Cuando el Poder Ejecutivo propuso la reforma del Banco de México --hace un par de meses--, seguramente no anticipó la caja de Pandora que estaba abriendo al vincularla con el paquete de reformas financieras adicionales que deseaba llevar a cabo. En primer lugar, al demandar al Congreso que cediera una mayor autonomía al banco central en el manejo de la política de cambios de la moneda nacional era previsible que ello pudiera despertar un debate significativo. Al fin y al cabo, el pésimo desempeño del Banco de México en el manejo de la política cambiaria en el año de 1994 (especialmente a raíz del aval a los nefastos Tesobonos) hacía dudar de la capacidad de sus directivos para confrontar una nueva crisis financiera sin una mayor vigilancia de las políticas monetarias.
Pero el autor de la propuesta de la reforma del instituto central no se limitó a buscar una mayor autonomía sino que, además, propuso que debía incorporarse la Comisión Nacional Bancaria y de Valores a la jurisdicción del Banco de México, medida que evidentemente implicaba un potencial conflicto de intereses, en tanto la principal responsabilidad bancaria del país sería la encargada de auto-evaluarse y auto-supervisarse, una clara contradicción en funciones. De esta manera, el nuevo director del banco central se convertía, en efecto, en el zar de las finanzas y de la banca mexicana. Y ello precisamente en momentos en que se pone en cuestión el largo y perjudicial legado del centralismo, tanto en la política como en las finanzas nacionales.
El atrevimiento en la forma de proponer las reformas ha incitado a los legisladores y al público informado a discutir si no conviene una reforma diferente del Banco de México, asegurando que en el futuro opere como una institución más atenta a las necesidades de la economía nacional, en su conjunto, y a los diversos grupos sociales. Por ejemplo, ¿por qué no se reactivan los consejos monetarios regionales que las propias autoridades del banco permitieron que virtualmente desaparecieran? En un país tan diverso y complejo como México, las regiones requieren una mayor voz en la gestión de las políticas bancarias y monetarias. A no ser que opinemos que en una república federal el centralismo debe llevar la voz cantante.
En segundo término, ahora inclusive está en cuestión la gestión de la propia Junta de Gobierno del Banco de México. Una propuesta que se maneja es que para asegurar que dicha Junta opere con total prudencia, debiera crearse un consejo directivo que periódicamente revise el desempeño del banco central con base en los informes de la Junta. Dicho consejo podría estar constituido por tres miembros de la Junta y por 12 directores externos que no sean funcionarios del Banco de México. Este es el modelo bajo el cual opera el Banco de Canadá, que permite que la Junta de Gobierno tenga a su cargo todo el poder gerencial del instituto central, pero viéndose obligado a someter sus políticas y logros a revisión por el mencionado consejo. Ello daría autonomía al Banco de México, pero permitiendo que existiera un órgano superior de consulta y evaluación periódica, lo cual crearía mayor confianza entre los ciudadanos en su instituto central.