Aunque hayan transcurrido varios días desde que sucedió el inadmisible affaire titulado Casablanca, que vino a lesionar gravemente nuestra intocable soberanía, todavía es oportuno referirnos a la película de culto cuyo nombre cobijó tan arbitrario acontecimiento. Pero, ¿debemos considerar a Casablanca filme de culto?
Bien es cierto que la cinta conlleva, entre otros valores cinemáticos, una actuación consagratoria de Humphrey Bogart (1899-1957); un supporting cast excepcional, encabezado por Ingrid Bergman; un argumento desarrollado en lugares exóticos, como la ciudad africana que da título a la película, o sitios conflictivos como el París del año 40; una música siempre concordante con las emociones de los amantes (As Time goes By); una escenografía capaz de recrear la auténtica realidad de la vida nocturna (Rick's Place); unos diálogos cargados de cinismo y nostalgia.
Pero si esos valores son ciertos, por otra parte, la obra de Michael Curtiz (Budapest, diciembre 24 de 1888/Hollywood, abril 10 de 1962) posee errores innegables. Por ejemplo, reprobables toques de racismo, sexismo, patrioterismo. Y más allá de esos renglones, los tres personajes principales de la historia: Victor Laszlo (Paul Henreid) su esposa Ilse (Ingrid Bergman) y el capitán Renault (Claude Rains) contienen fallas en su caracterización.
Entre las mayores de los dos primeros debemos hacer referencia a las actitudes gestuales y espirituales de Victor e Ilse. El, héroe de la resistencia contra el nazismo, recientemente evadido de un campo de concentración, viste y actúa como un hombre de la alta sociedad europea, sin mostrar en ningún momento obsesiones políticas, traumas carcelarios o cicatrices emocionales. Ella, antinazi esencial, luce también frívola y elegante, como recién escapada de las páginas de una revista de modas, no de las garras de la Gestapo. Y cuando debe mostrar pasión auténtica, nostalgia insaciable, se comporta como una adolescente de débiles emociones.
A propósito de Renault, jefe de la policía francesa en Casablanca al servicio del mariscal Petain, debemos señalar que su caracterización resulta también ambigua, y por tanto fallida, pues a veces es corrupto y otras gracioso, a ratos prepotente y cínico, luego humilde, en ocasiones colaboracionista, en otras fiel a su patria (canta la Marsellesa con verdadera enjundia).
Ahora bien, el estadunidense Rick, personaje central a cuyo alrededor gira la trama, acorde con la visión de los guionistas Philip, Epstein y Koch que transvasaron al celuloide la pieza teatral Everybody Comes to Rick's, es un hombre de izquierda, incansable defensor de las causas nobles, imagen activa de la paternidad y amante de la inagotable vitalidad. Es de idéntica manera gángster y patriota, prudente e imprudente, oscuro, luminoso, incierto, noble y redimible...
Rick -encarnado por Bogart- posee todo, es decir no posee nada. ¿Es quizá por ser finalmente un don nadie que provoca cierta admiración a los espectadores? Además, su conducta se asemeja a la de un muchacho disgustado cuando su relación amorosa se empantana, o cuando no logra conciliar su realismo de contrabandista de armas en España y Etiopía con sus galanteos plenos de besos insustanciales. ¿Entonces?...
En el mejor de los casos Casablanca (1942) vendría a ser una obra maestra del sentimentalismo hollywoodense, aquel que conmueve con superficialidad los resortes emocionales del corazón de los cinéfilos.