Carlos Alberto Pereyra Boldrini ingresa a la Facultad de Filosofía a fines de los cincuentas o principios de los sesentas y, de modo natural, se incorpora a los círculos políticos y culturales de izquierda, cuando ésta, luego del vallejazo de 1959, de la derrota del movimiento ferrocarrilero y el encarcelamiento de sus líderes, está muy al tanto de lo francamente simbólico de sus acciones. La caída del sindicalismo independiente, último bastión obrero de los marxistas, y el regocijo que en México provocan las glorias de la estabilidad y el consumo, despojan a la izquierda de la posibilidad de incidir en la realidad (la frase es típica, y de modo conveniente, suena a epitafio) y la vuelven en pozo de discusiones extenuantes y rencillas paradójicamente vivificantes. Lo milagroso del caso es el estado de ánimo de la generación de Pereyra (de aquellos que comparten ideas, actitudes y pasiones culturales). En vez de rendirse a la amargura o el desánimo, espacios de la consolación ofrecidos por el régimen, creen en las conductas significativas, se informan con método de lo que ocurre en política (en el caso de Pereyra con minucia maniática), y le imprimen a su militancia el sello de la utopía, entendida como la mezcla de lo revolucionariamente deseable y lo teóricamente concebible. (Al decir esto, pienso en Pereyra y en coetáneos suyos como Adolfo Sánchez Rebolledo, Carmen Fabregat, Rolando Cordera, Armando Bartra, Max Rojas y, una generación más tarde, Bolívar Echevarría, José Blanco, Luis Salazar, José Woldenberg, Raúl Trejo, que coinciden en diversas empresas, y en el uso del marxismo, ya no dogma ni guía para la acción, sino más bien técnica de conocimiento, pese a ciertas perturbaciones atmosféricas del maoísmo y al lastre aparatoso de esa petrificación que también resume Marta Harnecker).
Varios de estos jóvenes son mexicanos de primera generación, lo que les permite conciliar sin más trámite su internacionalismo radical y su preocupación más bien solemne por la nación. Pereyra, hijo de argentinos, y de un argentino trotskista, tiene entre sus amigos cercanos a hijos exiliados españoles, lo que se traduce en una lealtad por la República, menos extemporánea de lo que hoy parece. Lo aceptase o no, y clásicamente, Pereyra ve en las causas perdidas el brillo del ideal indestructible, y así no fuese lector asiduo de poesía, recuerdo por ejemplo su admiración por ``1936'', el poema de Luis Cernuda que describe su encuentro con un veterano de la Brigada Lincoln, veinticinco años después de la guerra civil. Cernuda escribe conmovido por la devoción del estadunidense que le apostó su vida a una causa:
Por eso otra vez hoy la causa te aparece
Como en aquellos
días:
Noble y tan digna de luchar por ella
Y su fe, la fe
aquella, él la ha mantenido
A través de los años, la
derrota,
Cuando todo parece traicionarla.
Mas esa fe, te dices,
es lo que sólo importa.
Gracias. Compañero, gracias
Por el ejemplo. Gracias porque me
dices
Que el hombre es noble
Nada importa que tan pocos lo
sean:
Uno, uno tan sólo basta
Como testigo irrefutable
De
toda la nobleza humana.
Cito en extenso el poema porque sintetiza bellamente una vertiente de Carlos, jamás ausente en su actitud aunque progresivamente eclipsada en sus planteamientos, la ``politización romántica'', si algún término hemos de darle, que le hizo valuar muy altamente la idea del militante que persiste contra toda lógica del ascenso social, y el sueño de la causa que sobrevive a sus derrotas sucesivas. Pereyra, y esto me lo ratifica su obra, se pensó a sí mismo como un militante, un filósofo, un intelectual, que en sus distintos desempeños le aportaba a cada una de sus vocaciones el impulso de las otras dos. No mezcló nunca, ni forzó puntos de vista, pero no escindió su actitud. Creía en el socialismo, y el que el socialismo no llevase visos de concretarse, ni le daba plazos a su esperanza ni lo hacía transitar de la desesperanza a la desesperación.
Como su generación de izquierda, Pereyra resintió la falta de un proyecto claro y unitario que organizase a una fuerza tan indispensable y tan pospuesta o tan insuficientemente representada en la historia contemporánea de México. Ingresa al Partido Comunista, se alucina brevemente con el maoísmo, se solidariza con la Tendencia Democrática del SUTERM (le entusiasmaba la capacidad de entrega de los partidarios de Rafael Galván, de los ``kilowatitos'', como les decía), interviene en la fundación del Movimiento de Acción Popular (MAP), le atraen los intentos organizativos de la Teología de la Liberación (a su convivencia de tres días en Torreón con curas y monjas, le otorgó características de un mito fundacional), confía en las posibilidades del Partido Socialista Unificado de México, lee con avidez todo lo referente al eurocomunismo, cree en y descree de la Revolución Cubana.
Y el conjunto de sus filias y sus adhesiones no traza en lo mínimo un carácter volátil o frívolo, lo que Pereyra jamás fue, quizás para su desgracia. (En vista de su profundísima afición por el cine, del que exceptuaba al mexicano en general y al de Joaquín Pardavé muy en particular, alguna vez le comenté, no sé si en broma, que al terminar cada función su grito invariable era ``¡Cácaro, exégesis!''). Más bien, en su deambular partidario, Pereyra expresó un conflicto: el de quienes, en la izquierda, muy seriamente, se proponen militar a largo plazo. Como todo ghetto político o cultural que ama sus encierros, el de la izquierda mexicana en los años sesentas aliviaba su falta de significación exagerando diferencias mínimas y repitiendo polémicas gastadísimas. Entonces, el tiempo de duración en la izquierda de la mayoría de sus integrantes no pasaba de cinco años, los del desfogue juvenil, el descubrimiento de la psicología levantisca, de la proyección altiva ante el espejo idealizado de la Historia. Luego venía la madurez, nombre preciso del verdadero proyecto a largo plazo, el de la prosperidad o, más adecuadamente, el de la tranquilidad suficientemente recompensada. Y en la izquierda sólo permanecían los puros, los confundidos, los burócratas, los idealistas pese a todo y los estalinistas de alma, furiosos con la Historia porque ni como testigos los solicitaba. ``No queremos que la revolución ocurra, nos quitaría el sentido vital de quejarnos por su tardanza''.
En sus años de estudiante y profesor joven, cuya pasión pedagógica lo llevó a dar clases en Toluca dos días de la semana, Pereyra habitó un espacio social y político gravemente disminuido por el vigor y el sopor del Estado y padeció con la irritación a que su buen talante le daba acceso; las reuniones y los pronunciamientos donde el sectarismo premiaba psicológicamente a los expulsados del poder real, se vivían las postrimerías de la lealtad a la URSS, y se iba y venía del nacionalismo revolucionario al internacionalismo alegórico. El abuso de los términos (``materialismo histórico, dialéctica, falsa conciencia'') apenas ocultaba la mentalidad catequística, y la certeza de lo imposible de la revolución facilitaba la idea de la militancia como el más gratuito de los actos. Ante el panorama opresivo y circular, Pereyra no se decepcionó y no confundió siquiera a la causa con sus partidarios más visibles. Y al negarse a asumir las situaciones coyunturales como hechos trágicos, se evitó el desgaste que con frecuencia termina en la persecución de las creencias que se han profesado. No fue un izquierdista furioso y probablemente por eso jamás desembocó en el anti-izquierdismo profesional.
A Pereyra el marxismo le resolvió su necesidad doble: de una doctrina científica y de una militancia encauzada por un saber específico. Si uno le oponía dudas a su proceder doctrinario, respondía con un amable: ``Sí, entiendo tus objeciones, pero lo que no me explico muy bien es tu ignorancia'', con el mismo ánimo tolerante que le hacía sonreír cuando yo lo presentaba: ``Carlos Pereyra, marxista pero decente''. Sí, él trabajó desde perspectivas marxistas en un medio donde la tradición al respecto consistía en unos cuantos maestros de excelencia (Adolfo Sánchez Vázquez, Wenceslao Roces, Eli de Gortari, César Nicolás Molina Flores), en una izquierda radicalizada por la mezcla de entrega generosa y analfabetismo teórico y en unos cuantos materiales de las nuevas vías de los franceses y los italianos (cuyo Partido Comunista alborozó a Pereyra). A las masas estudiantiles, el marxismo les funcionó por un tiempo como explicación somera del mundo, y Pereyra fue una de las figuras decisivas en ese triunfo académico del marxismo en los años setentas, y en la difusión de la obra de Louis Althusser, filósofo que lo apasionó al grado de su lectura sistemática, en este caso la más alta forma de pasión imaginable. Los textos de Pereyra de esa época se distinguen por su lucidez y su fervor didáctico, creyó casi positivistamente en la educación y en la autoeducación de la izquierda, y no le importaban en demasía las críticas a la sequedad de su lenguaje: ``Lo que hago quiere ser útil'', respondía de modo invariable.
La teoría le fascinó sin duda, pero ni siquiera Althusser y su almacén de complejidades ahogaron en Pereyra la voluntad del análisis de lo concreto (¡Ah, sus referencias domésticas a Karel Kosik!). Dividía con tal exactitud su tiempo que leía filosofía a las horas obligadas por su contrato académico, ni un minuto más pero tampoco un minuto menos, de noche se ocupaba de cine o literatura y al mediodía revisaba los periódicos para enterarse de huelgas en Saltillo, despojos agrarios en Navolato, debates legislativos en Oaxaca (no le tocó ninguno), y así sucesivamente. Su manía informativa lo condujo cada semana a La Torre de Papel, en Filomeno Mata, a comprar prensa de los estados, ``para no ser tan neciamente centralista como tú'', según su frase afable.
A Pereyra ciertamente le resultó costoso, anímica y políticamente, trabajar dentro de una izquierda que asimiló con tal lentitud la monstruosidad del socialismo real. Se distanció del sovietismo de los comunistas (que todavía en febrero de 1988 reciben un cheque de 250 mil dólares para su causa, cheque que justifican a nombre del internacionalismo proletario), se opuso a la consigna sacra del proletariado, ``única clase revolucionaria'', y fue muy crítico del marxismo oficial y las represiones a su nombre, pero no obstante eso debió cargar con una limitación severa, no culpa suya sino de la izquierda, que al no criticar frontalmente el universo totalitario en Moscú o en La Habana, desbarataba su vertiente humanista, algo central en el pensamiento de Pereyra. Pero admitió los costos, porque no se imaginaba fuera de la izquierda, en tanto movilización permanente por la equidad, la justicia social y las libertades expresivas, y porque su razón, lo fundamental en su autoapreciación, le entregaba con abundancia las pruebas de la monstruosidad del capitalismo. Y es el culto a la razón, sin ese término que no habría admitido por evocarle el reino del Terror y el 93, lo que le confiere la solidez a su obra, la coherencia que surge de entender que a las causas se les aporta también la generosidad de la inteligencia. Cuando daba cuenta de reuniones particularmente desastrosas, matizaba su justo encono con anotaciones pedagógicas: ``Esto pasa porque estos compañeros no han leído lo suficiente como para saber que no han leído nada'', o algo así. A este respecto, y dicho sea de paso, hoy no se puede ser antigobiernista como antes porque es imposible ser gobiernista.
El 68 modifica a Pereyra muy notoriamente. Le infunde la necesidad de batallas teóricas. Como muy pocos, fue renovándose con lecturas y con la observación de las actitudes de los grupos emergentes. Así, fue de los primeros en captar las aportaciones inmensas del feminismo y de algunos (nunca todos) de los movimientos contraculturales. También, le fastidiaba el uso, por así decirlo, lírico de algunos términos. En octubre de 1985, coordinado por José Carreño Carlón, sostuve con él un diálogo para la revista Punto, y allí se lanzó contra el uso irresponsable del término sociedad civil, cuya difusión a propósito de la respuesta a los terremotos me atribuyó porque quiso. Sostuve en el debate que el término prosperaría pese a su incorreción, y que la fuerza de las organizaciones y de la opinión pública le iría agregando sustancia, y Pereyra no estuvo de acuerdo: primero la exactitud, luego el desarrollo. El tiempo ha confirmado y ha desbaratado ambas constancias o profecías.
En la remembranza de los amigos indispensables, lo que se tiene que decir suele concentrarse en las anécdotas para no apostarle todo a la esencia. Sé que a Carlos le habría irritado conspicuamente el elogio anécdotico a su persona, un desvío ante la tarea más recompensante de discutir con detalle sus planteamientos. ``No soy el sujeto de tu historia'', quizás habría dicho, pero esta vez equivocadamente. En lo tocante a la trayectoria intelectual y al desarrollo coherente de la izquierda mexicana, Carlos Pereyra sigue siendo uno de los sujetos de nuestra historia.