La Jornada Semanal, 7 de junio de 1998



Luis Zapata

relato

Todo tipo de médicos

Historia de una amistad y sus muchas y necesarias complicidades, juegos con el realismo del lenguaje y del sueño... todo esto y mucho más es la historia de Luis Zapata que aquí presentamos. Forma parte de su libro de próxima aparición: Siete noches junto al mar. Acapulco, Guadalajara, la conversación y la enfermedad son los escenarios en los que se mueven los cuatro narradores, cuyas voces se identifican mediante las sangrías al principio de cada párrafo.



Aquí mi estimado y yo tenemos una amiga que también está de atar: Araceli, una de las López, aunque la loquera de ella es de otro estilo, más dramático, digamos.

Araceli es de esas gentes que siempre están enfermas, o dicen que están enfermas, ¿verdad?, y que se pasan la vida en los consultorios viendo todo tipo de médicos: especialistas y médicos generales, eminencias y charlatanes, de todo ve ella: cuando no tiene una cosa, tiene la otra. Y sin embargo yo creo que esta fregada nos va a enterrar a todos, porque se ve sanísima: rozagante, chapeada, sin una arruga, ¡llena de vida! Tú la ves y dices, como mi tía Adelita, ``Arajo, Cucha, ¿qué te puede matar?'' Con ella fue con la que empezamos a decirnos ``Cucha'': ``Cucha para allá'' y ``Cucha para acá'', porque las dos hemos sido siempre muy comelonas, como los cuches, ¿verdad? Y al fin y al cabo muy sanas, pero ella siempre dice que está enferma.

Yo creo que Araceli y yo nos conocemos desde que estábamos en las panzas de nuestras mamás, pues las dos familias eran muy amigas, y, como las dos vivían en el centro, nos veíamos todo el tiempo, ¿no?: para las fiestas infantiles, y las pachangas de adolescentes, y para la escuela y para todo. Bueno, creo que hasta para ir al baño siempre andábamos juntas Araceli y yo. Como de la familia, ¿verdad? Porque también hemos tenido nuestros buenos pleitos y hasta nos hemos dejado de hablar. Por eso digo que somos como hermanas, ¿no?

Bueno, y para curarme en salud, como quien dice, y antes de que me digan ``Al grano, Cucha'', les cuento todo esto para que vean que de niña Araceli nunca fue enfermiza: ¡creo que me enfermaba más yo! ƒsta, para nada. Lo que sí era bien floja en la escuela, como yo, y como todas las demás: no nos gustaba el estudio. Yo me acuerdo que cuando salimos de la secundaria, después de haber pasado todas las materias de panzazo y de haber comprado a los maestros con regalitos y botellas y no sé qué más, llegó el día de la clausura, que se hizo ahí en el cine Playa Hornos, ¿verdad?, que es donde se hacían todas las fiestas escolares.

Pues esta Araceli, que había pasado no de panzazo, digo yo, ¡de milagro!, que le dice a una de las niñas más aplicadas ``Oye, mana, préstame tu banda y ahorita te la devuelvo.'' Le pidió su banda de excelencia, ¿verdad?, que traía cruzada en el pecho. Y la muchacha, muy amable, se la prestó. Pues ¿no se fue Araceli con un fotógrafo y le pidió que le sacara una foto con la banda de la otra? Se la puso tranquilamente y escogió su mejor sonrisa, de oreja a oreja, y posó para el fotógrafo. ``¡Ah, sí!'', dice Araceli, ``¡tengo mi foto con banda de excelencia!'' Ahí la tiene todavía colgada en la sala.

La primera vez que se enfermó esta Araceli fue cuando regresamos de Estados Unidos, a donde fuimos dizque para aprender inglés y no aprendimos más que malas mañas. Un día empezó ésta con que tenía los ganglios de las ingles muy inflamados, y que no se le quitaba y no se le quitaba, y que seguramente había pescado por allá una infección o un virus raro, que aquí no le podían detectar, porque ésta veía al médico y tomaba antibióticos y se hacía análisis, ¡y nada! ¿No estuvo a punto de regresarse a Gringolandia para ver si allá le atinaban a lo que tenía?

Total, tanto estuvo fregando al médico con que sí tenía algo y sí tenía algo, que el hombre decidió operarla para sacarle un ganglio y hacerle una biopsia. Creo que incluso fue idea de ella, ¿eh?, pues tenía tantitos conocimientos de medicina porque su abuelo había sido doctor y ella consultaba los libros y todo. Entonces Araceli le decía al médico ``Hay que abrir, doctor'', ¿eh? ``Hay que abrir'', ja ja ja. Y el otro la obedece y la opera y le saca el ganglio. Ya le hicieron los análisis al famoso ganglio, y resultó que no tenía nada: era un ganglio común y corriente. Y más o menos se calmó Araceli durante un tiempo.

Pero ésta de eso se agarró después: que como le habían quitado un ganglio, ahora su cuerpo tenía menos resistencia, menos defensas, y se empezó a enfermar de todo lo que se le ocurría. No le podías decir ``Ay, fíjate, Araceli, que me duele esto'', porque ella inmediatamente te contestaba ``Ay, Cucha, fíjate que a mí también: desde hace días ando así.'' O las enfermedades que le contaban otros, o las que leía en los libros, ¿verdad? Siempre se las apropiaba.

Como Araceli se aficionó mucho a tomar medicinas, naturalmente que llegó el día en que ésta se compró su directorio de... ¿cómo se llama? Una farmacopea, que le dicen, ¿no?, donde vienen todos los medicamentos, lo que te curan y lo que no, las contraindicaciones. Pues ese libro la terminó de enloquecer. Iba con el doctor, y le decía el doctor ``Tómese esto, esto otro y lo de más allá.'' Y rápido corría a buscar en su farmacopea. Ah, pero antes pagaba la consulta, pagaba una bolsa de medicinas en la farmacia, y ya con la bolsa de medicinas se ponía a ver el libro: ``ƒsta no me la tomo porque tiene tal cosa; ésta, tampoco, porque me va a hacer daño.'' Acababa por no tomarse nada y guardando las medicinas en su clóset, que parece farmacia: ahí las tiene creo que hasta clasificadas. Y si oía ``No, pues que fui con el doctor'', ``¿Qué te recetó?'' Ya le decías. Y ella ``¡Mmm! ¡No te lo tomes, Cucha, porque eso te va a matar! ¡Tiene esto y esto y esto!'', ja ja ja. Y ya te dejaba con la duda: no, pus ¿para qué le busco?

Cuando Araceli va a ver al médico, llega con una maleta llena de radiografías de todos los tamaños, y con análisis y todo. Le llena al doctor el escritorio de radiografías. Y no lo deja ni hablar: ``Mire, doctor, que esto y que lo otro, y que quién sabe qué. ¿Verdad, doctor, que tengo esto? ¿No sería bueno que tomara tal cosa?'' Ella sola se diagnostica y se receta, y el doctor nomás se queda de a seis. Y si le dice el médico ``No, usted no tiene nada'', ``Gracias, doctor'', y ya se viene: ``Tá loco ese doctor: dice que no tengo nada. ¡No sirve!'', ja ja ja. Los únicos doctores con sabiduría son los que la dan por muerta, como un doctor que fue a ver cuando tuvo un problema en la espalda, y que yo creo que ya la conocía, porque nomás le daba cuerda. Le dijo el doctor ``Mejor acostúmbrese a su dolor, porque eso no se le va a quitar nunca.'' ¡Le fascinó ese doctor! ``¡ƒse sí sabe!'', dice ella. ``Mejor acostúmbrese a su dolor'', ¿no?

Araceli es de esas gentes que se checan cada año, eso cuando no tiene algo grave, según ella. Se va a México, se hace un chequeo de todo y ya se regresa muy contenta. Dice ``Es que siempre hay que estar al tanto: saber qué tiene uno, en qué grado va uno'', dice, ``hay que familiarizarse con los hospitales y los análisis, saber a lo que va uno, porque, oye, ¿de qué sirve que llegas al hospital y te mueres del susto con tanto aparato y tanta cosa?'' Hasta folletos les reparte a sus amigos: que este hospital es muy bueno, y que aquí te atienden de todo lo relacionado con el riñón y que hasta te dan facilidades y que no sé qué: hagan de cuenta que está promoviendo uno de esos departamentos de tiempo compartido. ¡Y los médicos enriqueciéndose a costa de ella! Porque la Cucha Araceli se ha gastado fortunas en consultas y tratamientos. Y claro que los médicos le dan por su lado. Dice Araceli ``Uno me mandó felicitar, de plano. Me dijo que si hubiera más personas como yo, no habría tanta gente muerta'', dice; ``es que llevaba yo todo bien ordenadito y todo.''

-Oye, Cucha, platícales de cuando le descubrieron el quiste en el riñón.

-Ah, bueno, esa es otra historia. Pero dentro de lo mismo, ¿eh? Resulta que un día le dijeron a Araceli que tenía un quiste atorado en el riñón, que no se dejaba: ni p'atrás ni p'adelante. Entonces, le dijo el doctor que tenía que ir a que le sacaran el... ¿cómo se llama?

-¿El líquido?

-El ultrasonido: que le sacaran el ultrasonido. Pues ahí le salió el quiste, así chiquitito, de no sé cuántos centímetros, y le dijo el médico que tenía que estar en observación y que regresara a los tres meses. Bueno, ésta se tomó tan en serio lo de la observación, ¡que cada quince días se iba a hacer un ultrasonido! ``¡Y ya me creció tanto, y ya me creció tanto!'' Lo medía con una regla: ``Mira, Cucha, esto es lo que mide.'' Así, los centímetros, ja ja ja. Nada más vivía para ir al ultrasonido y medir su quiste.

Luego se le pasó la obsesión del quiste, que creo que ya le dejó de crecer, porque ya no habla de él; pero le vinieron otros problemas de salud: que si una lesión en el tobillo, que si un problema cardiaco, que si una bronconeumonía, que si la vesícula: ¡ay, no, mis estimados, está hasta la jodida de loca! O más bien yo, que soy la que la escucha: a mí es a la que ya me tiene enloquecida: ¡me encalaberna con tanta cosa!

Fíjense que hace tiempo había un doctor muy famoso que, según esto, te adelgazaba kilo por día. El hombre era de aquí de Acapulco, pero se había ido a vivir a Guadalajara, y allá era donde daba las consultas.

Como en esa época había un vuelo diario a Guadalajara, un vuelo directo, te podías ir en la mañana temprano y regresar en la tarde, nomás para ver al dichoso médico, y ya dormir aquí en tu casa. El vuelo hacía cuarenta y cinco minutos, creo. Entonces, un día me dice Araceli ``Vamos, Cucha, acompáñame: yo te pago el pasaje y todos los gastos.'' Como ésta quería estrenarse un bikini tejido que se había comprado en Estados Unidos, tenía la obsesión de bajar de peso. ``Vamos, Cucha'', dice, ``yo te pago todo.'' Y como en esa época yo no tenía trabajo, voy y la acompaño. Creo que me acababa yo de casar.

Yo desde la entrada ya veía a la gente anormal en ese consultorio: todos hablando, pero como pericos, así sin comas ni puntos ni nada; así seguidito: ``pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa''. Y la mirada perdida, ja ja ja. Te citaba él temprano, para hacerte análisis y todo, ¿ves? Y todas las de Acapulco llegaban juntas. Bien crudas. Y con el cigarro apagándolo antes de entrar al consultorio. El doctor les decía ``¿Fuman?'' ``No, doctor, uno que otro cigarrito.''

-Y el tufo, ¿no?

-``¿Toman?'' ``No, eso no, doctor: allá de vez en cuando, una copa en alguna fiesta'', y, dijeras tú, ¡y el tufo fuerte!, ja ja. Crudas llegaban éstas. Desmañanadas.

Pero peor quedaban ya cuando venían de regreso, ¿verdad? En el aeropuerto, a la hora de la salida, allí me daba cuenta: extendían la mano, y se vaciaban el montón de pastillas, ¡pero un montón! Se echaban de veinte a veinticinco pastillas en una toma; con un conito de agua se aventaban todas las pastillas, ¡pruap! ``Sí, ya vámonos'', como si nada. Y yo, atarantada nomás de verlas. Todas andaban así como guacamayas en el aeropuerto. Y yo, como iba sin pastillas y sin nada, pues andaba más o menos normal. Me acercaba yo a platicar con ellas, y luego decían ``Ay, ¿qué cosa tiene Nidia?'' Me veían rara. ¡Pues si todas estaban hasta la madre! ``Ay, tú, ¿qué cosa tienes?''

-Bueno, ¿y sí adelgazaron, adoradísima?

-Pues sí, adelgazaron, pero quedaron bien trastornadas de la cabeza. ¡Esbeltísimas estaban! Todas de bikini y minifalda y ropa entallada. Todas luciendo los cuerpazos, pero en los puros ojos les veías que andaban felices, ¡no, hombre!, para arriba y para abajo. Que se quedaran sentadas un rato, ¡para nada! Traían una actividad que quién las aguantaba. Y Araceli entre ellas, ¿eh? Creo que hasta sus otras enfermedades se le olvidaron: ¡encantada de la vida andaba la Cucha!

-En el vértigo de la esbeltez.

-Pues más bien en el vértigo de la drogadicción, mi estimado: eso era lo que las traía contentísimas y platicadoras, además de esbeltas.

-Bueno, ¿y Araceli no veía en su libro lo que tenían las pastillas?

-No, porque ésas se las daba el médico, así sin etiqueta ni nada. Claro que ya después que le empezó a entrar la sospecha de que había algo raro, dejó de tomarlas y volvió a su antigua personalidad de andarse fijando en todo lo que le recetaban. Pero por lo pronto gastó dinerales en consultas y viajes a Guadalajara. ¡Todo por la vanidad!

En uno de esos viajes a Guadalajara, ya nos habíamos subido al avión para regresarnos, pero todavía no despegábamos, porque había una tormenta. Ya estábamos Araceli y yo muy acomodadas en nuestros asientos, y nomás veíamos que la azafata pasaba con bandejas y más bandejas de copas para los pasajeros. Yo dije ``ƒsta nos quiere empedar pa que no nos demos cuenta de nada'', porque, de veras, ¡era una insistencia en que tomáramos! Y el avión ahí en el aeropuerto, muy parado, sin moverse.

Ya por fin allá quién sabe a las cuántas, el avión despegó con todos los pasajeros a medios chiles, y sin que se hubiera acabado la tormenta. Ya íbamos volando, cuando de repente, ¡apa, chingao, que se empieza a hacer así el avión! ¡Todo se zangoloteaba, todo tronaba! ¡Y nosotras nomás veíamos los rayos que pasaban por la ventanilla! Pues yo dije ``Mejor me voy a distraer en algo'', porque Araceli venía pálida, pálida, y ya me estaba empezando a contagiar sus histerias. Entonces, que me pongo a tejer ahí en pleno vuelo. Me dice Araceli ``No, Cucha, guarda tu tejido, porque las agujas pueden atraer los rayos.'' ¡Si los rayos creo que iban abajo de nosotros! Pero tanto estuvo jode y jode, que me hizo guardar el tejido esta bandida.

Venían ahí en el avión dos gringas, que también la estaban pasando muy mal, como mi Cucha Araceli. Y como yo, pues, mis estimados, porque el miedo no anda en burro: ¡anda en avión! Venían las gringas ¡que nomás se agarraban de sus asientos, como si estuvieran en la montaña rusa! Y cada que el avión se cimbraba, éstas gritaban ``¡Oooh!'' Y volvía a cimbrarse, y otra vez ``¡Oooh!'' Al rato ya estaba yo también ``¡Oooh!'', haciéndoles coro. Hasta que me dice Araceli ``Arajo, Cucha, ya estás tú como las gringas: `¡Oooh!''', dice. ``Grita en mexicano, cabrona'', me dice, ``grita `¡Aaay!''' Pues áhi tienen por un lado los ``¡Oooh!'' y por otro los ``¡Aaay!'', como en estereofónico: ¡ya no sabía yo ni qué hacer! Creo que en ese momento iba yo más nerviosa que Araceli. Para disimular, que le digo ``Tú no te preocupes, Cucha: vamos a rezar un rosario'', y saco el rosario, que venía en una cajita así de piel. Como mi cuñado Alfonso se acababa de morir, nos habían dado unos rosarios muy bonitos en la misa, al cumplirse los nueve días, y decía ahí en la cajita ``Una oración por Alfonso.'' ``Vamos a rezar el rosario, Cucha'', le digo; ``no te preocupes.'' ¡No, hombre, pues ésta se puso peor! ``¡Quite eso de ahí!'', dice Araceli, ``¿qué, no ve que su cuñado se puede acordar de nosotras?'', ja ja ja. ``¿Qué necesidad que Ponchito se acuerde de nosotras?'', dice, persinándose, porque ésta, cada vez que nombra a un muerto, o cada que alguien lo nombra, se persina, yo creo que pa que no le vengan a jalarÊlos pies, o para no morirse pronto, no sé. El caso es que en cualquier plática es un persinadero que no vean.

Bueno, ¿pues no me hizo guardar el rosario también? No quería ni que me moviera. Nada me dejaba hacer con sus nervios.

Afortunadamente, llegamos con bien a Acapulco, ¡pero por poco y no lo contamos!

Claro que a Araceli, como es muy aprensiva, le duró el susto más de la cuenta, y después de eso, no sólo se trató con su médico de cabecera, o sus médicos, sino que también se hizo limpias y quién sabe cuántas cosas más; pidió que le rezaran y todo. Y, desde luego, ya no quiso volverse a subir a un avión. Ahora, cuando tiene que ir a México a sus chequeos, agarra su maleta de radiografías y se va en la Estrella: ¡no, si les digo que está de atar!