Bárbara Jacobs
El entusiasmo

Decía contento: Hoy me encontré una moneda de 10 centavos plateada en la calle; la recogí, la guardé, y pensé: Es un pequeño milagro de Dios.

Y ése es un idealista. Alguien al que no le estorba la razón. Son idealistas entonces los capaces de entregarse a una causa, con todo y principios, no faltaba más; pero sin que la sensatez o la lógica o el sentido práctico de las cosas intervenga y estropee la situación. Basta con que te dé tiempo de sentarte y pensar, para que la causa y sus principios cobren lo que se conoce como realidad y tú oigas lo que se denomina el sentido común. Entonces, efectivamente, sentado como estás, sigues sentado: el ideal y tu idealismo genuino cobran relieve y el impulso de levantarte y seguirlo se detiene, o por lo menos disminuye su fuerza.

Por estas razones, frágiles como parecen, resulta más fácil creer en el azar que en Dios. Claro, los filósofos lo dicen mejor. Pero en fin, es que todo se vale. Y hoy, que amanecí de mal humor, me puse a buscar un pequeño milagro que hiciera que las cosas mejoraran en mi ánimo. Hay que buscar los milagros. A lo mejor ahí están y tú no los ves. De qué se trata. O por qué saqué mi vieja tesis universitaria sobre La risa y, como en ocasiones parecidas a la presente, me puse a hojearla. Habría sido mal augurio de no habérseme presentado la posibilidad de buscar entre sus páginas el milagro que recoger y guardar en mi bolsillo.

Creo que lo que invariablemente me hace cerrar dicho trabajo de juventud y olvidarme de él, periódicamente, durante un tiempo, y a la fecha van 22 años, es que me cuesta imaginarme a mí misma en aquel entonces con el entusiasmo suficiente para haber emprendido semejante tarea. Será porque el entusiasmo es inversamente proporcional a la edad, frase ésta que me veo aplicar a otros asuntos, y ante la que empiezo a dudar. No sé. Pero estaba por volver a arrumbar mi tal tesis cuando, casi sin querer, vi un papelito, el que estaba al frente de un montón de hojas y trozos de papel afianzados a la contratapa de mi trabajo con un clip, en el que anoté, quién sabe cuándo, el título de Shaftesbury, Ensayo sobre la libertad de ingenio y humor.

Igual que todas esas anotaciones, citas, artículos y demás hojas sujetas a mi tesis, ésta esperaba serme útil. Algún día, me he prometido desde 1976, revisaré todo, leeré lo que he ido encontrando a partir de entonces, y ¡enriqueceré La risa! Sí; algún día, cuando me acerque a hacerlo con energía, es decir, cuando me acerque con energía a hacerlo. Por lo pronto, apenas si logré ponerme a buscar el ensayo de Shaftesbury.

Justo cuando podría conseguirme unas botas y un rifle, salgo por el pasillo en busca del Ensayo sobre la libertad de ingenio y humor. Me apresuro a informar que no lo encontré, y estaba por alimentar mi mal humor, al recriminarme por la pobreza de mis métodos de estudiosa que, como era obvio, me habían llevado a anotar un título, pero no el dato de dónde encontrarlo, cuando me topé, de Shaftesbury, con la Carta sobre el entusiasmo, en un estante insospechado de mi biblioteca.

No es fácil entender a Shaftesbury, o Anthony Ashley Cooper, Tercer Conde de Shaftesbury, 1671-1713, discípulo de Locke. Pero, auxiliada por un Sumario, obra del traductor, Agustín Andreu, hice el esfuerzo. Todo entrelazado. La visión de idealistas derrotados, pienso concretamente en dos, presente, agolpándose en mi pecho de gente práctica y sensata. Pero conseguí sacar en claro que las bases de la reflexión de Shaftesbury sobre el entusiasmo son tan sólidas que merecen atención. En todo caso, ¿no había encontrado ya, aunque por caminos sinuosos, mi pequeño milagro? La perspectiva de recuperar el entusiasmo, mediante la lectura de un ensayo, por más que éste no fuera de comprensión inmediata, era motivación suficiente para acomodarme y, cruzando los dedos, procurar entender. Otra cosa era lograr tener la esperanza de convertirme en idealista, mandar todo a volar y, con un par de botas y un rifle, entregarme a la causa.

Simplistamente, diré que la teoría de Shaftesbury se reduce a que el buen humor es tan poderoso que es capaz de acabar con el mal humor. Ahora bien, lo que da relieve al asunto es conocer y tratar de aplicar los elementos que constituyen el buen humor. Y aquí queridos compañeros, es donde la cosa se pone buena. Pues, entre dichos componentes se encuentra por ejemplo la predisposición, la presencia divina, la verdad, el ingenio, ``la filosofía sencilla de andar por casa'', todo lo cual, ¿verdad?, suena a pan comido, ¿o no? Pero, ¿lo es?

Si somos sinceros, aceptaremos que no; que tan carecemos de ellos que no nos queda otro remedio que justificar lo malhumorados que somos, lo apáticos, lo abúlicos. Porque, ¿quién de nosotros prefiere, por decir algo, el ideal a la extravagancia, o, lo que es lo mismo, supongo, la gravedad a la impostura? ¿Quién se atreve a admitir hoy día que la presencia divina tiene una fuerza exaltante? Porque no creo que Shaftesbury exalte el entusiasmo como Erasmo elogia la estulticia; su fuera así, tendrías que tachar estas páginas, dormirte y, tranquilamente, esperar no amanecer.