A Ernesto y Albert, mis hijos
Si Ernesto Guevara se hubiera conformado con el destino que le tocaba a los de su clase social y talento, tal vez hoy celebraría su septuagésimo aniversario en la tranquilidad hogareña, como un acomodado profesionista en retiro, rodeado de hijos y nietos en su confortable morada burguesa de alguna ciudad argentina. O acaso, aledaña a un campus de abolengo de la parte opulenta del mundo. Esa que vive a expensas del saqueo de la llamada periferia y de la marginación de su propia periferia interna.
Otro muy distinto sería su sino. El Che devino arquetipo de rebeldía contra lo aceptado y establecido, cuestionador sistemático incluso de sí mismo.
A ello contribuyeron una temprana e insaciable inquietud intelectual --nutrida de la sólida tradición familiar humanis-ta--, su profunda sensibilidad y el haber aprendido a sufrir como propio, en su periplo latinoamericano, el drama social de nuestra América. Había vivido en Guatemala los intentos reformistas y el derrocamiento, por obra de Estados Unidos, del presidente Jacobo Arbenz, experiencia que acrecentó su formación política y lo marcó hondamente. Pero para que decidiera interrumpir su peregrinaje por el mundo y se transformara, llegado el momento y las circunstancias, de un izquierdista más bien diletante en uno de los revolucionarios por excelencia del siglo, le faltaba aún asirse a una causa por la que valiera la pena jugarse el pellejo. El Che había conocido en Centroamérica a varios cubanos participantes del ataque al cuartel Moncada. En su diario anotó su simpatía hacia la convicción que mostraban los afiebrados sobrevivientes del asalto a la segunda fortaleza militar de Cuba y la contrastó con su escepticismo del momento. Sin embargo, sería su encuentro con Fidel Castro, en México, lo que uniría definitivamente su suerte a la de aquellos jóvenes, lo llevaría a enrolarse en la expedición del yate Granma y le abriría las puertas de la historia.
Ya en Cuba, se dará la metamorfosis del médico del contingente en uno de los guerrilleros más audaces y experimentados. El primero en ascender al grado de comandante. Le valió que se le encomendara la invasión a la región central de Cuba, conducida magistralmente en fulmi- nante campaña que coronó con la toma de Santa Clara, el mayor centro urbano de ese teatro de operaciones .
Más allá de su trascendente aporte a la guerra de liberación, el Che se convertiría después del triunfo revolucionario en uno de los artífices del nuevo Estado y de las transformaciones por venir. Gracias en gran medida a su competencia y rigor, a su fe en los trabajadores y al vínculo establecido con ellos, se evitó --verdadera proeza-- que colapsara y se hizo funcionar una industria despojada, de un día para otro, de refacciones y de gran parte de sus técnicos. Aquel vínculo se cimentaría por la estricta congruencia del Che entre prédica y acción, que los obreros captaron en sus frecuentes jornadas de tra- bajo voluntario, movimiento del que fue él principal impulsor. Todavía hacía tiempo para leer poesía, novela y arte y para estudiar textos de teoría política, económica y matemáticas. No pocos debimos a su ejemplo, más que a ninguna directiva partidista, nuestra superación personal.
El Che y Fidel integraron una singular dupla de románticos. Los dos dotados de una penetrante visión de futuro, el primero dado a elaborarla teóricamente. Uno, con cierto candor que nunca lo abandonó, dado a pensar en voz alta, y la tendencia a pecar de inflexible --a olvidar la política-- en situaciones de tensión extrema; el otro, renuente a mostrar sus cartas, un olfato privilegiado para apreciar el peligro, pragmático sin comprometer los principios, con proverbial capacidad de maniobra en las circunstancias más adversas. Coincidían estratégicamente, pero diferían con frecuencia en las apreciaciones tácticas, lo que daba lugar muchas veces a la superación de la idea inicial, mediante un proceso de síntesis sucesivas, diferencias que han servido de base a infundadas especulaciones posteriores. Fidel dio al argentino el lugar de su interlocutor más cercano y respetado intelectualmente, y aquél apreció desde muy temprano en el otro --como consigna su carta de despedida-- sus magníficas cualidades de conductor y de revolucionario, su altura de estadista.
Fidel intuía que una alianza demasiado comprometedora con la Unión Soviética, no obstante la aparente evolución positiva posterior al XX Congreso del PCUS, podía viciar el proyecto revolucionario original, enraizado en la tradición humanista cubana, latinoamericana y universal. El Che, guiado --como lo estábamos muchos revolucionarios cubanos-- por la exaltación y el fanatismo de los iniciados, no albergó esos temores hasta que vio confirmarse en los hechos las presunciones del líder de la revolución. Para entonces, la prepotente y contumaz hostilidad estadunidense hacia la isla rebelde había empujado a una opción única: o tratábamos de salvar una parte de nuestros sueños con aquella asociación plena de riesgos, o renunciábamos a todos nuestros sueños.