Miguel José Yacamán, nuestro sabio físico, hizo declaraciones (La Crónica, 27 de mayo) que son aterrorizantes. Afirma que es inútil el ``no circula'', pues no resuelve el problema de las peligrosas partículas de metales que son el principal contaminante. La reducción de gases como el ozono dejó de ser el principal problema. El polvo de la deforestación, las emanaciones del Popocatépetl y las sales marinas son los componentes de las partículas suspendidas que circulan en la ciudad de México. Estas partículas representan grave amenaza para la salud, de dimensiones desconocidas. Partículas que son más dañinas que el ozono, aseveró Yacamán.
Explicó que el titanio, por ejemplo, es un tóxico que puede actuar como catalizador de oxidación y producir profundas irritaciones, envejecimiento celular e inducir otro tipo de problemas más graves. Terminó diciendo que en este momento nadie tiene datos para afirmar que no existen otros efectos. Es necesario hacer estudios epidemiológicos, pues nos encontramos ante un problema inédito del que no existen registros en ninguna parte.
Esto en la voz de uno de nuestros científicos más destacados, pone literalmente la carne de gallina. No es una declaración más, al servicio de la grilla. Es una llamada de atención a un problema del que desconocemos todo. Ante esto sólo pensamientos negros con piel de muerte, tan negros como el sexo de la ciudad, rondando junto a la piel pálida de neblumo cargada de peligrosas partículas de metales, pubis encarnada por la afilada rueda de cuchillos que penetran en los cuerpos azulados, en la danza del musgo, tigre de la muerte sin fin, muerte negra que ya no se ve.
En la ciudad quema el sol, que cae como plomo en el fin de semana que parece prolongarse lóbrego y oscuro por los humos de la ciudad. Meses mortíferos de pesadumbre y tristeza, de evocación, de destrucción. Instinto de muerte que nos abre la puerta del misterio de la mortalidad colectiva, entre el humo de un cigarro puro que fuma el dios azteca del mal, para cargarnos de amargura y nostalgia, de aflicción y suspicacias, al confrontarnos con el desamparo original que vivimos con intensidad, como viven los toreros cuando se quedan solos frente a los negros pitones, entre pesares y recuerdos ahumados por la intensidad de la emoción, entre pensamientos negros.
La ciudad, como torero, enfrenta su propia muerte frente al fantasma del toro llamado contaminación, en los meses tristes de los humos azules marrón, que gimen los ecos del fracaso de la vida y ponen de manifiesto lo irrepresentable de la muerte que acecha a toda una urbe, ya atontada y sin reaccionar, ante las descompuestas embestidas del burel contaminado. Muerte colectiva que parece el obligado término del destino azteca y sus deseos, cuando canta quejumbroso a los dioses y le ofrece nuestras vidas como tributo a su omnipotencia.
Silenciosa está la ciudad reflejada en el cielo negro, muerta de miedo ante el silbido inaudible de las partículas que como cuervos asesinos penetran las carnes y pulmones y se consumen convirtiéndose en ceniza tóxica que molesta la retina y la piel, el cuerpo todo en infernal abrazo que cautiva los sentidos ante el espectáculo de la destrucción de este toro mortífero y colectivo llamado contaminación.
La ciudad influida por el hondo desconsuelo que la infición produce al sollozante ritmo de pausados lamentos, que apenumbra de tristeza el alma, entre ensueños, respira amedrentado en los recuerdos de otra época, buscando amores a los que dieron vida, a los que unirnos quisiéramos, viendo ya cercano nuestro fin en esta ciudad agonizante, antes de morir sin representación entre mentadas y además asaltos, secuestros o de hambre.