Hay infinidad de formas y sistemas de lectura; todo estaría en que lo que buenamente cayera en manos del posible lector fuera de altura, o de las alturas. Hace un par de noches desde la recámara oí que algo caía en el pasillo. Me acerqué y vi un libro sobre el tapete, parado, podría decir, por el canto, las tapas y las páginas ligeramente abiertas por el medio, de manera que el libro a mis pies parecía un techo de dos aguas.
Se trataba de uno de los tomos de una guía de literatura inglesa, The pelican guide to english literature. La sorpresa fue motivación suficiente para hojearlo y detenerme aquí y allá. Me llamó la atención que las razones que justificaran libros de este tipo se hubieran establecido cuando se establecieron: porque, si en vez de la fecha en que apareció esta guía se pusiera la de hoy, dichas razones tendrían que ser las mismas.
Es decir, creer, en 1957, que hay básicamente dos tipos de lectores, los que profundizan y pretenden aprender con placer a través de la lectura, y los que se satisfacen con resúmenes, titulares o, lo casi inconcebible, tiras cómicas, best-sellers, o libros condensados e ilustrados; y que, por lo tanto, sea a ambos extremos, y la gama entre unos y otros, a la que haya que atraer, en su beneficio, de la misma manera, es, ¿o no?, aplicable cuarentaitantos años después. Estimularlos, a través de una guía, a leer por ellos mismos con más información y, por lo tanto, con mayores posibilidades de atención y, una vez más, placer.
Como orientación en cuanto a qué es, precisamente, lo que habría que remediar, el compilador de esta guía, Boris Ford, cita a L. H. Myers: ``La profunda vulgaridad espiritual que yace en el centro de nuestra civilización''. Y, en vista de que T. S. Eliot colaboró en algún capítulo de la guía, podemos confiar en que el nivel no tuvo que descender al subsuelo, y por más que la guía pretendiera llegar a los dos tipos opuestos de lectores, se mantuvo la idea de que el trabajo lograra reestablecer un sentido alto de la tradición literaria, y no dejarlo caer más abajo, ni, mucho menos, cada vez más abajo. Como principio, en estos términos, rigió el de no dar por sentado el prestigio de ningún autor incluido, y están todos los que han significado algo en la Historia de la literatura inglesa, sino volver a analizar a cada uno, para volver a evaluarlo como parte de la herencia.
La guía toma tan en serio la literatura que, sin insinuar que su estudio llegue nunca a hacer las veces de una filosofía o de una religión, sí consigue que su estudioso se forme y, a través de ella, tenga una actitud determinada en la vida. Y esto es algo que emociona; ¿o no? A mí me ha costado mucho trabajo aprender, y, como sé que lo que he aprendido, ha sido en buena medida a través de la lectura, es natural que otorgue valor al hecho de leer. En calidad de escritora, doblemente; pues escribir es otra forma de cursar la universidad. Cuando necesitas saber algo para tu propio trabajo, lo investigas mejor, y lo olvidas menos fácilmente.
Aprender a leer es tan difícil, que se agradece todo lo que facilite la tarea. Y me refiero a la lectura que entretiene y divierte; porque me refiero al lector que quiere aprender, al que busca ``enriquecer su imaginación'', como señala Boris Ford, y ``aclarar sus pensamientos y sus emociones'' con gusto. Más que consultar, en este sentido habría que leer diccionarios, enciclopedias, libros de referencia, guías. Y recordar formas de presentación de los libros básicos del conocimiento, o de la literatura, para que el lector se enfrente a ellos como a algo en lo que va a triunfar, y no como a un quehacer del que va a salir derrotado antes de empezar. Por ejemplo, el Quijote en fascículos por capítulos, o incluidos en una publicación periódica, como serie.
Mi hermana hacía una investigación en Boston, en días pasados, y se benefició con el sistema de lectura de las Tres Erres. En algunas estaciones de Metro hay bibliotecas en estantes que se anuncian así: R. R. R., que en inglés representan: Ride, Read, Return, y que en español equivalen a Viaje (con el libro), Léalo, Regréselo. Claro, al ser Boston una ciudad universitaria, es imaginable que la provisión de libros de las Tres Erres sea interesante. Pero en sistemas de lectura, repito, se encuentra de todo. El que funciona por intercambio no es nuevo, y se extiende. Lo hay en cafés de las playas más frecuentadas, en salones de lectura de algunos hoteles, en hospitales, en aceras de las calles en las que hay, al lado o en frente, librerías. Tome uno, deje dos.
Y ya en el siglo XIX, aquí en México, hubo un gran promotor de la lectura. Fue José Joaquín Fernández de Lizardi, el pensador mexicano, autor de El periquillo sarniento. Recordaré que en un momento dado de su lucha contra la desinformación, abrió una sala de lectura gratuita, para poner a disposición de los interesados libros, periódicos y folletos con tema revolucionario.
Como el volumen de la guía que cayó de las alturas a mis pies es el que va de Dryden a Johnson, tomo unas palabras de Johnson para cerrar estas líneas: ``Es más frecuente que al hombre se le recuerde y no que se le informe'' lo que hay que saber. Gesto de humanista que, y de qué manera, se agradece.