La iniciativa presidencial sobre derechos y cultura indígenas nos obliga a revisar los conceptos de ``autonomía'', ``soberanía'' e ``igualdad ante la ley''. Con excepción del concepto de ``igualdad'', entronizado como derecho fundamental durante el entusiasmo republicano de la Revolución Francesa --un rasero legal para medir a la ciudadanía sin distinción de raza, cuna, religión o fortuna-- los conceptos de ``autonomía'' y ``soberanía'' han estado siempre ligados a la integridad territorial e identificados con las luchas de independencia. En los Estados modernos, empero, el significado preciso de esos conceptos es cada día más elusivo porque, en la promiscuidad del Tratado de Maastricht, los Estados miembros han cedido parte de su soberanía al parlamento europeo, los súbditos mantienen su ``nacionalidad'' original mientras ostentan la ``ciudadanía'' europea, y el concepto jurídico de autonomía se ha restringido sustancialmente para permitir que ciertas comunidades no soberanas, en el contexto del derecho internacional --como las provincias autonómicas españolas y, ahora, Escocia-- puedan escoger libremente las normas nacionales a las que se someten en el ámbito de su propia competencia. En este entorno internacional surgen las reclamaciones de autonomía de nuestros pueblos indígenas, y se confirma el empecinamiento oficial por una anacrónica ``igualdad ante la ley'' que, de no ser oportunamente derrotada, pudiera desembocar en el etnocidio.
La ``igualdad ante la ley'', históricamente identificada como la columna vertebral del ideal democrático, es reconocida por el derecho moderno como un elemento fundamental de la justicia. Pero resultaría demagógico caracterizarla como una imposición mecánica de los mismos derechos y obligaciones para todos, porque ello implicaría abandonar a quienes requieren protección especial del Estado: las mujeres, los menores y las minorías étnicas. El gobierno, en cambio, aferrándose al concepto universal de la egalité republicana, presentó su iniciativa afirmando, orgullosamente, que el texto ``parte del principio jurídico (...) de la igualdad de todos los mexicanos ante la ley y los órganos jurisdiccionales'': un sofisma incompatible con los modernos Estados nacionales, cuya subsistencia depende de un complejo proceso de concesiones constantes a favor de las minorías. Por otra parte, una ``igualdad ante la ley'' destinada a borrar todas las distinciones entre los mexicanos, impediría la aplicación de los sistemas normativos de los pueblos indígenas para la solución de sus conflictos internos: un derecho histórico que les ha sido escamoteado por el empeño oficial de fusionar las etnias. La actitud de nuestro gobierno contrasta con la modernidad de algunas provincias autonómicas canadienses, que han obtenido el reconocimiento constitucional de su ``derecho a la diversidad'' para preservar su integridad cultural.
Resulta obvio que el concepto moderno de autonomía, como una forma extrema de descentralización, incomoda al gobierno. Por eso, tanto el proyecto legislativo del 19 de diciembre de 1996 como la más reciente iniciativa de reformas constitucionales, evitan reconocer, expresamente, el derecho de las etnias a una autonomía consistente con la integridad del Estado mexicano. A manera de compromiso, se reconoció un insípido derecho a la libre determinación, expresada en la penumbra de un marco de autonomía. En la exposición de motivos, sin embargo --donde las palabras no tienen efectos obligatorios-- la iniciativa ofrece su propia definición de autonomía: una que ``excluye privilegios o fueros'' --¡dale con la igualdad ante la ley!-- y que ``rechaza (...) excluir a los indígenas (...) con la justificación de protegerlos''. El gobierno asegura, sin demostrarlo, que su autonomía sui generis ``contribuirá a la democracia, la soberanía y la unidad nacionales''.
Regreso al tema de la soberanía. Mientras el gobierno la esgrime hasta el cansancio para desmantelar municipios autónomos, expulsar observadores extranjeros y enviar mensajes subliminales al EZLN, en el resto del mundo Felipe González propone ``desacralizarla'', florecen las provincias autonómicas, ha comenzado la acuñación de la moneda única europea y las naciones civilizadas aceptan que la soberanía deber ser acotada por el respeto a los derechos humanos y la protección ambiental, entre otros valores tutelados por el derecho internacional.