A Julia Carabias, por el regalo del agua. Y, con Pepe, por 1968
La suerte está echada. Ha comenzado la carrera hacia la nueva LFT. Ya el Presidente de la República ha dado la luz verde y el nuevo y flamante secretario del Trabajo ha iniciado contactos con todos los que de alguna manera tendrán que ver con la reforma.
Hace una semana me refería en este espacio a los protagonistas. Vale la pena, ahora, pensar en lo que tendrán que hacer.
En mi opinión -y parece ser ésa la corriente dominante, al menos en el Congreso de la Unión- una primera tarea será alimentar de información a los que deban decidir en última instancia: los miembros del Poder Legislativo. Paralelamente, los sectores interesados deberán convocar a foros en los que, como se hizo con el Plan Nacional de Desarrollo 1995-2000, se expresen los puntos de vista de quienes tengan interés en el juego. Los trabajadores, los empresarios, los académicos, los profesionales y jueces, habrán de aportar opiniones y propuestas.
Sin olvidar que la LFT vigente tiene mucho de aprovechable habrá que definir los grandes temas de la reforma. Yo creo que son, en lo esencial, cuatro: los técnicos, esto es, la definición actualizada de los conceptos básicos: trabajador, patrón, empleados de confianza, empresa, etcétera; las condiciones de trabajo con énfasis particular en su mejoría y en la del empleo, en la productividad y en cierta flexibilización indis- pensable si queremos ser competitivos en la economía global; la cancelación del corporativismo para dar lugar a una plena libertad sindical, y a una negociación colectiva de interés común; una huelga flexible que no lleve a los trabajadores a la miseria ni impida la subsistencia de las empresas y, por último, la definición nueva de lo que con ciertas licencias llamaríamos la justicia laboral: juntas o jueces absolutamente independientes y revisiones adecuadas al procedimiento.
Es obvio que en medio y alrededor de todo, la definición de los principios del derecho del trabajo, no para que se expresen como si fueran normas específicas a la manera equivocada de la reforma procesal de 1980 sino como sus- tento, invisible pero apreciable, de la justicia social. Tal vez partiendo de un concepto básico: para que haya empresa tiene que haber trabajadores adecuadamente remunerados; para que haya trabajadores tiene que haber empresarios que se la jueguen con posibilidades ciertas de ganar. A fin de cuentas, equilibrio. Y mercado.
Esas definiciones tendrían que hacerse a corto plazo, en un diálogo necesariamente fuerte pero coordinado, en el que sin duda alguna los representantes estatales, previamente definidos sus propios objetivos, ejerzan la función de árbitros. Los contendientes, sectoriales, profesionales, académicos y juzgadores tendrán que entender que no se tratará de ir por todas. Ninguna guerra se gana del todo ni se pierde del todo. Alemania y Japón perdieron la guerra y ganaron la paz. No es cuestión de suerte sino de temple.
A partir de allí, una comisión breve, adecuadamente coordinada, recogiendo el material abundantísimo (no se olviden de la cibernética ordenadora y selectiva), podrá proponer textos que sometidos, a su vez, a consulta general, pero con capacidad de decisión, se transformen en un proyecto y después en una iniciativa en la que la concertación, de abajo hacia arriba, alimente la función formal de los legisladores para que discutan a su gusto pero obedeciendo el mandato social.
No veo una comisión como en los buenos tiempos del maestro Mario de la Cueva. No es tarea de un solo hombre ni de un grupo brevísimo. Habrá de ser, también, un ejemplo de camino democrático. Lo que no significa que no deban aprovecharse los materiales que ya obran en poder del Legislativo. El único problema es que, hacerlo, es ya muy urgente.