La Jornada Semanal, 24 de mayo de 1998



Willa Cather

cuento

Una matiné wagneriana

Fue profesora, periodista, editora de Mc Clure's y novelista de tiempo completo pero, sobre todo, fue un caso único en la literatura de principios de siglo en Estados Unidos. Publicó, entre muchas otras, las novelas A Lost Lady, The Profesor's House y The Troll Garden, libro de cuentos al que pertenece el que aquí ofrecemos.



Una mañana recibí una carta, escrita con una tinta pálida en la hoja de un cuaderno de rayas azules, y portando el matasellos de un pueblito de Nebraska. Este comunicado, manoseado y maltrecho, que parecía llevar unos cuantos días en el bolsillo de un saco nada limpio, era de mi tío Howard, y me informaba que a su esposa le habían dejado una herencia pequeña por parte de un pariente soltero que acababa de morir, y que iba a ser necesario que fuera a Boston para asistir al trámite de la entrega. Me pedía que la recibiera en la estación y le prestara cualquier ayuda que fuera necesaria. Al examinar la fecha que indicaba su llegada, descubrí que no sería más tarde que mañana. Como era su costumbre, había demorado tanto en escribirme que, de haber estado lejos de la casa por un día, no me hubiera encontrado con esa buena mujer.

El nombre de mi tía Georgiana me recordó no solamente su figura, a la vez patética y grotesca, sino que abrió ante mí un mundo de recuerdos tan amplio y profundo que, mientras la carta se caía de mis manos, me sentí ajeno a todas las condiciones de mi existencia actual, incómoda y fuera de lugar en el entorno familiar de mi estudio. Era yo, de pronto, aquel muchachito joven, larguirucho, que mi tía había conocido, azotado por los sabañones y la timidez, con las manos agrietadas y doloridas por descascarar maíz. Palpé los nudillos del pulgar, como si estuvieran nuevamente descarnados. Me vi de nuevo sentado frente al armonio de su sala, tentoneando las escalas con mis manos rígidas, hinchadas, mientras ella, a mi lado, hacía guantes de lona para los descascaradores.

La mañana siguiente, después de avisarle a mi casera que tendría una visita, me dirigí a la estación. Cuando llegó el tren, me costó un poco de trabajo encontrar a mi tía. Fue el último de todos los pasajeros en bajar y no fue hasta que la subí al carruaje que pareció en verdad reconocerme. Había recorrido todo el camino en un vagón comunal; su delantal de lino se había ennegrecido con hollín y su sombrero negro estaba gris del polvo acumulado durante el viaje. Cuando llegamos a la pensión, la casera la acostó de inmediato y no la volví a ver hasta la mañana siguiente.

Cualquier impresión que le haya causado la apariencia de mi tía a la Sra. Springer, fue muy considerada en ocultarla. Por lo que a mí respecta, vi su estropeada figura con ese sentimiento de asombro y respeto con el que contemplamos aquellos exploradores que han perdido los oídos y los dedos en el último confín de la tierra, o su salud en algún lugar adentrado del Congo. Mi tía Georgiana había sido maestra de música en el Conservatorio de Boston a finales de los sesenta. Un verano, mientras visitaba el pueblito que estaba en Green Mountains, donde sus antepasados habían vivido por generaciones, había encendido la fantasía ingenua del joven más ocioso e incapaz de los muchachos del pueblo, y había concebido por este Howard Carpenter una de esas pasiones extravagantes que un joven guapo del campo de veintiún años a veces inspira en una mujer de treinta años, angulosa y con lentes. Cuando regresó a sus ocupaciones en Boston, Howard la siguió, y el resultado de esta inexplicable infatuación fue que ella se fugó con él, evadiendo los reproches de su familia y la crítica de sus amigas, yéndose a la frontera de Nebraska. Carpenter, quien por supuesto no tenía dinero, adquirió una casa y terrenos en el condado de Red Willow, a cincuenta millas del ferrocarril. Ahí, habían medido y tomado posesión de sus tierras, cruzando la pradera en una carreta, contando las vueltas con un pañuelo rojo de algodón atado a una rueda. Se construyeron un refugio a un lado de la colina, una de esas cuevas que servían de vivienda, cuyos habitantes revertían frecuentemente a situaciones primitivas. Conseguían el agua en las lagunas donde bebían los búfalos, y su escaso surtido de provisiones siempre estaba a la merced de bandas de indios vagabundos. Durante treinta años mi tía no se había alejado a más de cincuenta millas de su casa.

Pero la señora Springer no sabía nada de todo eso y le debe haber causado un impacto considerable ver lo que quedaba de mi pariente. Además del delantal de lino tiznado, la prenda más notoria el día de su llegada era un vestido de tela negra, cuya ornamentación dejaba ver que se había rendido, sin duda, a las manos de una modista del campo. La figura de mi pobre tía debe haberle presentado una cantidad de dificultades sorprendentes a cualquier modista. Encorvada por naturaleza, sus hombros casi se habían doblado sobre su pecho hundido. No usaba corsé, y su vestido, que se arrastraba por atrás de manera dispareja, se alzaba en forma puntiaguda sobre su abdomen. Usaba una dentadura postiza mal colocada y su piel era tan amarillenta como la de un mongol, debido a la constante exposición a un viento despiadado y al agua alcalina que endurece la más transparente de las cutículas hasta volverla una especie de cuero flexible.

Le debía a esta mujer casi todo lo bueno que tuve en mi niñez, y le tenía un cariño reverencial. Durante años, mientras cuidé ganado para mi tío, mi tía, después de cocinar tres comidas -de las cuales la primera estaba lista a las seis de la mañana- y de acostar a seis niños, solía quedarse parada hasta la medianoche con su burro de planchar, y conmigo a su lado en la mesa de la cocina, escuchándome recitar declinaciones y conjugaciones en latín, moviéndome suavemente cuando mi cabeza soñolienta se hundía en una página de verbos irregulares. Fue a ella, mientras planchaba o remendaba, a quien le leí mi primer Shakespeare, y su viejo libro escolar sobre mitología fue el primero que cayó en mis manos vacías. Ella me enseñó mis escalas y ejercicios en el pequeño armonio de su sala, que su esposo le había comprado después de quince años durante los cuales no había visto nada parecido a un instrumento, excepto un acordeón que pertenecía a un granjero noruego. Se sentaba a mi lado por horas, zurciendo y marcando el compás, mientras yo batallaba con ``El alegre labrador''. Rara vez me hablaba de música, y yo entendía por qué. Era una mujer piadosa; tenía el consuelo de la religión y, al menos para ella, su martirio no era del todo sórdido. Una vez, cuando había estado repasando tenazmente unos pasajes fáciles de una vieja partitura de Euryanth, que había encontrado entre sus libros de música, se acercó a mí y, poniendo sus manos sobre mis ojos, gentilmente se llevó mi cabeza hacia su hombro, y me dijo temblorosamente: ``No lo quieras tanto, Clark, o puede ser que te lo quiten. Ay, mi niño querido, ruega que, cualquiera que sea el sacrificio que debas hacer, no sea ése.''

Cuando mi tía apareció a la mañana siguiente de su llegada, todavía estaba en un estado semisonámbulo. No parecía darse cuenta de que estaba en la ciudad donde había pasado su juventud, el lugar que había anhelado ansiosamente la mitad de su vida. Se había sentido tan mareada durante el viaje en el tren, que no tenía recuerdo alguno, fuera de la incomodidad, pues, a fin de cuentas, sólo había unas horas de pesadilla entre la granja del condado de Red Willow y mi estudio en la calle Newbury. Yo había planeado para esa tarde un pequeño instante de placer, para agradecerle algunos de los momentos gloriosos que me había dado cuando ordeñábamos juntos en el establo de techo de paja, y ella, quizá porque yo estaba más cansado que de costumbre o porque su esposo me había hablado duramente, me refería la espléndida representación de los Hugonotes que había visto en París en su juventud. A las dos en punto, la Orquesta Sinfónica tocaría un concierto dedicado a Wagner y yo pretendía llevar a mi tía; aunque, mientras conversaba con ella, me nacieron dudas de si en verdad lo disfrutaría. Lo que es más, por su propio bien, sólo deseaba que su gusto por estas cosas ya hubiera muerto y esa larga lucha ya hubiera terminado. Le sugerí que visitáramos el Conservatorio y el Ayuntamiento antes del almuerzo, pero parecía demasiado tímida como para aventurarse a salir. Me preguntó de manera distraída sobre varios cambios en la ciudad, pero estaba sobre todo preocupada porque se le había olvidado dejar instrucciones de alimentar con leche semidescremada a una ternera debilucha, ``la ternera de la vieja Maggie, Clark, tú sabes'', me explicó, olvidando, evidentemente, cuánto tiempo había estado yo ausente. También estaba preocupada porque había olvidado avisarle a su hija de la caja de pescado recién abierta que estaba en el sótano, y que se echaría a perder si no se usaba inmediatamente.

Le pregunté si alguna vez había escuchado alguna opera wagneriana y descubrí que no, aunque estaba perfectamente familiarizada con sus temas respectivos y alguna vez había tenido la partitura para piano de El holandés errante. Comencé a pensar que sería mejor regresarla al condado de Red Willow sin despertarla y me arrepentí de haber sugerido ir al concierto.

Sin embargo, desde el momento en que entramos a la sala de conciertos, se comportó un poco menos pasiva e inerte y por primera vez parecía estar consciente de aquello que la rodeaba. Yo había sentido temor de que ella se hubiera dado cuenta de lo absurdo de su atuendo, o de que pudiera sentir vergüenza de entrar repentinamente a ese mundo para el que había estado muerta por más de un cuarto de siglo. Pero, de nuevo, descubrí qué tan superficialmente la había juzgado. Se sentó a mirar a su alrededor con unos ojos tan impersonales, casi de piedra, como los de un Ramsés de granito que observa, en un museo, el hervor y la agitación, el ir y venir en torno a su pedestal -separado de todo eso, por el lapso solitario de los siglos. He visto este mismo distanciamiento en los viejos mineros que andan a la deriva al entrar al Hotel Brown en Denver, con sus bolsillos llenos de oro, sus telas sucias, sus rostros consumidos, sin afeitar; parados en los pasillos, amontonados, tan solitarios como si todavía estuvieran en un campamento congelado del Yukón, conscientes de que ciertas experiencias los han aislado de sus compañeros por un mar que nadie puede atravesar.

Nos sentamos en el extremo izquierdo del primer balcón, de frente a nuestro arco y del balcón arriba de nosotros, colgaban auténticos jardines, brillantes como lechos de tulipanes. El público de la matiné estaba compuesto principalmente por mujeres. Uno perdía el contorno de rostros y figuras, de hecho cualquier impresión de una línea, y sólo veía el color de incontables vestidos, el débil resplandor de las telas suaves y firmes, sedosas y ligeras, rojo, malva, rosa, azul, lila, púrpura, beige, amarillo, crema y blanco, todos los colores que un impresionista encuentra en un paisaje soleado, con la sombra apagada de una levita por aquí y por allá. Mi tía Georgiana los miraba como si hubieran sido manchas de pinturas embadurnadas en una paleta.

Cuando los músicos salieron y tomaron sus lugares, ella tembló ligeramente con anticipación y miró con interés creciente, por encima del barandal, hacia ese agrupamiento invariable, tal vez la primera cosa que era familiar a sus ojos desde que había dejado a la vieja Maggie y a su débil ternera. Pude sentir cómo todos esos detalles se hundían en su alma, pues no había olvidado cómo se habían hundido en la mía cuando llegué la primera vez, después de haber estado arando toda una eternidad, entre verdes hileras de maíz, donde, como en una noria, se puede caminar desde el amanecer hasta el crepúsculo sin percibir el mas mínimo cambio. Los nítidos perfiles de los músicos, el brillo de su ropa, el negro oscuro de sus sacos, las formas amorosas de sus instrumentos, las manchas de luz amarillenta emitida por las lámparas con pantallas verdes en los suaves y barnizados vientres de los violoncelos, a su lado las violas y los bajos más atrás, la incansable agitación del bosque de arcos y mangos de los violines -me acuerdo cómo, en la primer orquesta que escuché, esas largas arcadas de los bajos parecían arrancarme el corazón, como la varita de un mago sacando de un sombrero yardas de listón.

El primer tema fue la obertura de TannhŠuser. Cuando los cornos atacaron el primer refrán del coro de Los Peregrinos, la Tía Georgiana apretó la manga de mi saco. Entonces me di cuenta por primera vez de que, para ella, esto rompía un silencio de treinta años. Con la batalla entre los dos motivos musicales, con el frenesí del tema de Venusberg y el rasgueo de las cuerdas, me vino un sentimiento avasallador de lo inútil que es tratar de combatir la sensación de pérdida y el deterioro; y nuevamente vi la casa en la pradera, alta y desnuda, negra e impecable como una fortaleza de madera; el estanque oscuro donde aprendí a nadar, sus orillas marcadas por las huellas del ganado, secas por el sol; los bancos de barro acanalados por la lluvia cerca de la casa, los cuatro fresnos enanos donde se secaban los trapos de limpieza junto a la puerta de la cocina. Ahí, el mundo era el mundo plano de los antepasados; al este, un maizal que se extendía hasta el alba; al oeste, un corral que llegaba hasta la puesta de sol; en medio, las conquistas de la paz, más costosamente logradas que las de la guerra.

La obertura terminó, mi tía soltó la manga de mi saco, pero no dijo nada. Siguió sentada mirando a la orquesta a través del aburrimiento de treinta años, de las películas hechas poco a poco, por cada uno de los trescientos sesenta y cinco días que hay en cada uno de ellos. ¿Qué, me preguntaba, sacaba ella de todo esto? Yo sabía que había sido una buena pianista en su época y que su educación musical había sido más amplia que la de la mayoría de los maestros de música de hace veinticinco años. Con frecuencia me contaba las óperas de Mozart y Meyerbeer y recordaba haberla oído cantar, hace años, algunas melodías de Verdi. Cuando caí enfermo de fiebre en su casa, solía sentarse a mi lado por las tardes -cuando el viento frío de la noche soplaba a través de la manta desgastada que hacía de mosquitero pegada a la ventana y yo contemplaba alguna estrella brillante que resplandecía sobre el maizal- y cantaba ``¡Hogar para nuestros montes, Oh, déjanos regresar!'' de una forma que le partía el alma a un muchacho de Vermont, ya casi muerto de nostalgia.

La miré de cerca durante el preludio a Tristán e Isolda, tratando en vano de conjeturar qué podría significar para ella ese tumulto hirviente de cuerdas y alientos, pero ella permaneció sentada, muda, contemplando los arcos de los violines que se movían oblicuamente hacia abajo, como caen violentamente las gotas de agua de una lluvia de verano. ¿Tenía esta música algún significado para ella? ¿Quedaba en ella todavía algo para comprender este poder que había encendido al mundo desde que lo había dejado? Ardía en curiosidad, pero la tía Georgiana estaba sentada, silenciosa, en la cima de su pico en Darién. Ella conservó esta inmovilidad absoluta durante el tiempo que duró el tema de El holandés errante, aunque sus dedos lo repasaban mecánicamente sobre su vestido negro, como si ellos mismos recordaran la partitura de piano que una vez tocaron. ¡Pobres manos envejecidas! Habían sido estiradas y torcidas hasta convertirse en meros tentáculos con el fin de sostener y levantar y amasar con ellos; las palmas indebidamente hinchadas, los dedos nudosos y doblados -en uno de ellos una cinta de metal desgastada, que alguna vez fue un anillo de matrimonio. Mientras oprimía y calmaba suavemente una de esas manos que andaban a tientas, recordé, con párpados temblorosos, las atenciones que tuvieron conmigo en otros tiempos.

Tan pronto como el tenor comenzó la ``Canción del premio'', escuché un suspiro entrecortado y volteé a ver a mi tía. Sus ojos estaban cerrados, pero las lágrimas brillaban en sus mejillas y creo que, un instante después, también estaban en las mías. De modo que no había muerto el alma que ha sufrido de manera atroz e interminable; sólo se marchita a la mirada externa; como ese musgo extraño que puede permanecer sobre una repisa empolvada medio siglo y, sin embargo, al colocarlo en agua, reverdece. Así lloró todo el tiempo que duró la melodía.

Durante el intermedio, antes de la segunda mitad del concierto, le hice varias preguntas a mi tía y descubrí que la ``Canción del premio'', no era nueva para ella. Hace algunos años había llegado a la granja del condado de Red Willow un joven alemán, vaquero y vagabundo, que había cantado el coro en Bayreuth cuando era niño, junto a otros niños y niñas del campo. Los domingos por la mañana solía sentarse en su cama, sobre las sábanas de algodón en el cuarto de los peones adjunto a la cocina, limpiando la piel de sus botas y su silla de montar, cantando la ``Canción del premio'', mientras mi tía trabajaba en la cocina. Ella lo había rondado hasta convencerlo de unirse al coro de la iglesia del pueblo, aunque sus aptitudes para dar este paso, por lo que pude deducir, se limitaban a su rostro infantil y a poseer esta melodía divina. Poco tiempo después, se fue al pueblo a celebrar el cuatro de julio, anduvo borracho durante varios días, perdió todo su dinero jugando a las cartas, montó en una apuesta un novillo de Texas recién ensillado y luego desapareció con la clavícula fracturada. Todo esto me lo contó mi tía secamente, en forma distraída, como si hablara en los momentos débiles de una enfermedad.

``Bueno, hemos mejorado mucho desde la época del viejo Trovatore, ¿no crees, tía Georgie?'' Pregunté con la mejor intención de arrancarle una sonrisa.

Su labio tembló y apresuradamente se llevó el pañuelo a la boca. Detrás de él murmuró: ``¿Y tú has estado oyendo esto desde que me dejaste, Clark?'' Su pregunta era el más gentil y triste de los reproches.

La segunda mitad del concierto consistía en cuatro temas del Anillo y cerraba con la marcha fúnebre de Sigfrido. Mi tía lloraba silenciosamente pero de forma continua, como un cántaro vacío que se desborda en una tormenta. De vez en cuando, sus ojos opacos volteaban a ver las luces que tachonaban el techo, brillando suavemente atrás de sus pantallas de cristal esmerilado; para ella, eran estrellas de verdad. Todavía estaba perplejo, pensado qué tanta comprensión musical le quedaría a esta mujer que no había escuchado otra cosa que los himnos evangélicos de las misas metodistas durante tantos años en la plaza que rodeaba la escuela de la Sección Trece. No podía medir qué tanto se habría disuelto en el jabón, o amasando el pan, o había sido ordeñada para acabar en el fondo de un balde.

El diluvio de sonido seguía derramándose; nunca supe lo que halló en el brillo de su torrente; nunca supe cuánto la había aburrido, o si le había gustado. Por el temblor de su cara era posible creer que la habían llevado donde yacen miríadas de tumbas, al gris e innombrable cementerio del mar; o a algún mundo de muerte aún más vasto, donde, desde el comienzo del mundo, la esperanza ha yacido con la esperanza y el sueño con el sueño y, renunciando, han dormido.

El concierto terminó, la gente salía del recinto hablando y riendo, feliz de poder relajarse y volver al nivel de la vida cotidiana, pero mi noble tía no hizo ningún esfuerzo por levantarse. La arpista cubrió con un paño verde su instrumento; los flautistas sacudieron el agua de sus boquillas; los integrantes de la orquesta salieron uno a uno, dejando el escenario a las sillas y los atriles, tan vacío como un campo de maíz en el invierno.

Le hablé a mi tía. Se le saltaron las lágrimas y sollozó suplicando: ``¡No me quiero ir, Clark, no me quiero ir!''

La comprendí. Para ella, afuera de la sala de conciertos, estaba el estanque negro con los riscos escarpados y las huellas resecas del ganado; la casona despintada con tablones desgastados por el clima, desnuda como una torre; los fresnos raquíticos y cenizos donde colgar los trapos de cocina para que se sequen; los flacos y desplumados pavos, picoteando los desechos frente a la puerta de la cocina.

Traducción: José Enrique Fernández