La Jornada Semanal, 14 de junio de 1998


Joaquín Antonio Peñalosa

crónica

Con Pepita Jiménez viuda de Othón

Joaquín Antonio Peñalosa, poeta, crítico, sacerdote, maestro, nos describe a la viuda de Othón, Pepita Jiménez, en su casa que olía a incienso y era visitada por el sonido de las campanillas de la misa agustiniana.



Nos veíamos, a veces, en las calles de piedra y de saludos, porque todos nos saludábamos en la ciudad íntima y doméstica, sobre todo en los Portales de la Plaza de Armas, donde los potosinos solían entablar largas y donosas pláticas. Las buenas lenguas decían que algunos madrugaban para tener más tiempo de platicar en los Portales.

A veces, la visitaba en su casa. Su casa que olía a incienso, y se oían campanillas en las recámaras, porque estaba detrás del templo de San Agustín y de su torre. San Agustín no lo fuera sin su torre, la más florida de la ciudad y de muchas leguas a la redonda.

De Pepita, la viuda del poeta mayor de San Luis Potosí, conservo tres espléndidos obsequios: su afecto, la mascarilla de su esposo -hay otra en el museo potosino de Antropología- y el bastón del escritor. Un bastón viejo y pobre, el bastón del cazador con olor a himno de los bosques o el bastón del amigo andariego, que no faltaba a las visitas, fiestas de cumpleaños, bodas y tertulias de anís y de palique. Era un bastón ``andante sostenuto''.

Aquello era de letanía cada vez que la miraban: tan bonita y con nombre tan feo. Su padre se oponía a que la llamaran Josefa, y los parientes, que suelen adelantarse como los relojes, proponían para el bautismo el nombre de Esther. Pero su madre, Doña Atilana Muro, al fin mujer, se salió con la suya. Y la niña fue Josefa hasta que murió. Es decir, apenas lo fue. De los versos de su marido, Manuel José Othón, surgió una Esther entre bíblica y romántica, como entre los labios de sus amistades se encarnó en una deliciosa Pepita casi de oro.

Nació en Guadalajara de Jalisco: el sol, los tabachines, los barquillos de nieve de la catedral. Fue un 28 de noviembre de 1858. El mismo año en que nació el esposo. Pepita, claro está, se ahorraba algunos años, que fue lo único que la pobre pudo ahorrar en su vida.

Su padre, el licenciado don Jesús María Jiménez, oriundo de Ojo Caliente, de Aguascalientes, para que no haya duda de lo cálido, fue un hombre inteligente y sagaz, aunque se dedicó a político y ya entrado en estos vericuetos llegó a secretario de gobierno del estado de San Luis Potosí.

Pepita fue la menor de siete hermanos: Dolores, María Guadalupe, Antonio, María del Refugio, Jesús María, Carmen y Enrique. Dolores la llevó a la pila bautismal. Dolores fue mujer inquieta y andariega, con ribetes de zapatista y de poetisa, discurso de las armas y de las letras en versión muy típicamente mexicana.

A los cuarenta días de nacida, como en la ley de Moisés, sus padres trajeron a Pepita a San Luis Potosí, casi como para presentarla con la ciudad. Pues la familia se trasladó enseguida a León. Pepita siempre se acordaba de la umbrosa huerta del Coecillo, del cesto de corazones de la Virgen de la Luz, del templo de la Santísima Trinidad, tan cercano de su casa.

Cuando los gabachos se apoderaron de su casa y hacienda, el licenciado Jiménez huyó de León para refugiarse en Aguascalientes.

Tenía Pepita nueve años cuando sus padres decidieron radicar definitivamente en San Luis Potosí. Vivía por la calle de Independencia, muy cerca del callejón de Lozada; piedras de convento, altos muros fortificados y un jardincillo siempre verde al fondo de estos silencios de cal y canto.

Un domingo a la salida de misa de once en San Francisco, Manuel miró a Pepita. ¿Quién a quién? De la cúpula del templo colgaba un candil en forma de barco, el mismo que López Velarde convertiría en un poema de variados prismas. Corría la primavera del año del Señor en 1874.

El joven estudiante se hizo presentar ante la familia Jiménez, con cualquier pretexto, que nunca faltan al amor. El Señor Licenciado sonreía. El joven estudiante del Instituto Científico y Literario declamaba algún poema romántico de riguroso turno. La señorita de larga cabellera rizada cantaba un vals suspiroso. Pero doña Atilana se mantuvo ceñuda y fría todo el tiempo que duró la visita. ¡Qué lástima!

El 5 de febrero de 1883, Pepita y Manuel José se casaron en la parroquia de San Sebastián. Fueron muy felices y no tuvieron hijos. El periódico les dedicó una microscópica nota social. Falta de olfato y don de profecía.

A los tres meses de fallecido el poeta, Pepita se fue a Lerdo a quitar su casa con propósitos de irse a vivir a México y no retornar a San Luis Potosí, sólo por no llorar recuerdo. ``Me duele el pensamiento cuando pienso.''

Con el pretexto de la inauguración del mausoleo del poeta, el matrimonio formado por el ingeniero Staines e Isabel Othón, hermana de Manuel José, lograron que Pepita volviera. Nada le faltaba en el nuevo hogar. Pero, al fin mujer hecha para el afán y la fortaleza, decidió poner una tienda con los ochocientos pesos de plata que acababa de obsequiarle el general Bernardo Reyes, amigo y bienhechor munificente de su esposo.

Del alba a las estrellas, Pepita despachaba en el mostrador de su tienda de abarrotes, en la esquina de Gómez Farías y la Calzada de Guadalupe. Pero la envidia y mentira, hermanas gemelas, le clausuraron el modesto negocio. Don Atilano Aguayo le tendió la mano, le dio trabajo en su antiguo bazar frente al Correo. Y luego, náufraga y dudosa, tuvo que recoger boletos en el Teatro que llevaba el nombre de su marido. Las amistades comentaban con tristeza: ¿Cómo es posible que Pepita sea la boletera del Manuel José Othón?

Por una recomendación de don Antonio Vives, gobernador entonces del estado, ingresó como guardacasa del Teatro de La Paz: unas piezas al fondo le servían de hogar, un sueldo exiguo le permitía mantenerse. Gracias al doctor Pedro de Alba, pudo disfrutar, desde 1925, de una pensión oficial. Así pudo poner su casa, vivir modestamente, virtuosamente, sin más compañía que el vivo recuerdo de Manuel y la fidelidad de su sobrina Isabel -``mi hija Chabelita''-, que le cerró los ojos y le pegó los labios moribundos al crucifijo de la santa esperanza.

Me la había encontrado, días antes, en los portales de la Plaza de Armas, con un alegre vestido verde, sonriente y mejorada:

-Tengo que llegar a los cien años...

Después del desayuno que Chabelita le llevó a la cama, se sintió súbitamente mal. Un sacerdote de San Agustín le puso los sagrados aceites. Era terciaria agustina. A las 8.45 de la mañana del 17 de agosto de 1949, dio su alma a Quien se la dio, a los noventa años y nueve meses de edad.

En su recámara había un tocador y dos antiguos roperos, un cromo del Cristo de Velázquez sobre la cabecera, y en un rincón, un estante de libros: la Imitación de Cristo y las poesías de Othón. Coloma y El Quijote, el Devoto del Purgatorio y Pereda. Los había leído todos: nunca se saciaba de leer.

Al entierro apenas acudirían unas cincuenta personas. Y porque lo que Dios ha unido no debe separarlo nadie, quedó sepultada en la misma tumba de Othón. Para lo cual se trasladaron los restos del poeta a un pequeño cofre de cedro, forrado interiormente de seda blanca -el cráneo del poeta con mucho pelo, los huesos cortados, una botella con el nombre-, colocados encima de la caja negra de su esposa.

Ni un discurso, ni una corona. Alguien, que se llama como yo, rezó un responso solitario y cordial.