Ayer, en el municipio chiapaneco de San Juan de la Libertad o El Bosque --dependiendo de que se utilice la denominación oficial o la que prefieren sus habitantes-- las autoridades estatales y federales dieron una prueba más de su determinación de desmantelar a cualquier costo --incluso el de la pérdida de vidas humanas-- los ayuntamientos autónomos establecidos por las comunidades indígenas en rebeldía de esa entidad.
Los argumentos legaloides esgrimidos para justificar la violenta incursión de las fuerzas públicas en los poblados de Chabajebal, Unión y Progreso y en la propia cabecera municipal resultan difícilmente sostenibles en un entorno en el que, como ocurre en Chiapas, está roto el estado de derecho. Salvo que se desee reactivar la guerra, no hay razón para aplicar la ley en forma facciosa y dejando de lado la existencia de una rebelión indígena que lleva ya cuatro años y cuyas motivaciones han sido reconocidas como justas por todo el mundo, incluido el Ejecutivo federal.
Por otra parte, no deja de llamar la atención que, en la circunstancia comentada, las instancias estatales de procuración de justicia hayan actuado con una inusitada rapidez para convertir la investigación de un oscuro suceso violento, ocurrido la víspera, en pretexto para allanar el municipio autónomo. Tal eficiencia --24 horas entre el hecho y la respuesta oficial-- contrasta con los seis meses transcurridos desde la matanza de Acteal sin que hasta ahora se haya concluido una pesquisa creíble y convincente.
También sorprenden el balbuceante comunicado oficial por medio del cual el gobierno de Roberto Albores Guillén pretende explicar los hechos, y el elusivo boletín emitido al respecto por la Secretaría de Gobernación, en cuyo tono pareciera diluirse la gravedad de las muertes ocurridas. Es inevitable, ante el texto divulgado por la Segob, evocar las primeras reacciones oficiales a la matanza de Acteal, las cuales explicaban el crimen en función de ``pugnas interfamiliares'' o ``intercomunitarias''. Por otra parte, en ninguno de los dos documentos emitidos ayer se menciona la necesidad de investigar las circunstancias en las que fueron muertos seis habitantes de la localidad invadida y un agente de las fuerzas públicas, heridas más de una docena de personas y capturadas cerca de treinta. En ambos textos, la pérdida de vidas pareciera tomarse como un suceso natural e inevitable.
En el ámbito chiapaneco, da la impresión de que el poder público no ha interpretado la renuncia como mediador del obispo Samuel Ruiz y la disolución de la Conai como lo que son, es decir, como graves señales de alarma sobre la descomposición y explosividad del escenario estatal, sino como una luz verde para poner de rodillas, mediante la coerción policial y militar, a las comunidades insurrectas.
En el entorno nacional resulta inevitable recordar que a fines de la semana pasada fueron cercados y acribillados por tropas del Ejército once presuntos guerrilleros en El Charco, Ayutla, Guerrero. Si fueran ciertas las versiones oficiales en el sentido de que allí como en El Bosque, Chiapas, las muertes fueron resultado de una negativa a rendirse a las fuerzas públicas, habría que ponderar el que, en cinco días, casi una veintena de mexicanos habrían preferido morir a entregarse a las fuerzas gubernamentales. Estaríamos, entonces, en presencia de un gravísimo deterioro de la autoridad del Estado y de una severa erosión del pacto social que debieran suscitar la preocupación y la reflexión en las más altas esferas del poder. Pero también cabe la posibilidad de que las muertes señaladas en uno u otro caso, o en ambos, hayan sido producto de acciones premeditadas de exterminio. La subsistencia moral de la nación requiere que se investigue a fondo tal hipótesis y que se esclarezcan las responsabilidades políticas o penales que pudieran desprenderse de ella. La sociedad así debe exigirlo a las autoridades. Habituarse a las muertes colectivas es el primer paso a la guerra, y esa nefasta perspectiva ha de ser atajada.