Carlos Bonfil
Medianoche en el jardín del bien y del mal

John Selko (John Cusack), reportero estrella de la revista neoyorquina Ciudad y Campo, visita Savannah, Georgia, para cubrir la fiesta navideña de un anticuario nuevo rico llamado Jim Williams (Kevin Spacey). La novela bestseller de John Berendt, Medianoche en el jardín del bien y del mal, es un relato de iniciación. El joven Selko descubre atónito la mítica ciudad sureña donde el tiempo parece haberse detenido, donde un hombre pasea a un perro que ya no existe, mientras otro, aún más excéntrico, camina acompañado de sus moscas favoritas atadas por hilos finos a su solapa o a su cuello, inconsolable por haber descubierto un insecticida y haberse dejado robar la patente, deseoso de vengarse algún día sobre toda la ciudad, envenenando la reserva pública de agua.

Savannah es también hogar de un formidable travesti negro, Lady Chablis, interpretado por la propia Chablis Deveau, el personaje real que todavía hoy canta, baila y fustiga a sus admiradores desde el escenario. Una sacerdotisa negra recorre los cementerios, practica el vudú, y se comunica con los muertos ``para comprender mejor a los vivos'', en tanto el buen Jim Williams, caballero impecable de la buena sociedad de Savannah, soporta, pacientemente los arranques temperamentales de su prostituto de barriada.

En la novela abundan las viñetas, los personajes secundarios que brillan por el encanto de su anacronismo, por su delirio, como el hombre iracundo que coloca una bandera nazi en el balcón de su casa para impedir que siga filmándose una película, o la alusión a un grupo de hombres y mujeres que esperaban su turno para gozar del prostituto de insuperable destreza sexual y que se sienten defraudados y rencorosos al enterarse que ha muerto. Savannah debió ser el punto de partida (o de llegada) en el extravío de Blanche DuBois (Vivien Leugh), heroína de Un tranvía llamado deseo. Es un lugar extraño, casi una invención literaria, donde una noche se comete un crimen pasional que transforma al periodista Selko en detective improvisado, a un falso aristócrata en falso inocente y falso culpable, y a toda una pequeña sociedad sureña en conjunto de comparsas de una tragicomedia hollywoodense. El relato de Berendt es una curiosa aproximación al thriller que reúne la malicia de un Truman Capote y el candor de Margaret Mitchell (Lo que el viento se llevó), una crónica mundana que combina sucesos reales con episodios estilo dimensión desconocida, la metáfora de un lugar donde a partir de cierta hora deja de reinar el bien para dar paso a la victoria pírrica del mal, todo ello para instrucción moral del yankee literario que nunca sabrá -como tampoco el espectador- si asistió a una farsa o a un drama pasional, o si tiene algún caso establecer la diferencia.

Ninguna cinta en la carrera multifacética de Clint Eastwood permitía imaginar que el autor de Los imperdonables y de Un mundo perfecto pudiera interesarse en esta historia, o tuviera el talento adecuado para adaptarla de manera convincente. El primer obstáculo parecía ser la evidente ausencia de sentido del humor en la mayoría de sus cintas anteriores; el segundo, la ausencia en su vasta galería de personajes de figuras que anticiparán actitudes tan sugerentes como la de dos homosexuales -Chablis y el propio Williams-, que son parias morales, pese a todo victoriosos, en la sociedad tradicionalista de Savannag. Sin embargo, Eastwood maneja aquí registros humorísticos finos y eficaces, con ambigüedades en el lenguaje, y complejidad en los personajes, en especial el Williams de Kevin Spacey, maestro de la elocuencia gestual y de la ambigüedad deliberada. Hay secuencias fársicas muy logradas, como la fiesta de jóvenes negras presentadas en sociedad, núbiles, convencionales, anhelantes, como sus padres, de una promoción social equiparable a la de los blancos. En esta celebración irrumpe gozosa Chablis, la reina travesti, para trastornar la moral local y las buenas costumbres. En otra escena, un grupo de viudas relata con malicia la suerte final de sus maridos. Arsénico y encaje en Savannah la dulce. A lo largo de su carrera, Eastwood ha practicado con destreza diversos géneros fílmicos, y retratado épocas muy diversas de la historia estadounidense. En Medianoche en el jardín del bien y del mal, elabora una crónica imposible, la de una ciudad poblada de fantasmas y de figuras que de tan extravagantes y literarias llegan a ser irreales. El director se arriesga así a filmar escenas inverosímiles en el desenlace, episodios absurdos en los cementerios, los clichés del cine de tribunales, o una historia de amor entre Selko y Mandy (Alison Eastwood, hija del cineasta) bastante anodina, todo ello para resumir en el microcosmos sureño de la buena sociedad de Savannah algunas de las obsesiones y paranoias de Norteamérica. Un frasco que puede o no contener el veneno capaz de aniquilar a miles de personas. En esta pequeña ocurrencia excéntrica caben décadas de credulidad y de inocencia. Un hombre que pudo o no cometer un crimen, un travestí que puede o no ser la mujer perfecta, o viceversa. Eastwood se ha vuelto un maestro en el manejo de la ambigüedad y la ironía, con un gusto pronunciado por la narración clásica, por un viejo estilo de contar historias. Un estilo a final de cuentas intemporal, como el de la propia Savannah.