La crisis bancaria está lejos de haberse convertido en historia. Es probable que todavía no hayamos terminado de experimentar la totalidad de sus manifestaciones económicas y financieras, mientras que sus posibles consecuencias políticas y legales apenas están empezando a ser procesadas institucionalmente en el marco del Congreso. Para que esta tarea se acelere todavía es necesario que se concrete un acuerdo entre los legisladores y el poder ejecutivo sobre las modalidades de auditoría al Fondo Bancario de Protección al Ahorro. A juzgar por las declaraciones del secretario de Hacienda (La Jornada, 2 de junio), el único asunto contencioso que impediría proceder de inmediato a la revisión demandada por los diputados se refiere a mantener o no la restricción que significa el llamado secreto bancario. Se trata de una decisión legal y a la vez política que debe ser tomada a la brevedad por los representantes de ambos poderes a fin de impedir que se siga generando incertidumbre.
Mientras esto ocurre la crisis bancaria se prolonga. Cierto, la situación de emergencia de fines de 1994 y los primeros meses de 1995 fue superada. Las medidas adoptadas inicialmente impidieron el hundimiento del sistema financiero y permitieron mantener en operación, si bien de manera precaria, al sistema de pagos. Pero desde entonces la economía arrastra un pesado lastre, pues el problema representado por el abultadopasivo impago de los bancos crece progresivamente al tiempo que su no resolución rebasó ya el ámbito estrictamente contable al que las autoridades hubieran deseado circunscribirlo, (como sucedía en los buenos y nada lejanos tiempos en que la política pública no era objeto de ningún tipo de escrutinio).
Las autoridades financieras aducen que si el gobierno no asume como deuda pública los pasivos vencidos de la banca, se producirá una gran inestabilidad. Pero esta conversión -que en gran medida será inevitable- va a ser un factor desestabilizador del proceso de consolidación fiscal en un país que vive una situación ya muy prolongada y onerosa de ajustes de las finanzas públicas. Apenas cabe recordar que la principal justificación política de esos ajustes ha sido, precisamente, reducir los niveles de endeudamiento y asegurar el equilibrio presupuestal. El mensaje para los contribuyentes no podía ser peor y de las finanzas gubernamentales que tanto se ha pregonado y una parte sustantiva del ahorro fiscal no fluirá, como todos esperábamos, hacia usos socialmente productivos.
También se ha dicho que el costo fiscal del paquete de salvamento será reducido comparado con el registro en otros países (más de 130) que han tenido crisis bancarias en los últimos quince años. Esto no es tan exacto. Los mayores costos de resolución o pérdidas de crisis bancarias en la zona de la OCDE se registraron en 1977-85 en España, donde llegaron a representar 17% del PIB. El siguiente caso más grave se registró en Finlandia en 1991-93, con un costo que ascendió a 8% de su PIB. De acuerdo con las estimaciones actuales del propio gobierno, la pérdida fiscal de la crisis bancaria mexicana sería de unos 15 puntos porcentuales del PIB.
Lo anterior sin considerar, desde luego, los costos indirectos del problema bancario. Es sabido que la crisis de los bancos generan un mayor número de efectos negativos (externalidades) para el resto de la economía, y de naturaleza más perniciosa, que los que se producen cuando otro tipo de empresas financieras o no financieras quiebran o entran en dificultades. En términos generales, tales efectos esterilizan o aniquilan la capacidad de ``emprendimiento'' e innovación de los agentes económicos y expresan un desperdicio de recursos susceptibles de ser invertidos en proyectos productivos, lo que resulta muy difícil de justificar frente a los grandes requerimientos de capital que tiene la economía.