Cuando hace unos años Jean-Francois Lyotard comenzó su conferencia conmemorativa de la Revolución Francesa con las palabras ``moi, un républicain'', pude darme cuenta de cómo y porque, allí y entonces -en mi ciudad-, nos hablaba una voz del mundo. ¿No había sido él quien nos había prevenido en contra de la impostación absoluta de los Grandes Relatos, incluido desde luego el de la libertad, igualdad y fraternidad que toda la alianza de la cultura francesa celebraba por aquellos días? Sin embargo, declararse así, ``yo, un republicano'', ante una audiencia de supuestos ciudadanos de una monarquía plurinacional, tenía un sentido distinto al de mero contraste. Lyotard hablaba sin duda desde una posición relajada en la que la República es el Estado democrático y el yo es el del ciudadano que piensa y practica la emancipación. Es en eso en lo que va por delante la Francia republicana, en que la formación de la ciudadanía se ha confiado al discurso de la filosofía moderna. A Lyotard aún no lo había capturado la enfermedad incurable que se lo llevaría, pero cuando hace meses amigos comunes me avisaron de su empeoramiento, recordé aquella ocasión en la que el filósofo francés había desplegado su panorama, no muy halagüeño: un futuro de alta competencia técnica y lingüística en el que las condiciones de la lucha por una vida mejor serían más que duras. Siempre nos quedará el Lyotard que desde el Colegio Internacional de Filosofía había mantenido sus distancias y diferencias con el capitalismo (desde los tiempos de su vinculación al grupo Socialismo o Barbarie), que había seguido difundiendo la tarea ilustrada de la emancipación, que se había hecho especialista en el gran padre filosófico de la modernidad -el alemán Kant- y que había abierto más el ambiente parisino a los aires y los modos del pensamiento anglosajón.
Si, Lyotard era una voz del mundo cuya labor podía ser especialmente aleccionadora para España y para los países hispanoamericanos, en los que la fiesta de la opinión tiende a ser acaparada por las carámbolas y avatares de los partidos políticos: pero no es así, las subidas y bajadas de los candidatos electorales no tienen por qué rellenar todo el espacio del interés y del ánimo preocupados por la cosa pública. Hay, además, que esclarecer con argumentos y con datos históricos la propia opinión, hay que contrastarla con la del adversario, hay que conceptualizar y agudizar los valores comunes de nuestras sociedades, hay que proyectar en el mundo nuestras versiones de la civilidad. Si no ya en otra cosa, al menos en esa la Francia ``jacobina'' sigue siendo modelo: cómo cuidar con eficaz ambición de los propios institutos e instituciones de filosofía y de cultura. El Estado democrático no debería dimitir de esa labor canalizadora del pensamiento, y más en un país tan ``girondino'' como España, ganoso de su pluralidad lingüística y cultural pero descuidado a la hora de exhibirla, explicarla y proponerla como modelo posible; un país desorganizado y disperso también a la hora -en fin- de difundir el pensamiento español.
Porque ¿quiénes son las voces hispanas en el mundo? Esa simple reflexión se cruza con el homenaje necesario al mexicano Octavio Paz, la otra alta figura del intelecto recientemente desaparecida. No es sólo que Paz haya logrado hacerse un punto de referencia inexcusable, por méritos propios, en la cultura de la vanguardia del siglo XX. Es que además ha heredado de Jorge Luis Borges un papel muy específico: es el principal escritor de cuantos alimentan hoy todavía lo que podíamos llamar el lado y el toque hispanos de la alta cultura literaria y ensayística mundial. He tenido la suerte de saludar personalmente alguna vez al autor de El arco y la lira. La última creo que fue durante una recepción de los premios Príncipe de Asturias, en la que él se mostraba ya quizás algo sumido en la recapitulación de su vida. Pero como lo bueno de los premios es que no sólo honran a quien los recibe sino también a quien los concede, puede decirse que el discurso del premiado Octavio Paz, en aquella jornada, fue de los más honrosos. Y no era para menos, hablaba una de las voces del mundo. Una voz hispana.
¿Pero cuáles son las otras? Hagamos el esfuerzo de alzar nuestra vista hacia el círculo restringido de quienes son ``populares'' poseyendo un discurso creativo, teórico y público que obtiene crédito y audiencia lo mismo en las instituciones internacionales que en las universidades o en los medios de comunicación. Extinto Octavio Paz, a mí sólo me salen, seguros e indudables, por mucho que me esfuerce, otros tres personajes: Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Otro mexicano, un peruano y un colombiano. Los tres novelistas y los tres políticos en sentido amplio.
Podrán discutirse casos fronterizos (pienso en Ernesto Sábato, en Guillermo Cabrera Infante, en Rigoberta Menchú), pero lo sorprendente es que, sintiéndolo mucho, no hay en esa lista restringida ninguna voz española. ¿Es que no hay gente buena, incluso magnífica -hombres y mujeres- entre la civilidad intelectual de España? Sin duda que hay muchísima, pero por los motivos que sean esa gente está a lo suyo y no posee, al menos todavía no, una voz mundial. Hay autores jóvenes que están empezando ahora a multiplicar ediciones de su obra en multitud de idiomas, están las figuras señeras y venerables que vienen ejerciendo su magisterio desde los años treinta y están las que ocupan un circuito mundial, entre ellas algún premio Nobel, pero reducido al plano literario. Hay quien recorre con ahínco los intrincados tópicos de su nacionalidad y hay quien explota las sutilezas de la cultura clásica española, ya sea en su Edad de Oro o de Plata. Existen sin duda profesionales estupendos que son unos hachas en su especialidad, y activistas civiles que añaden argumentos irrebatibles a sus militancias respectivas. Pero todos ellos son en diversos grados unos local boys, gente de casa cuya influencia más allá de la piel de toro no es la requerida para el caso.
¿Es esta una situación deseable o acaso indiferente? A ciencia cierta no lo sé. Pero si sé que muy pocos de nuestros conciudadanos y conciudadanas españoles serían capaces de colocarse en la onda mental necesaria para pergeñar un discurso hispano y planetario a la vez como, por ejemplo, El abrazo de las culturas con el que Carlos Fuentes recibió en 1994 su premio Príncipe de Asturias. Y sé, asimismo, hasta qué punto estamos alejados de una verdadera comunión e intercambio con la cultura hispana de América y de Estados Unidos. Cualquiera que esté en el ajo sabe lo poco que pinta aún la nueva cultura española en los sectores dinámicos de América, desde luego menos que la francesa o incluso que la alemana, italiana o británica. Los únicos sitios de Santiago de Chile, Buenos Aires, Bogotá, Caracas o la ciudad de México en los que a lo mejor pintamos algo son las casas regionales (de gallegos, asturianos, canarios, vascos, etcétera), pero, claro, cada uno en la suya y nada en las de los demás...
Si no se rehace y reconduce con vigor esta situación nos encontraremos abocados a lo del chiste de Oscar Wilde pero a la inversa. Decía el genial irlandés que Inglaterra y Estados Unidos eran países semejantes en todo, menos en el idioma. Cuestión de acento. Pues bien: España e Hispanoamérica parecen semejantes por el idioma castellano, pero ¿no será que en realidad son notablemente distintos en todo lo demás? De momento una cosa es evidente: la voz hispana en el escenario de la cultura mundial no es española. Y esto hasta el punto de que tendríamos que pasar a un nivel distinto y muy institucional si nos empeñáramos en encontrar, a pesar de todo, esas voces del mundo: es claro que su majestad el rey sí que tiene esa voz española en el mundo, lo mismo que, probablemente, Felipe González. Pero poco más. Fuera de ellos, quienes llevan desde España con mayor autoridad la voz cantante en el mundo son Plácido Domingo, Monstserrat Caballé y demás compañeros operísticos. No es la voz del concepto, pero la clase intelectual debería de aprender de ellos técnica y trucos. No puede haber tanta diferencia...
*Lluis Alvarez enseña estética y filosofía en la Universidad de Oviedo, España.