.
Asombra el carácter circular de los fenómenos y la recurrencia de ciertas características: 1) los presidentes son personajes cada vez menores; 2) es evidente la vinculación entre el autoritarismo concentrador y los desastres económicos; 3) las élites parecen incapaces de renunciar a su apoyo tácito al sistema y se van hundiendo con él; 4) la paciencia abnegada de las masas mexicanas privadas de futuro y el de sus hijos; 5) los gobiernos de Estados Unidos (que seguramente han percibido el carácter recurrente de estas derrotas y el peligro que representa para sus intereses y su seguridad nacional) no han ``urgido'' a nuestro gobierno, por cierto tan dúctil, para que termine esta larga y agónica transición.
¿Cómo inventar un futuro distinto de aquel al que parecemos condenados? Es importante imaginar. Aquellas cosas que imaginamos en cierta forma comienzan a existir. Dediquémonos un poco a las profecías dinámicas. El ejercicio de la profecía es muy placentero para el que lo ejerce, siempre y cuando nuestros ``públicos'' no cotejen demasiado severamente nuestros pronósticos con la realidad. Y es útil con tal de distinguir entre lo deseable, lo posible y lo probable.
Por ejemplo, todos quisiéramos que México remontara el sistema de crisis recurrentes. Estoy seguro que el presidente Zedillo lo desea vivamente. No quiere caer en el tobogán como sus antecesores ni terminar, como Salinas, exiliado en un pequeño y frío país perdido en el Mar del Norte. Al menos retóricamente las élites mexicanas y los países vecinos del mundo quisieran que volviéramos a crecer al 6 por ciento décadas enteras, que pagáramos lo que debemos y que nuestra moneda se volviera fuerte como en los años 60. Que aprovechemos el ciclo de prosperidad de 30 años que, según los futurólogos, se avecina.
Esto es un buen deseo, sólo sería posible que se hiciera lo necesario: si se abandona la teología neoliberal y los mitos geniales del ``mercado libre global'', y se aplican inteligentes dosis de proteccionismo e intervencionismo; si se contiene drásticamente la explosión demográfica; si se moderniza la administración pública; si se da vigencia a los procesos democráticos; si el gobierno organiza una reforma fiscal verdaderamente progresiva y desplaza inmensos recursos hacia la salud, la educación, el empleo, la comunicación y el combate a la contaminación.
Pero esto no vendría solo. Se necesitaría un gobierno electo con alta mayoría y con protagonistas mucho más visionarios y valerosos, un pueblo dispuesto a construir algo grande y una minoría rica dispuesta a sacrificar las ganancias al corto plazo por la prosperidad de décadas.
Habría que desmontar totalmente las relaciones perversas y viciadas entre el gobierno y los criminales, y construir acuerdos internacionales para contener los asaltos sexenales a las reservas nacionales. Revisar críticamente las relaciones con Estados Unidos.
¿Desvaríos? No lo creo. Imaginar algo es empezar a hacerlo posible. También tendríamos que imaginar lo que es posible y probable que suceda de no hacer oportunamente estos cambios. Les aseguro que no es una previsión risueña.