La Jornada Semanal, 7 de junio de 1998
El narrador argentino Vicente Battista nos entrega en este paisaje con figuras familiares, los destellos de las relaciones humanas, la última fiesta de los abuelos: ``ella, despeinada, la cabeza llena de rocío. El sonriendo, los labios como lirios que destilan mirra''.
Vivíamos con los abuelos, en la antigua casa que ellos habían inaugurado. Era angosta y larga, con una sólida puerta de fierro en la entrada y un jardín con higuera, camelias y un limonero en los fondos. Tenía dos patios, dos baños y una gran cocina que daba al último patio y al jardín; tenía siete habitaciones, una pegada a la otra. El dormitorio de los abuelos era lo que más nos impresionaba, acaso por su vasta cama de bronce, púdicamente cubierta con una manta bordada; acaso porque sobre esa cama habían sido engendrados mi madre, mis tías y tíos. No quedaba memoria de aquello: el colchón estaba hundido en dos sitios, uno del abuelo, el otro de la abuela. Entre ambos había una frontera de más de treinta centímetros. Si alguna vez durmieron abrazados ya no había rastros sobre el viejo colchón. Tampoco por la casa, los abuelos no eran pródigos ni en palabras cariñosas ni en caricias. Estábamos acostumbrados a eso. Nos habían enseñado que la pareja era una respetuosa unión, consolidada con la buena cocina, el buen lavado y el buen planchado. El resto pertenecía al reino de la fantasía y, como en las películas de entonces, inevitablemente se fundía en negro.
El domingo del escándalo comenzó idéntico a los otros. Nos despertaron cuando el desayuno estaba listo, controlaron que nos lavásemos los dientes y a las nueve menos cuarto estuvimos en el primer patio, vestidos y prolijos, para llegar puntuales a misa de nueve. Regresamos pasadas las diez, como todos los domingos. Hubo tiempo de sobra para que mamá canjeara el vestido por el batón, para que papá colgara el traje hasta la próxima misa y para que nosotros nos pusiéramos la ropa de entrecasa. A las once y media estábamos listos para recibir al resto de la familia. Comenzaron a llegar a las doce y diez, a la hora de siempre y en el orden de siempre. Hubo un prólogo de besos, chismes y risas y luego las mujeres ordenaron la mesa para el vermouth: cortaron trozos de salamín y queso, colocaron platos de aceitunas verdes y negras, alinearon sifones y botellas de Amaro Pagliotti, Fernet y Cinzano. Cada hombre lo preparó a su gusto, que fue idéntico al de los domingos anteriores y nosotros, otra vez, nos acercamos tímidamente para obtener el privilegio de una vaso de soda, con un trozo de limón, que bebimos lentamente, imaginando el sabor del Amaro Pagliotti y del Cinzano (sabíamos que el Fernet era amargo) junto al gusto real del salamín, del queso y las aceitunas.
La abuela dijo que pronto iba a estar la comida y cada cual ocupó el sitio que tenía asignado: el abuelo en la cabecera y la abuela en la otra punta. Los mayores al lado del abuelo, distribuidos por edad y casamiento, y al final nosotros, a la izquierda y derecha de la abuela. Le pedimos al Señor la bendición de los alimentos, le agradecimos esa nueva comunión y comenzamos a comer. Hubo críticas porque alguno de nosotros masticaba con la boca abierta y elogios por ese sabor especial que tenía la salsa hecha por mi madre. La historia no había cambiado nada. Pensé que más tarde jugaríamos en los patios. Pensé que vendría la merienda, y luego la despedida hasta el próximo domingo. Pero no: en mitad de la comida se oyó nítida la voz del abuelo. Se dirigió a la abuela. Dijo:
-¿Te acordás de Raquel?
Y ahí comenzó el escándalo.
La abuela pregunto qué Raquel y el abuelo dijo la que fuera tu amiga, en Mar del Plata, aquel verano, cuando inauguraron la rambla de cemento. Te tenés que acordar. La abuela dijo que no, que no se acordaba y el abuelo se sorprendió de que hubiese olvidado a Raquel, tan juntas ese verano. Tenés que acordarte. La abuela repitió que no y el abuelo insistió. Las palabras cruzaban de una punta a otra de la mesa y a nadie se le ocurría detenerlas: aún no llevaban peligro.
Pero la abuela negó por tercera vez y el abuelo dijo:
-Como panal de miel destilaban sus labios, miel y leche había debajo de su lengua.
Entonces la abuela dijo que sí, que haberlo dicho antes; que claro, Raquel. Hizo un gesto cómplice, de elogio. El abuelo le brindó una sonrisa al gesto y en su mano apareció una pipa. Comenzó a cargarla, suave, desmenuzando las hebras de tabaco. Le habían prohibido fumar mucho antes de que nosotros naciéramos y hasta ese domingo sus pipas sólo habían sido un grato recuerdo del abuelo joven. Cada una tenía su historia, pero todas estaban condenadas a decorar un rígido portapipas: colgadas para siempre. El abuelo había elegido la negra, la que más quería, y le estaba devolviendo la vida. La puso entre sus labios, encendió un fósforo, y dejó que el humo escapara lentamente. Detrás del humo vinieron las palabras. Dijo:
-Sus pechos eran como dos cabritos mellizos, su fruto fue dulce a mi paladar.
Hubo espanto en el rostro de los mayores. Sentí ganas de reír, pero la mirada severa de mi madre me lo impidió. Bajé la cabeza, como cuando el padre Samperio me amonestaba. Las palabras de la abuela me hicieron alzar la vista.
-¿Te acordás de Rubén? -dijo, y esa inocente pregunta tuvo de pronto ribetes apocalípticos.
El abuelo dijo que no, que no se acordaba. La abuela se sorprendió e insistió que tenía que acordarse; de la época de la Unión Cívica, dijo, más aventurero que militante. ¿Cómo había olvidado las largas discusiones hasta bien entrada la noche?
El abuelo negó por tercera vez. La abuela dijo:
-Era blanco y rubio, señalado entre diez mil.
-¡Claro que sí!- dijo el abuelo y levantó la copa de vino.
Entonces la abuela, la que nos hablaba del daño que hace el alcohol, la indeclinable devota del agua Villavicencio, sin gas, la abuela de la horchata y la Pomoria, llenó su vaso con vino, lo acercó a la nariz, lo cató, aprobó con un gesto cómplice, y se lo bebió de un trago.
-Su paladar era dulcísimo -dijo-, como el buen vino.
Mirábamos a los abuelos, pero teníamos vedado modificarles los gestos o las palabras. Era un sueño loco. Sólo en un sueño el abuelo podía hablar de sus amores. Hablar de Noemí, de los labios de Noemí, que destilaban como panal de miel; o hablar de Ana, del olor de sus ungüentos, mejores que todas las especies aromáticas; o hablar de Esther, con una estatura semejante a la palma y pechos semejantes a los racimos. Sólo en un sueño la abuela podía hablar de sus amores. Hablar de Saúl, de cabellos crespos y negros como el cuervo; o hablar de Daniel, con piernas como columnas de mármol; o hablar de Bejamín, imponente como ejércitos en orden. ònicamente en un maravilloso sueño podían hablar de Ruth, de Ezequiel, de Sara e Ismael; hablar de Elizabeth y de David, porque sesenta habían sido las reinas, ochenta las concubinas y las doncellas sin cuento. Pero no era un sueño: canjeaban amantes y amores como dos chicos juguetones cambian figuritas y travesuras. Se los veía felices. -Levántate, hermosa mía -dijo el abuelo-. El tiempo de la canción ha venido.
Se pusieron de pie y anduvieron con pasos lentos y armónicos. Semejantes al gamo, leería años después. Se encontraron en mitad del patio.
-Las mandrágoras han dado olor -dijo la abuela y apretó las manos del abuelo-. Venga mi amado a su huerto y coma de su dulce fruto.
Se recostó sobre su hombro y dejó que la tomara de la cintura. Caminaron hacia el dormitorio. En ese instante fue como si despertáramos: recuperamos la palabra.
-¡Qué cosas lindas dicen los abuelos! -se maravilló el primo más pequeño.
-¡Cerrá la boca! -amonestó el tío más grande.
Y en orden, sin atropellarse, cada uno de los mayores armó la frase que justificara el estupor. Hablaron de locura senil, aconsejaron no hacerles caso, diagnosticaron arteriosclerosis, le echaron la culpa a los años o al vino. Como un rato antes los abuelos habían canjeado amores, ahora ellos canjeaban frases; pero al revés de los abuelos, no parecían felices. Dejamos que nuestros padres, nuestras tías y tíos se quedaran con las palabras y caminamos hacia la cámara en donde habían sido engendrados.
Los abuelos estaban echados sobre la vieja cama de bronce. Se los veía embriagados, hermosos como la luna y esclarecidos como el sol. Ella despeinada, la cabeza llena de rocío. l sonriendo, los labios como lirios que destilan mirra. Se habían abrazado con fuerza, dulces y alegres. Adivinamos el perfume del nardo y del azafrán, el de la caña aromática y el de la canela. Supimos que habían recuperado el gozo y supimos que aquello era el final de la fiesta.