Pedro Miguel
Talón de Aquiles

Me impresionan las implicaciones de la expresión certera de Pablo Salazar Mendiguchía: ``El sector de mayor fragilidad en el país es el sistema bancario nacional'' (La Jornada, 24 de mayo). La aseveración puede aplicarse no sólo a este país, sino a casi todas las naciones, y puede extenderse del mero sistema bancario a la burbuja global de las instituciones financieras. Hay que cotejar ese señalamiento con las consignas y los lugares comunes de la orientación económica en boga, según la cual fortaleza nacional significa fortaleza financiera. A mayor concentración de bancos por kilómetro cuadrado, más fuerte es el país. A mayor volumen de operaciones en la bolsa, más sólido es el país. Mientras más atractiva es la plaza financiera, más inexpugnable resulta a las tendencias de inestabilidad e incertidumbre.

La contraposición señalada es perfectamente globalizable. En verdad, el talón de Aquiles de las economías ha sido, desde la década de los ochenta, por lo menos (aunque, en rigor, podría remontarse esta consideración a 1929), ese conjunto de edificios impecables de concreto y vidrio en los cuales se deciden los destinos de empresas, regiones y naciones. A pesar de las limusinas blindadas, los mecanismos de autorregulación y los instrumentos estabilizadores, a pesar de los guardias y guardaespaldas que pululan en las instituciones bancarias y financieras, a pesar del aplomo sonriente con el que actúan sus propietarios, los órganos especulativos de un organismo social son los primeros en caer enfermos y los que menos resisten los embates del mercado.

Los gobernantes viven en la añoranza de escenarios ideales para desarrollar su gestión sapientísima y bienhechora: en la ausencia hipotética de pobres, de campesinos, de indios, de comunidades ancestrales y de trabajadores sin grado de especialización, en ausencia de mercaderes mínimos, los grandes planes de gobierno tendrían una ejecución más tersa y fácil y se llegaría en plazos menores a la ansiada perfección social.

De no ser por descontentos heredados --porque un gobernante modelo no puede hacerse corresponsable de los desastres y desajustes causados por sus antecesores-- la Nación marcharía en forma más armónica y maniobrable hacia su propio futuro, un porvenir que en los discursos y los himnos siempre es brillante. De no ser por esas y otras lacras, los países serían inmensamente fuertes ante el exterior y mucho más sólidos y sanos en lo interno.

Pero esta versión no resiste el cotejo mínimo con la realidad. Los sistemas bancarios y financieros son los primeros en desmoronarse por efecto del pánico, mientras que las sociedades profundas y sus tejidos (familiares, comunitarios, sindicales, barriales) representan, ante las perspectivas de desastre, la reserva efectiva y el instrumento para amortiguar las crisis.

Los que cada quincena hacen cola en la ventanilla para cobrar su sueldo estricto, los que no pueden tomar el próximo vuelo a Europa, los que tienen que despertar temprano, bañarse --si posible-- y trabajar, aquéllos para quienes la sobrevivencia es el único horizonte de las próximas doce horas, son, en rea-lidad, la enorme garantía de estabilidad, la solución de la catástrofe, el correctivo de las situaciones límite: aguantan todo, hasta lo inaguantable, para no ver perturbadas sus expectativas de persistencia. Son la parte más prudente, tolerante, serena y confiable de los conglomerados nacionales. Y cuando el desastre de la irresponsabilidad se ha materializado, cuando las torpezas gubernamentales asociadas a la voracidad inestable de los especuladores ha llevado al país al desastre (como en Indonesia) son los que ponen las vidas, la sabiduría y la determinación necesarias para restaurar los márgenes mínimos de viabilidad nacional.