La Jornada Semanal, 31 de mayo de 1998
El maestro Luis Villoro da una respuesta en este ensayo a la pregunta del platonismo: ``¿Qué vía habremos de escoger: seguir nuestro propio interés bajo la apariencia de la justicia o perseguir la justicia aun a costa de nuestro interés?'' Ilustran estas formidables reflexiones tres fotografías magistrales, dos de ellas ya mitificadas por el tiempo, la de Robert Capa y la de Bernie Benton, y otra en pleno proceso de mitificación, la de Pedro Valtierra.
Poder y valor se oponen y, sin embargo, se requieren mutuamente.
Desde la República de Platón, da vueltas, una y otra vez, la misma pregunta, tal vez la más importante para la vida de la ciudad: ¿Qué vía habremos de escoger: seguir nuestro propio interés bajo la apariencia de la justicia o perseguir la justicia aun a costa de nuestro interés? Trasímaco secundado por Glaucón, sostiene, convincentes argumentos al apoyo, la primera tesis: de hecho, el fin que todos buscan en la vida política es lograr el poder y actuar sin cuidar de la justicia, bajo la apariencia de ser justos. Injusticia es seguir el interés del más fuerte y el más fuerte es quien ejerce el poder en beneficio propio. El bien común es, para él, sólo un medio de satisfacer sus deseos. Así son en realidad las cosas; el Estado es resultado de la voluntad de poder, lo demás es ilusión.
Sócrates, en cambio, ve en la justicia el fin de la república. Justicia es la realización del bien de todos, en ella los elementos diversos se armonizan. Quien quiere la justicia no puede actuar en su exclusivo interés, quien quiere la justicia no puede desear el poder para sí mismo. Si una ciudad estuviera gobernada por hombres de bien, ``maniobrarían para escapar del poder como ahora se maniobra para alcanzarlo''; pues ``el verdadero gobernante no está hecho para buscar su propio interés sino el del sujeto gobernado'' (República, 347d). Trasímaco y Sócrates presentan dos posiciones extremas. La búsqueda del propio poder y la del valor (la justicia) se oponen desde el principio. Pero el asunto no es tan simple: poder y valor también se requieren. La cuestión más importante, la ``que debe dictar la regla de nuestra vida'' (352 d), no ha sido resuelta. Recorrerá de nuevo toda la filosofía moderna.
El justo ``debe escapar al poder''; pero ¿qué entendemos por ese término? ``Poder'' se utiliza, en el lenguaje ordinario, con significados variables. Puede tener un sentido análogo a ``fuerza'', ``capacidad'', ``dominio'', ``violencia'', según los contextos. En este significado vago y general, podríamos entender por ``poder'' simplemente la capacidad de algo o alguien de causar efectos, alterando la realidad. Un hombre posee poder si tiene la capacidad de satisfacer sus deseos y cumplir sus fines, cualesquiera que éstos sean. Tiene poder quien es capaz de dominar las fuerzas naturales, para obtener de ellas lo que quiere, tiene poder quien puede sacar provecho de sus propias facultades e imponerse sobre los demás para realizar sus propósitos; poder es dominio sobre sí mismo y sobre el mundo en torno, natural y social, para alcanzar lo deseado. Es el medio privilegiado para lograr un fin. Deseamos el poder para obtener, gracias a él, otra cosa. Es pues un valor ``extrínseco'', es decir, vale en la medida en que contribuya a la realización de un fin valioso por sí mismo. Si el fin tiene un valor intrínseco, el poder es igualmente valioso.
Pero hay un sentido de ``poder'' más preciso: ya no consiste en la mera capacidad de realizar un fin querido; se trata de un poder sobre los hombres, no sólo sobre sus acciones colectivas. Es de este poder del que Sócrates invita a escapar al hombre de bien.
Pensemos en una sociedad donde se enfrentan individuos y grupos. Sean A y B dos sujetos o grupos cualesquiera de esa sociedad. A ejerce poder sobre B cuando las acciones de A limitan u obstruyen las de B, o bien cuando la voluntad de A dirige o doblega la de B; entonces la voluntad de A tiende a suplantar la de B por la propia. Podemos calificar al poder, en este sentido, de impositivo. Cuando es duradero, cuando constituye una relación permanente entre A y B, el poder impositivo se convierte en dominación. La conocida definición de Weber(1) se refiere a este sentido de ``poder'': es ``la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad''.
El poder político de un individuo o grupo se ejerce sobre los demás miembros de una formación social, por lo tanto, no puede ser común a todos. Sólo puede tener un valor objetivo (extrínseco) si es un medio necesario para la obtención de un bien común. En la estricta medida en que sea necesario para abolir la violencia generalizada, destructora de la sociedad, y restaurar la posibilidad de un esfuerzo colectivo, el poder político es un valor común. Y esa es la justificación que han solido siempre aducir quienes lo ejercen.
El poder impositivo está obligado a restringir la libertad de quienes no lo ejercen. Su esencia es la dominación. No podría subsistir sin ella. Al desearse por sí mismo corrompe tanto a quien lo ejerce como a quien lo padece. Aquél tiene que buscar la humillación del otro, probar en él la violencia, con o sin guantes blancos, ensalzarse sobre él, utilizarlo en su provecho; el dominado debe aprender a ser servil, obsequioso, y habituarse a seguir una voluntad ajena. Quien llega a servirse del poder no puede menos de desearlo por sí mismo, con independencia de sus resultados. Porque hay un goce vital de la propia fuerza, un deleite en el despliegue de nuestras capacidades, para bien o para mal, para la creación o la destrucción. El afán de poder por sí mismo, sin mirar sus consecuencias, responde al deseo profundo de todo hombre por prevalecer. Nadie que busque el poder puede sustraerse del todo a esa pasión.
Quien pretenda que la política consiste en la búsqueda del poder por sí mismo, tiene que sostener -como lo hace con denuedo Trasímaco- que el fin de la república no es el bien común, sino la predominancia del fuerte sobre el débil, esto es, la injusticia. Pero la mayoría no tiene la valentía de Trasímaco; por cálculo o por vergüenza, revisten su voluntad de poder con el atuendo del valor. Para ser aceptado por los demás, el poderoso no puede prescindir de alegar una justificación moral.
En las sociedades reales, hay múltiples instancias de poder, en relaciones variadas de competencia y de subordinación entre ellas. Cuando varias entidades comparten cierto poder, el que sea hegemónico tiene que presentarse ante las demás instancias como el medio más eficaz para lograr sus fines. Intenta convencer, ofreciéndose garante de la realización de algún bien que conviene a todos: el cumplimiento de alguna promesa divina, el mantenimiento del orden cósmico, la paz y la seguridad colectivas, o la prosperidad, o la gloria, o la supremacía sobre los otros pueblos... o la abolición de toda dominación y de toda supremacía. Detrás de cualquiera de esas máscaras está la voluntad del dominador.
De allí la ambivalencia de todo poder político: a la vez que se busca por sí mismo, se justifica como medio de realizar un valor. Es un fin: en esa medida, carece de valor objetivo; pero también es un medio para un bien común: en esa medida, se presenta como valor.
Así como el poder es opuesto al valor pero lo necesita, así el valor es opuesto al poder y lo requiere. Por principio, la búsqueda del bien común es opuesta a la voluntad de poder. Porque el poder impositivo es contrario al valor objetivo. Casi todas las doctrinas éticas y religiosas han promulgado la abolición o, al menos, la limitación del poder. La vida moral auténtica no conoce más amo que la propia voluntad recta. La sociedad ética sería la que hubiera eliminado toda traza de dominación. Este es el tema de todas las utopías. En la comunidad ideal no hay poderosos ni desamparados, todos son hermanos, iguales en la libertad.
Diógenes que, ante el emperador Alejandro, le pide: ``¡Apártate, que me tapas el sol!'', los cristianos primitivos que aceptan morir por no sacralizar al César, Gandhi que prefiere sufrir la violencia a provocarla, Jan Patula que se inmola antes que servir al poder extraño, son símbolos, entre muchos otros, de la oposición irreductible del valor al poder.
Todos los movimientos de raíz ética, en el campo de la política, han querido poner límites al poder estatal. Las revoluciones liberales tuvieron por fin principal proteger al individuo del poder del gobierno. El equilibrio de poderes en el Estado, los derechos humanos individuales, el control del gobierno por la representación popular no tienen otro objeto. Otros proyectos fueron más radicales; plantearon la abolición misma del Estado como medio para realizar una sociedad auténticamente liberada. El anarquismo y la teoría marxista del ``desvanecimiento'' final del Estado, no por irrealizables, dejan de ser ideales éticos libertarios. Porque la realización plena del valor implica la abolición de cualquier dominio de unos hombres sobre otros.
El poder corrompe a quien lo sustenta, humilla a quien lo padece. Por eso la búsqueda del valor implica una actitud disruptiva frente al poder existente, para afirmar ``lo otro'' del poder impositivo. Pero el intento de terminar con la dominación o, al menos, de limitarla, requiere poder. Y aquí surge una paradoja. Si para oponerse a un poder impositivo se utiliza otro poder del mismo género, el círculo de la dominación, y con él el de la violencia, perdura. Los detentadores de valores sociales de justicia y libertad cuando impugnan el poder, se convierten en administradores de la dominación y la injusticia, cuando lo obtienen. ¿No es eso lo que ha sucedido tanto en las revoluciones triunfantes como en las victorias electorales de los partidos socialdemócratas? Tal parecería que un movimiento disidente cumpliría su papel libertador en la oposición y dejaría de cumplirlo al llegar al poder. ¿Habría manera de romper el círculo?
Frente al poder impositivo hay otra forma de poder: el que no se im-pone a la voluntad del otro, sino ex-pone la propia. Entre dos partes en conflicto, la una no pretende dominar a la otra, sino impedir que ella la domine; no intenta substituirse a la voluntad ajena, sino ejercer sin trabas la propia. Si ``poder'' llamamos a la imposición de la voluntad de un sujeto ``contra toda resistencia'', esta otra forma de fuerza social sería la resistencia contra todo poder. Podríamos llamarla, por lo tanto, ``contrapoder''. Poder y contrapoder a menudo se confunden. Sin embargo, son del todo diferentes.
1. Mientras el poder impositivo consiste en la capacidad de obstruir las acciones y propósitos de los otros y substituirlos por los propios, el contrapoder es la capacidad de llevar al cabo las acciones por sí mismo y determinarlas por la propia voluntad. Puede ejercer esa capacidad, protegiendo su acción de la intromisión del poder o, a la inversa, controlándolo o participando en él.
2. El poder implica la dominación de un individuo o grupo sobre los demás; es siempre particular. Si entendemos por ``pueblo'' el conjunto de personas que componen una asociación política, el poder es siempre sobre o para el pueblo, pero no del pueblo. El contrapoder, en cambio, puesto que no pretende imponer una voluntad sobre ningún grupo de la sociedad, puede ser general. Puede comprender entonces el poder del pueblo; pero ``poder'' tendría, en esta expresión, un sentido contrario al impositivo: significaría una situación en la que ninguna persona o grupo estuviera sometido a un dominio particular y cada quien tuviera la capacidad de determinar su vida por sí mismo.
3. El poder impositivo, puesto que tiene que doblegar las voluntades ajenas, no puede menos de ser violento. Puede tratarse de una violencia física, en la represión, la acción militar o la marginación social; pero también puede ser mental, mediante la propaganda, el control de los medios de comunicación y de la educación; o legal, por intermedio de un sistema de normas coactivas. El contrapoder, en cambio, intenta detener la violencia del poder. Puesto que no im-pone sino ex-pone su voluntad ante los otros, su ámbito es el de la comunicación, no el de la violencia. Si pudiera ser totalmente puro sería no-violento. Contra la imposición del poder opone la resistencia de un valor comúnmente aceptado. Sus procedimientos son, por lo tanto, contrarios a la violencia. Ejercen una no-violencia activa. Unos son negativos: la huelga, la disidencia crítica, individual o colectiva, la resistencia organizada de grupos de la sociedad civil frente al Estado, la desobediencia civil, etc. Otras acciones son positivas; intentan reemplazar, en todos los espacios sociales, la imposición por la tolerancia, el conflicto por la cooperación, el enfrentamiento por la negociación y el diálogo. Así como el máximo poder lleva consigo la máxima violencia, el máximo contrapoder tiende a establecer la mínima violencia.
4. El fin del poder es lograr el mayor dominio del todo social por una de sus partes. El fin del contrapoder es alcanzar el dominio del todo social por sí mismo. En su límite plantearía la abolición de todo poder.
El contrapoder nunca se ha realizado plenamente, pero en casos paradigmáticos ha estado muy cerca de sus objetivos, empleando sus propios procedimientos frente a la violencia: ejerciendo la voluntad autónoma sin dominar al otro. Recordemos la hazaña de la no-violencia en el movimiento de Gandhi o en el de Martin Luther King; y aún están presentes las ``revoluciones de terciopelo'', en países del Este de Europa. En otros casos, la oposición al poder ha obligado a actos violentos de defensa, pero ésta se ha reducido al mínimo en distintas formas de disidencia civil, y cesará plenamente cuando la propia voluntad sea reconocida.
De cualquier modo, el sentido de la violencia en el poder y en el contrapoder es opuesto. El primero tiene por agente al dominador, el segundo, al dominado. El dominador no puede menos de buscar el poder por sí mismo; tiene que aceptar, por lo tanto, entre sus fines, la violencia; el dominado reafirma un valor común que considera hollado; tiene, por lo tanto, que controlar y regular la violencia para alcanzar su fin. En el contrapoder, la violencia sólo puede ser contextual, usada en circunstancias que exijan la defensa propia; siempre será un medio calculado para avanzar en su supresión futura.
El fin último del contrapoder es la abolición del poder impositivo; mientras no pueda lograrse, su propósito es limitar y controlar el poder existente. Si ha de ser fiel a sí mismo, el contrapoder no puede reemplazar un poder por otro, ni oponer una a otra violencia. Sin embargo, ante la fuerza del poder, a menudo mima sus actos. De resistencia contra el poder a nombre de un valor, se transforma en un poder impositivo más. Entonces, se niega a sí mismo y deja libre el curso al círculo de la violencia.
* Estas páginas forman parte del libro publicado recientemente: El
* poder y el valor (Fundamentos de una ética política), en el
* Fondo de Cultura Económica.
(1) Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México,
1981, Tomo I, p. 53.