A Florencio Sánchez Cámara, In memoriam
Con dedicación y no poca violencia, el presidencialismo mexicano de la posrevolución fue edificando persistentemente los apuntalamientos de facto, que permitiéronle concentrar el mando político en el poder Ejecutivo, a fin de garantizar eficacia a las élites económicas locales y extranjeras que lo gobiernan desde su fase militarista Obregón-Calles hasta nuestros días, con la brillante excepción de Lázaro Cárdenas.
Para cimentar su poder político opuesto al Estado de derecho y a la nación, el presidencialismo se valió de un doble proceso corporativizador. En lo interno lo hizo con la sociedad política al sujetar las distintas instancias federativas, estatales y municipales a la voluntad del señor presidente, y asegurar su continuidad a través del dedazo entre un titular y su sucesor. La sociedad civil fue corporativizada de dos maneras: los partidos políticos se utilizaron para simular elecciones favorables, y lo mismo se hizo con las clases trabajadoras y patronales. El Presidente quedaría entonces en la cumbre de un sistema corporativizado en la mayoría de sus aspectos públicos.
Pero ese agigantamiento del presidencialismo no hubiera ocurrido sin los apoyos de la Casa Blanca estadunidense, encargada de defender a cualquier precio las inversiones de sus empresas multinacionales, con el propósito de ajustar la conducta del gobierno mexicano a las estrategias del capitalismo mundial representado por el Tío Sam. La enseñanza fue muy ilustrativa; desde que el gobierno estadunidense logró que Obregón incumpliera el artículo 27 constitucional a cambio de reconocerlo, supo que la expansión global de la economía metropolitana dependía de subordinar a las autoridades extranjeras en cuyos países abundaran tanto materias primas como altas ganancias financieras. Ya que el poder material externo se infiltra a través de minorías locales, el presidencialismo mexicano entendió desde su acunamiento que sin estas minorías y sin aquel poder, o sea sin el gobierno norteamericano, su imperio dejaría de existir.
¿Qué es lo que ha sucedido en nuestro tiempo? En la medida en que las contradicciones entre el presidencialismo y la nación se agudizan, la sociedad civil quebranta ataduras corporativas y toma conciencia de su papel en el área política como defensora de los valores nacionales, procesos liberadores estos que en los últimos tres lustros lograron descubrir los pies de barro en que se sustenta el faraónico presidencialismo desvelado en su vacuidad por el EZLN, hacia enero de 1994. La guerra se volvió paz cuando el EZLN depuso las armas en acatamiento a la sociedad civil, e inició un diálogo con el gobierno orientado a la redignificación de la vida nacional en un marco de justicia y democracia. Los acuerdos de San Andrés Larráinzar son únicamente punto de partida que el presidencialismo rechazó a pesar de haberlos consentido, y desde entonces la violencia bélica con su paramilitarismo y contraconstitucionalismo se ha enseñoreado, con efectos gravísimos. Un presidencialismo sin pueblo ni legitimidad, y sustentado solamente en las armas puede causar las devastadoras explosiones que alarman al Tío Sam, según palabras de su jefa de Estado (La Jornada, no. 4951), poniendo en vilo a un gobierno que mira cómo caen en pedazos sus tradicionales sustentos corporativos. Haciendo a un lado los peligros del golpe fascista al estilo Fujimori, por ejemplo, el presidencialismo vive seguramente en un dilema: o doblegarse a las demandas libertarias, justicieras y constitucionales del pueblo, o agarrarse del aire y esperar su inevitable extinción. ¿O será de otro modo?