Luis González Souza
Por México
En este Mundial de futbol, México puede perder mucho más que el decoro deportivo. Tras estos días de borrachera futbolística, lo que asoma en el horizonte más bien son autogoles. Y no tanto en la portería del Brody Campos como en la meta de todo el país. Es éste uno de esos momentos, escasos en la historia, en que se exige levantar la mira para volver a apreciar el bosque (México) antes de que se extinga por completo: árbol por árbol, incendio tras incendio. De no levantar la mira, el Mundial Francia 98 mañana podría ser recordado como el puntal hacia muchos 68. Y no precisamente por lo que el primer 68 tuvo de fiesta libertaria, sino por su secuela de barbarie y desolación.
A todas luces, el incendio mayor sigue en Chiapas, pero no es el único. Ahora mismo lo acompañan otros de buen tamaño, como el incendio de los macrofraudes y de la consiguiente macroimpunidad (Fobaproa); el incendio de la inseguridad total (pública y privada, nacional e internacional) muy ligado a toda suerte de narcoincendios, sin faltar el incendio de nuestra soberanía, recién atizado por la operación Casablanca tanto como por los magros resultados de la Reunión Binacional México-EU finalizada ayer. Lejos de aprovecharla para redefinir toda la vecindad conforme a los principios del respeto y la equidad, el gobierno mexicano una vez más prefirió reciclar el síndrome del sadismo-masoquismo.
No son incendios aislados entre sí. En forma más o menos directa, todos tienen que ver con el incendio del proyecto nacional. Es decir, con la hipoteca de la capacidad de desarrollo, con la sangría de todo tipo de recursos, con la erosión de la confianza hacia adentro y del prestigio hacia fuera, con la pérdida de credibilidad en las instituciones, con la extinción de los consensos para gobernar bien, con las fracturas y las polarizaciones, reales e inventadas, dentro y entre la sociedad y el Estado. En suma, el incendio del proyecto nacional puede verse en la paulatina pero persistente desintegración del país, codo a codo con el extravío del rumbo y de la viabilidad como nación soberana.
Todo ello transcurre mucho antes de la insurrección en Chiapas. De hecho, ésta obedece en gran medida a aquéllo. Y a final de cuentas la insurrección de los indígenas zapatistas busca detener el incendio del proyecto nacional. Su propuesta última es regenerar todo el bosque llamado México, sobre bases tan democráticas como incluyentes, tan libertarias como justas. Y sin embargo, cual piromaniaco incorregible, el clan conductor del proyecto ¿nacional? no ha atinado más que a hacer de Chiapas el incendio mayor de este tiempo histórico.
La oportuna llamada de atención que significó el grito neozapatista es atendida con el viejo fuego del racismo. La disposición de los indígenas a negociar una solución pacífica es respondida con los fuegos del engaño, del incumplimiento y de las balas. Y la proliferación de voces a favor de la paz y la democracia, que van junto con pegado más que nunca, es combatida con el fuego de la muerte civil, política y hasta física.
Esa piromanía, cínicamente llamada ``estrategia de paz'', sube escalones cada vez más altos. Sólo en los últimos días su enlistado es largo. Ya no sólo se atacan municipios espontáneamente autónomos (Taniperla, Amparo Aguatinta), sino también legalmente constituidos (Nicolás Ruiz). Esos ataques ya no se disfrazan con el velo del paramilitarismo; ahora, como en San Juan de la Libertad (o El Bosque), el propio Ejército participa de manera abierta. Y, por si fuera poco, la embestida contra las fuerzas pacifistas ya desembocó en la disolución de la propia Conai.
Así, la ruta del guerrerismo parece aclararse por completo. Ya no sólo se dirige al exterminio de grupos étnicos (etnocidio) y de grupos en general (genocidio). Ya no sólo busca el aborto de la transición a la democracia (democraticidio). Deliberada o no, la meta final tiene que ver con la pulverización de México (mexicocidio), sin duda algo peor que la temida ``balcanización'' indígena.
La única buena noticia es el automático ensanchamiento de las filas progresistas. A la lucha por un México con futuro deben sumarse ya no sólo los pacifistas, los indigenistas y los demócratas, sino también aquéllos que simplemente desean un México de pie. Y la planta de ese pie se juega en Chiapas.