El pasado domingo 24 de mayo se celebraron elecciones primarias dentro del PRI. En Sinaloa, Tamaulipas y Puebla se eligieron candidatos a gobernador, mientras en Veracruz fueron elegidos candidatos a diputados locales; en todos los casos, por primera vez en la historia. Cabe preguntarse si la novísima práctica constituye un avance en términos de la democratización de la vida interna del PRI o si más bien refleja un esfuerzo de la clase política por evitar su fragmentación, aun a costa de abrir las puertas a fuerzas retardatarias y a resultados inesperados.
Experimentada antes con relativo éxito en Chihuahua y Tlaxcala, la táctica de las primarias ha ido ganando peso dentro del PRI. Los objetivos declarados son: evitar las divisiones internas causadas por las designaciones desde arriba de los candidatos, y propiciar una mayor participación de la base de militantes, democratizando así la vida partidaria. En realidad, la nueva regla tiene más que ver con el primer objetivo, luego de la traumática y políticamente costosa salida de Ricardo Monreal del tricolor, por no mencionar otras anteriores. El segundo es marginal y ficticio, pues como la experiencia de las primarias ha demostrado, los ``militantes'' son personas movilizadas bajo arreglos clientelares o corporativos, y no ciudadanos libres y conscientes.
Precisamente porque las primarias llevadas a cabo hasta ahora no son verdaderas elecciones, sino prueba de fuerzas de control político de grupos, su sentido democratizador es nulo. Sólo sirven para sacar al Ejecutivo del centro del conflicto. Las primarias no han implicado verdaderos debates entre candidatos, ni presentación sistemática de compromisos, ni se han llevado a cabo bajo reglas que eviten que los candidatos apoyados por los gobernadores o por el centro cuenten con enormes recursos. La iniquidad de la competencia es tan grande o más que la que se da entre partidos.
Así, Tomás Yarrington contó en Tamaulipas con todo el apoyo del gobernador Cavazos, y la compra de lealtades vía regalos, promesas e inauguración de obras, o simple coacción corporativa fue generalizada. Esto no quiere decir que los demás candidatos no recurrieran a las mismas prácticas, sino que no pudieron alcanzar el nivel desarrollado por el beneficiado principal. En grado muy diverso esto pudo observarse también en Veracruz, pues en cada uno de los 24 distritos algún líder político metió la mano para favorecer a algún candidato, como hizo el diputado Carlos Rodríguez a favor de Octavio Gil en Jalapa.
Ahora bien, en Sinaloa y en Puebla los que parecían candidatos oficiales perdieron la competencia. En Sinaloa, Juan Millán usó a su favor el poder corporativo cetemista para vencer; y en Puebla, Melquiades Morales pasó por encima del especialista en alquimia Manuel Bartlett, en una operación que probablemente contó con apoyo del centro, donde hay políticos que no gustan del autoproclamado precandidato presidencial.
El método de las primarias es sin duda mejor que el dedazo cuando los partidos tienen un mínimo de institucionalidad interna, pero cuando no es así más bien reflejan la fuerza de los grupos de poder. Imaginemos qué pasaría en el PRI si su candidato presidencial se eligiera en primarias como éstas. Tendríamos que el poder de los líderes de grupos corporativos, de los operadores tradicionales y de los gobernadores duros se tornaría decisivo, y el partido oficial volvería a los tiempos de los caciques locales. El ejemplo de las elecciones en Yucatán ha demostrado que la compra y coacción masiva del voto siguen siendo eficaces en ausencia de líderes opositores carismáticos, partidos alternativos creíbles y leyes e instituciones electorales justas y operativas.
Dado que el Presidente no tiene ya el poder de imponer sus decisiones en las regiones, el control del PRI nacional es su recurso principal. Pero ahí la contradicción entre programas, estructuras y tradiciones políticas con la agenda real del gobierno es inevitable, y su manejo puede tornarse cada vez más costoso. Ante la mayoría opositora en la Cámara de Diputados, las facciones priístas pueden exigirle cada vez más concesiones al Ejecutivo y aprender a jugar su propio juego. Bajo estas circunstancias, las primarias presidenciales podrían tornarse en la forma que asuma la desbandada final del régimen autoritario y no en su salvación.