``Ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre''

Calcular para actuar

Marco Antonio Sánchez Ramos

Cruzar una calle es una gran proeza, sobre todo si se trata de una vía sin topes, sin puentes peatonales, sin semáforos o con un agente de tránsito que nos hace a todos la vida imposible. Lo que nos queda a aquellos que nos transportamos en dos pies es mantenernos en forma, tener nuestros cinco sentidos puestos en cada esquina, torear con verdadera maestría a los automovilistas y tener una capacidad de cálculo bien desarrollada.

En esos casos nuestro cerebro integra una gran cantidad de información sin que nos demos cuenta. Por ejemplo, debemos calcular la longitud de la calle que queremos cruzar, así como la distancia y velocidad de cada uno de los automóviles, para lo cual necesitaremos la percepción del espacio en tres dimensiones con nuestra visión binocular.

Algunos cerebros bien entrenados llegan a registrar la marca y el modelo de cada carro, la edad aproximada de quien va manejando y hasta el estado mental del sujeto; todo con tal de decidir, en una fracción de segundo, si nos pasamos la calle o nos esperamos para mejores tiempos.

Aunque el cálculo es una habilidad natural de nuestro cerebro, necesitamos largos periodos de entrenamiento para tener cada vez más aciertos en el menor tiempo posible. Sólo imaginemos a un catcher de beisbol que puede detener una bola que viaja a más de 100 kilómetros por hora, y cuyo entrenamiento comenzó en la tranquilidad de su cuna queriendo agarrar un juguetito de su móvil.

Poco a poco tuvo que coordinar su habilidad para hacer el cálculo de la velocidad, la distancia, la fuerza de sus músculos y el tiempo preciso para mover el brazo. Ese tipo de coordinación que llamamos psicomotriz es la que usamos para agarrar una cuchara, cargar una maleta, caminar por la calle sin chocar con la gente y, claro, para pasar nuestra famosa avenida sin semáforos.

Aunque tengamos una buena coordinación y hayamos obtenido el grado de doctor en el arte del cruzamiento de calles, la naturaleza puede agregarle más emoción y mandarnos una ligera tormenta para hacer resbaladizo el piso y camuflagear los ya tradicionales baches de nuestras calles.

Ahora nuestro cerebro deberá acordarse del tipo de zapatos que traemos para decidir al instante si corremos, andamos de puntitas o nos quedamos mojándonos, pero a salvo. También tendrá la responsabilidad de hacernos una revisión médica inmediata para saber si no tenemos algún problema corporal, principalmente en los pies, que nos impida acelerar y desacelerar en pocos segundos o que nos imposibilite mantener el equilibrio si tropezamos, resbalamos o tenemos que saltar un charco. Además deberá estar al tanto de nuestras reservas de energía para que éstas no nos traicionen a la mitad de la calle, cuando estemos por romper extraoficialmente la marca de los 100 metros con obstáculos.

Después de concienzudas deliberaciones, nuestro cerebro nos puede indicar que el gasto de energía y el riesgo son menores si decidimos caminar otras dos o tres cuadras y cruzar por una vialidad menos transitada o donde exista un largísimo, fastidioso, pero seguro puente peatonal.

Un cálculo similar lo hace continuamente un insecto llamado mantis religiosa. Ese animalito salta de rama en rama, siempre queriendo llegar a la más alta para poder dominar el panorama y encontrar su cena del día. En cada salto, la mantis debe calcular la distancia entre las ramas, por lo que es usual verla balanceándose de un lado a otro, como si estuviera arrullando algo, con el fin de que el objeto sobre el que quiere saltar lo perciba con los dos ojos; sólo así su cerebro podrá integrar la información y generar una representación tridimensional de su espacio.

Una vez teniendo el dato de la distancia, la mantis debe calcular otros dos parámetros más: 1) la fuerza que necesitará para impulsarse y 2) el ángulo que deberá tener su cuerpo res- pecto a la horizontal para que el impulso la haga llegar al lugar deseado. Por extraño que parezca, la mantis religiosa tiene en su cerebro la información suficiente para suplir a cualquier maestro de matemáticas en la clase de tiro parabólico.

Ese insecto sabe que a mayor ángulo y fuerza, mayor el alcance. Por supuesto, también conoce las reglas: si exagera en fuerza gastará más energía de la que necesita, y si aumenta demasiado el ángulo simplemente no llegará.

Igual que las mantis, los atletas que practican el salto de longitud no necesitan tener un posgrado en matemáticas para calcular el ángulo óptimo que deberán tener en el momento del salto para llegar lo más lejos posible.

Como actualmente las marcas olímpicas se rompen por ``cualquier pelo de rana'', los atletas deben tomar en cuenta hasta los más mínimos detalles; por ejemplo, deben planear perfectamente la carrera con la finalidad de que puedan poner el pie con el que se impulsarán, justo antes de la línea de salto.

Las mantis pequeñas casi siempre deciden saltar siguiendo, por supuesto, las reglas ya descritas por Isaac Newton; pero a las grandes, aunque son buenas en hacer los cálculos de las distancias, su peso les impide describir un buen tiro parabólico con poco gasto de energía, por lo que llevan su vida sin tantos sobresaltos y prefieren rodear el obstáculo caminando.

Si usted tiene unos añitos o unos kilitos de más, seguramente su cerebro lo tomará en cuenta para calcular el tiempo que perderá al estar rodeando cada uno de los charcos con los que se topará en ese largo vía crucis que representa cruzar la calle.

Esto me recuerda a mi querida abuela, a quien -no obstante que sigue teniendo una buena visión binocular, que sus cálculos de la distancia y la velocidad son casi perfectos y que su ánimo la impulsa a seguir de ``pata de perro''-, el reumatismo la ha obligado a tener una estrategia alternativa para seguir cruzando las calles.

Ella ha desarrollado una destreza inigualable para calcular exactamente cuántas veladoras le debe poner al santo de su devoción para alumbrarlo sin quemarlo, con el fin de que, con la ``ayuda divina'', ella pueda cruzar las calles con su andar parsimonioso, con los ojos cerrados y con una paz espiritual que le permite desconectarse momentáneamente de esos estruendosos gritos, bocinazos y recordatorios familiares que con tanta generosidad nos ofrecen las calles citadinas.

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