El martes de la semana pasada tuvo lugar un encuentro formal entre el titular del Ejecutivo y los líderes del Legislativo. El hecho y sus consecuencias admiten al menos dos lecturas. Por un lado, aquélla que asentada en la nostalgia presidencialista reclama la nueva evidencia de un simbolismo en retirada: durante nueve meses se mantuvieron las reticencias que esquivaban la nueva pluralidad y dejaban intacta la figura presidencial. Una vez superadas las resistencias, desde esa óptica, lo esperable de la reunión es que la presencia presidencial bastara para destrabar las complejas negociaciones, y se acordaran el temario y las fechas del periodo extraordinario. Qué hay después del presidente, se diría. Tras el retraso parecía haber un viejo resabio que cautelaba la figura presidencial.
Llegado el encuentro, los resultados de la reunión distan de ser espectaculares. Más alla de una foto, que está lejos de poseer el poder simbólico necesario para resolver las negociaciones que hoy ocurren, hubo un repaso de los problemas y un intercambio de opiniones que consiguió centrar la atención en los puntos que, por lo demás, ya habían sido enunciados en el debate público desde hacía tiempo.
Todo ello parece fortalecer la segunda lectura: corren nuevos tiempos y ya hay lugar para la vieja operación política que ataba su eficiencia a la presencia de un símbolo. Si el presidencialismo es impotente para destrabar negociaciones, la centralidad del congreso se confirma día a día. Hoy el Ejecutivo, si quiere hacer pasar sus iniciativas no le bastará con una foto, deberá hacer un esfuerzo de convencimiento mayor.
En todo caso, la reunión presentada con toda discreción, también nos ofrece la evidencia de que la relación entre poderes aún no encuentra un ámbito natural para desarrollarse; con demasiada frecuencia se pasa de los regaños al acercamiento, de las fotos a la desconfianza, de las declaraciones de buena fe a las campañas en contra. Y es obvio que el esfuerzo de adaptación a los nuevos tiempos no debe (ni puede) hacerlo el Ejecutivo en solitario; los partidos y sus legisladores deberán recorrer también una ruta compleja de aprendizaje.
Y para ello es deseable que los partidos voten menos de cara a la contingencia electoral y más con la mira puesta en la nación; que consigan orientar su voto por los méritos de cada iniciativa y no por los costos políticos de aliarse con tal o cual fracción. No es buena señal que hoy por hoy el único partido que muestra cierta movilidad legislativa sea el PAN. Y lo peor es que cualquiera que sea su movimiento le reporta costos: si vota con el PRI, se denuncia el maridaje neoliberal y el colaboracionismo; si se alía al PRD es señalado como irresponsable e inmaduro. Ese esquema puede terminar por reventar al PAN. Ojalá los demás partidos pudieran tener una movilidad similar en sus alianzas.
Pero mientras las coaliciones congresionales sigan siendo tan rígidas, hacer del congreso un ámbito productivo seguirá costando demasiado trabajo. Podrá haber más fotos, podrán ser incluso cotidianos los encuentros del Presidente con los líderes parlamentarios, pero si la lógica política de fondo no se modifica, el congreso plural difícilmente cumplirá con las expectativas de transformación política que se depositaron el 6 de julio.