Las noticias provenientes de Chiapas y Guerrero son como termómetro del calentamiento de la situación en el país. No digo que sea lo único que deba preocuparnos, pero es lo más grave, sin duda. Las matanzas de las últimas semanas --injustificables desde cualquier punto de vista-- confirman que hemos entrado en la ruta de la confrontación a secas, dejando atrás la búsqueda de salidas políticas a problemas que parecen insolubles. Se habla mucho de diálogo, pero nadie parece tomarlo en serio.
Puede ser que la sociedad urbana no vea peligros mayores en episodios aislados y lejanos como los que tuvieron lugar en el municipio de Ayutla, pero es un hecho que si no se atienden a tiempo y a fondo las reclamaciones de los pueblos en vastas regiones del país, estaremos ante el comienzo de una etapa de inestabilidad con violencia, que puede prolongarse con las previsibles consecuencias nefastas hasta contaminar la vida pública en su totalidad.
Si la lógica de la violencia adquiere carta de naturalidad, nuestra larga e inconclusa transición a la democracia recibiría un golpe letal hasta hacerla imposible. Por eso resulta cuando menos sorprendente la política del avestruz que practican algunos sectores dentro y fuera del gobierno ante la presencia de un amplio movimiento armado en Guerrero y otros estados de la República. Su insensibilidad, sustentada en la confianza ciega en la fuerza del Estado, ilustra, paradójicamente, la magnitud de los riesgos.
Es preocupante que en plena transición a la democracia aparezcan focos rojos de violencia e ilegalidad, pero igual debe inquietar que este resurgimiento ocurra en los estados más pobres y miserables del país donde se repite, en ciclo ominoso, la misma situación.
Hace un cuarto de siglo Guerrero vivió, o mejor dicho padeció, la primera tormenta guerrillera del México institucional, no obstante el desarrollo estabilizador y la plena modernización con justicia social que los tiempos prometían. Murieron Lucio Cabañas y Genaro Vázquez; la guerrilla rural fue derrotada en toda la línea y, sin embargo, pasados los años los herederos de ese movimiento --apoyados por los mismos campesinos y reclutando sus hombres de fila en las mismas escuelas pauperizadas de la provincia-- reaparecen en un escenario que estaba olvidado pero no había desaparecido. Lo que vemos hoy es que esos grupos --por mucho que provengan de la prehistoria de la izquierda-- tienen una base social campesina y extensas ramificaciones urbanas.
Puede ser que persistan en ellos las tendencias mesiánicas y militaristas del pasado más anacrónico, pero es evidente que en Oaxaca, Chiapas o Guerrero las cosas, en general, tampoco han cambiado sustancialmente desde los tiempos de la guerrilla, al menos no lo han visto así capas enteras de la población, entre las cuales está la sociedad indígena. Hay que ver esos pueblos mixtecos en La Montaña para saber que allí el hombre se despide de toda esperanza.
Ya no es fácil que alguien oponga hoy la vía armada a la democracia como el recurso para cambiar el orden político, pero quienes piensan así, aprovechan a su favor la persistencia de un orden injusto y desigual que no entra en el cálculo estratégico de los partidos nacionales. La democracia es un gran alivio, sin duda, al permitir que los ciudadanos, sin distinción, se organicen y elijan a sus representantes. Descontando el avance democrático de los años recientes, Guerrero sería un polvorín. Pero en las condiciones concretas de algunas regiones del país ese avance no es suficiente. El poder local tiene que redistribuirse de otra manera, atendiendo a necesidades que nunca se tomaron en cuenta, aunque eso signifique modificaciones imprevistas en las leyes fundamentales. Y, más allá de cualquier reforma en esa dirección, que es imprescindible, hace falta algo más elemental todavía: impedir que el país siga de espaldas a la miserable situación de millones de pobres en el campo y la ciudad. O la realidad se cobrará esa cuenta.