Después de realizar las adecuaciones constitucionales pertinentes hace unos días, el Congreso oaxaqueño está por aprobar, con mejoras sustantivas y positivas, la iniciativa de ley de derechos indígenas que remitió el gobernador Carrasco Altamirano hace unas cuantas semanas.
De esta ley se ha hablado mucho, pero no se le ha hecho justicia en sus virtudes ni en sus deficiencias. En efecto, sus virtudes son muchas pero hay que aquilatarlas, lo mismo que sus defectos.
Entre las virtudes evidentes se encuentra la definición de conceptos cruciales como los de autonomía, territorio, pueblos, comunidades, derechos individuales y sociales, normas internas, todos referidos a la vida indígena. Con ello se remonta y disipa la controversia que esos conceptos han suscitado a nivel federal; empero, no quiere decir que tal avance represente una demostración política superior del gobierno estatal sobre el federal.
El texto oaxaqueño pudo lograrse merced a un proceso específico, singular, que no tiene parangón a nivel nacional ni puede tenerlo. Por ser el estado con la mayor población y número de grupos étnicos del país, y que allá son mayoría, Oaxaca dio cabida a una consulta indígena profunda que reunió consenso y apoyo a la iniciativa. A nivel federal deben ser otras las vías para pulsar y conseguir el consenso necesario, simplemente porque a nivel nacional la mayoría de la población no es indígena. Y bueno, se tiene una guerra en Chiapas.
De otra parte, existen en Oaxaca antecedentes jurídicos que no son posibles a nivel nacional, por ejemplo, el reconocimiento del tequio o los usos y costumbres electorales, que resultan ajenos incluso a muchas otras etnias del país, más aún a la comunidad no indígena de México.
Sin duda la mayor virtud de la iniciativa oaxaqueña es que allana la vía histórica para la reivindicación de las comunidades indígenas de Oaxaca, pero flaco favor se le hace al manipularla para tratar de evidenciar que el gobierno federal está en falta. A fin de cuentas, la ley indígena de los oaxaqueños debe contemplarse como un complemento y apoyo, tal vez como referencia importante, del esfuerzo que debe realizar el gobierno federal en la materia, pero no como contrapunto. A nadie sirve ese ejercicio de afán amarranavajero.
En el horizonte de las deficiencias de la ley se pudiera poner sobre la mesa su calendario. Siendo oportuna, hubiera sido oportunísima hace un año, ya que a nivel estatal existía aún un gobierno con bastante tiempo para aplicar y consolidar la ley a plenitud, en tanto ahora reposa en una administración con escasos meses de vida y poco tiempo para trabajar la reglamentación correspondiente.
En una perspectiva nacional, la contribución oaxaqueña hace un año hubiera sido verdaderamente crucial, sin la dramática descomposición a que se ha llegado en el conflicto chiapaneco y el empantanamiento legislativo y político sobre temas indígenas. La insensibilidad o la arrogancia o la ignorancia --o todo junto-- de la Secretaría de Gobernación entonces, explica el desfasamiento de la legislación oaxaqueña.
Como sea, la ley oaxaqueña es una expresión profunda, real, del federalismo que se pregona. De nada sirve regatearle virtudes o defectos, o convertirla en cuchillito de palo contra el gobierno federal o estatal. Procede, sí, afianzar sus pilares políticos, elaborar un reglamento a la altura de la ley y no perder de vista, sin racismos ocultos ni folclorismos de banqueta, lo que importa: la voz y la vida de los indígenas, en sus términos, con el reconocimiento y el respeto que todos les hemos negado y que hoy Oaxaca reivindica en una ley extraordinaria que es menester convertir en realidad política y social de todos los días.