Ahora vuelven a echarle el guante a ese hombrecito envaselinado que sumió a su país en una noche negrísima. Videla dejó el mapa argentino lleno de charcos de sangre masiva e injustamente derramada. En una respuesta que la historia ha querido tardía y mínima, algunos manifestantes expresaron su ira sobre el coche en que el ex dictador fue llevado a prisión y dejaron el vehículo pringado de huevos y tomates. ¿Y eso es todo? ¿Una yema por cada diez mil seres humanos? ¿Una rebaba de tomate por cada mil sesiones de tortura? ¿Una celda con televisor a cambio de los que fueron arrojados al mar, desnudos y anestesiados?
Vamos a ver. En Bolivia, a principios de los años ochenta, Marcelo Quiroga Santa Cruz había intentado llevar a Hugo Bánzer a un juicio político para que respondiera por los crímenes de su dictadura.
Poco después, los militares asesinaron al dirigente socialista y hoy Hugo Bánzer es un converso del gorilato a la democracia, está trepado en el poder Ejecutivo de su país y sigue impune. Pinochet sigue impune y es senador. Stroessner sigue impune. Ríos Montt está impune, activo en la política guatemalteca y apostándole a la presidencia. Son sólo ejemplos.
Hace casi tres lustros, en tiempos de Raúl Alfonsín, los máximos jerarcas de la dictadura militar argentina fueron procesados y encarcelados por el fiscal César Strassera en lo que constituyó un primer acto judicial y legal (ya antes habían sido asesinados con espíritu justiciero dos de la dinastía Somoza) contra la impunidad de Estado en América Latina. En esa ocasión, Videla y sus cómplices fueron juzgados por una fracción ínfima, pero emblemática, de sus crímenes. El juicio fue respirado como una garantía y como una esperanza, pero el consenso democrático contra los criminales de la guerra sucia se erosionó, el Ejército ladró y enseñó los colmillos, vino la ley de ``obediencia debida'' y, después, el indulto de Carlos Menem a los genocidas.
Ahora la globalización de --entre otras cosas-- la justicia ha llevado a la apertura, en Europa, de media docena de juicios contra los sanguinarios colegas de Videla. En esta ocasión, Carlos Menem optó por desamparar al torturador y éste volvió a quedar tras los barrotes, con su bigote encanecido y su carita de que no mata una mosca. Ya no está acusado del puñado de homicidios ejemplares que Strassera puso encima de su expediente: ahora la causa en su contra es por secuestro de recién nacidos.
¿Una piedra, una injuria contra Videla por cada bebé al que dejó sin padres y entregó en adopción a las familias de los torturadores? ¿Es suficiente con que pase lo que le queda de vida en una jaula para pagar sus crímenes? ¿Pena de muerte para Videla?
Hace dos décadas, en las tertulias febriles de la militancia y la simpatizancia, y al calor de las guerras sucias, se ponían a debate los castigos adecuados para pinochets y videlas y bánzers en caso de que cayeran en manos del pueblo: fusilamiento, castración, horca, cocción a fuego lento. Hoy toda esa pasión vengadora resulta ingenua y sus propuestas son a la vez insuficientes y excesivas, y además dan náusea.
Las sociedades de América Latina tienen hoy ante sí la obligación de castigar a los muchos videlas que en su territorio son y han sido, pero deben impedir que las sanciones las hagan parecerse a ellos. Para preservar el futuro de la civilidad, es preciso encontrar las formas de sentar precedentes inequívocos para los tiranos sanguinarios.
Pero no es aceptable soñar con paredones, con ollas para hervirlos o con cuchillos para mutilarlos. Morir en el tormento sería el triunfo póstumo de los torturadores. La sociedad no puede renunciar --por mero instinto de sobrevivencia-- a la perspectiva de la rehabilitación ni sucumbir a unos afanes de venganza que, en el caso de Videla y sus congéneres de todo el continente, están más que justificados, pero que en los tiempos que corren resultan tan ineficaces como unos pocos huevos y tomates que se estrellan contra un parabrisas, hacen ``plof'', provocan un rabioso rechinido de muelas en el ocupante del vehículo y aumentan la carga de trabajo del que lava los coches en la comisaría.