La Jornada Semanal, 31 de mayo de 1998



Germán List Arzubide

memorias

La huelga de los panaderos

Como homenaje al gran escritor y luchador social Germán List Arzubide, que hoy cumple sus primeros cien años, publicamos este texto recién salido de un horno que sigue creando panes buenos y generosos. Los de La Jornada Semanal le mandamos un abrazo estridente y afectuoso.

Existe un extraordinario episodio del estridentismo, tan bello, tan perfecto, que bien pudiera utilizarse como argumento para una película, al estilo de las que incluso en Hollywood se han hecho sobre movimientos sociales del pasado. Porque la llamada Huelga de los panaderos de Jalapa, de los años veinte, fue uno de los primeros y más dolorosos movimientosÊde reivindicación social de nuestro siglo, anterior incluso al Movimiento Inquilinario, que también, por esos años, movilizó en su defensa a la sociedad.

El general Heriberto Jara, extraño amigo y protector del estridentismo, quien no sólo nos dio cobijo sino hasta nos compró la mejor imprenta entonces existente, propiciando así el surgimiento de lo que fue nuestra época clásica, había dejado el poder. Ante la amenaza de fusilamiento, cosa consuetudinaria en esas épocas, tuvo que salir intempestivamente, con lo que otros militares, estos sí salvajes, se entronizaron en el poder. El caso es que merodeaban por Jalapa unos árabes, los Tanos, que hacían fortuna de la explotación de grupos de mujeres a las que pagaban sueldos miserables en condiciones bárbaras, para que, manualmente, clasificaran para ellos el grano del café. ``Las desmanchadoras'' les decían porque, precisamente, su labor era separar los granos manchados para, por otro lado, tener listo el café de primera que se vendía a muy altos precios. Pero sucede que, habiendo oído arengas y sentido vientos libertarios que por entonces soplaban fuertemente gracias al nacimiento de la Unión Soviética, acontecimiento que estremecía de esperanza a todos los trabajadores del mundo, estas oprimidas tuvieron la peregrina idea de solicitar mejoras laborales que, por supuesto, les fueron negadas (mano de obra barata, como siempre, sobraba en México), a lo que ellas respondieron plantando la bandera de la huelga, herramienta social de la que, supuestamente, podían echar mano.

Los Tanos -cuya bellísima hermana, por cierto, era amante del siniestro coronel Creil, jefe de las armas en la región-, quienes, por eso y por su dinero, se sabían poderosos, llegaron a arrancar las banderas y a correr a patadas a todas aquellas desmanchadoras que, supusieron, lidereaban al grupo más rebelde.

En aquella Jalapa de los años veinte, Estridentópolis según la habíamos bautizado, en lugar de los inmensos edificios que prometían nuestros poemas, existían casitas de adobe con techos de dos aguas en callecitas tortuosas y empedradas. Sus treinta mil habitantes, sin embargo, intuían que algo más importante que lo común se cocinaba en ese pueblo al que habían ido a vivir el montoncito de artistas hiperactivos que desde ahí cañoneaban a todo el país con sus manifiestos, sus publicaciones y burlas.

En la madrugada, cuando todavía oscuro entregaba el pan calientito uno de los varios amasijos del pueblo, un joven se encaminaba a su hogar después de haber cumplido sus compromisos como panadero. Antes de dormir y a la luz de una vela, el Ratón, como sus amigos lo llamaban por su reducido tamaño, se entregaba unos minutos a su pasatiempo preferido: leer revistas y libros que a Jalapa llegaban relatando la vida de los obreros liberados en el mundo socialista. Enfrentando la que Miguel Velasco creía su misión histórica, ya acudía periódicamente a las juntas con el magro contingente de trabajadores de su gremio que estaban organizados en lo que pomposamente se conocía como Sindicato de Panaderos Comunistas de Jalapa. Las desmanchadoras ultrajadas, humilladas y golpeadas, no dudaron en echar mano de la solidaridad obligada entre obreros y fueron a pedir el apoyo de los panaderos. La desgracia fue que algunos de éstos, los más acelerados por supuesto, y en previsión de dificultades, llevaban siempre oculta la pequeña pistola, y, cuando se plantaron con la bandera rojinegra en apoyo a sus mujeres, pasó lo inevitable: los Tanos furiosos llegaron a defender su explotador negocio también bien pertrechados, y, cuando quisieron con violencia penetrar a su bloqueado establecimiento, se armó la balacera cayendo uno de los árabes muerto justamente frente a la bandera. La represión no se hizo esperar; Creil irrumpió en defensa de los Tanos matando panaderos y desmanchadoras a diestra y siniestra y persiguiendo inmisericordemente a los que lograron huir a sus madrigueras.

Sin otra alternativa, el Ratón Velasco y sus amigos, y según decisión de una junta clandestina que precariamente sostuvieron, solicitó en calidad de urgente la solidaridad del otro gremio que ellos creían organizado; el de los poetas estridentistas y, en particular precisamente, la de Germán List Arzubide, a quien conocían porque ya de tiempo los ayudaba compartiendo amablemente sus lecturas.

No habiendo más remedio que agarrar el toro por los cuernos, Germán partió a la ciudad de México donde, en persona, presentó una acusación de asesinato contra el jefe de las armas de Jalapa, y pidió la intervención inmediata de los superiores para acabar con las masacres. Antes de recibirle la denuncia, Germán fue apercibido de posibles consecuencias y solicitado de mejor abstenerse de hacerlo.

El día que el interventor militar se presentó en Jalapa, los panaderos, con List Arzubide al frente, comparecieron en el Hotel México a la audiencia, donde ya esperaba también el jefe de los militares asesinos. Cuando los panaderos tomaron la palabra para decir que todo lo que esperaban era justicia, otro de ellos, acelerado, se adelantó para aclarar abruptamente al interventor militar que, si no se les hacía justicia, estaban listos para hacerse justicia por la propia mano.

Ese fue el final. El militar indignado, mientras recogía violentamente sus papeles, exclamó con gritos destemplados: ``¿Para qué me llamaron entonces, pendejos...? Si ustedes pueden hacerse justicia por su propia mano, pues hágansela, hijos de la chingada'', y sin más se marchó ante el deleite de los demás soldados que ya afilaban sus armas.

Apenas panaderos, desmanchadoras y estridentistas tuvieron tiempo de correr a esconderse, y precariamente, porque las persecuciones continuaron, inaugurando una de las épocas de mayor terror que hayan jamás existido en Jalapa.

Pero esta historia tuvo un final feliz, para los que sobrevivimos. Adolfo de la Huerta se había sublevado y muchos militares no dudaron en seguirlo, entre otros los acantonados en Jalapa. Obregón, contra quien se habían levantado, rápidamente empezó a controlar las acciones en el norte, lo que atemorizó a los demás, quienes, prudentemente, decidieron poner los pies en polvorosa, entre otros, desde luego, los que controlaba el coronel Creil.

Cuando supimos que iban a partir despavoridos, muchos, sabiéndolos vencidos, salimos a la calle para disfrutar su partida. En una esquina encontré unos camiones que apresuradamente estaban abordando y en uno de los asientos traseros, justamente en la ventanilla, estaba uno de los Tanos, quienes, por las dudas y sabiéndose cómplices de los militares, decidieron también tomar las de Villadiego. Cuando me vio, seguramente con la cara burlona, levantó el rifle que tenía entre las piernas y me apuntó descaradamente. Yo no moví ni un pelo seguro de que, en ese momento, su prioridad no era complicar su situación sino poner tierra de por medio para alejarse, vanamente, del verdadero peligro que para ellos era el fusilamiento. Los camiones partieron y, fatalmente, todos ellos fueron capturados y fusilados sumariamente por los obregonistas.

De todos estos sólo el Ratón Velasco vive. Después, en México, cuando se fundó la CTM y yo era el líder de los obreros de las Artes Gráficas, Velasco fue el finalista que, en representación de las izquierdas, contendió contra Fidel Velázquez para encabezar el organismo obrero. Como sabemos, no perdió él, perdió México y sus obreros que durante décadas tuvieron que soportar el charrismo. Pero así se escribió esa historia de una extraña alianza entre panaderos y poetas.