La Jornada Semanal, 24 de mayo de 1998



Rick DeMarinis

cuento

La hormona X

Sin renunciar a la convención realista heredada de Hemingway donde la tesión, el dolor y el sentimentalismo son las causas ocultas, DeMarinis incorpora algunos elementos de la ficción posmodernista. Es autor de The Year of the Zinc Penny, The Voice o f America, The Coming Triumph of the Free World, entre otros, y en 1986 ganó el prestigioso Drue Heinz Prize.

El verano en el que cumplí 17, libertad y aburrimiento eran dos componentes de la misma ecuación. La total libertad equivalía al aburrimiento total. Lo sentía físicamente. Me oprimía, me hacía sudar. En el sueño, gravitaba en el aire como una caliente, paralizante niebla. Caía sobre mí, aplastándome. Me encontraba atrapado bajo el peso de la libertad absoluta.

Mis padres trabajaban muchas horas extras en Convair, fabricando los B-36 -el bombardero atómico intercontinental que enviaría a la Edad de Piedra al mundo comunista- y yo estaba abandonado a mis propias artimañas. El problema era que no tenía artimañas y caía atrapado como mosca en la telaraña de mi propia pereza.

Sin prisas, luego de que mi madre y su más reciente esposo, Ward Moseley, se habían marchado debido al cambio de turno, registré su habitación en busca de condones y otras evidencias de su vida sexual. Busqué entre la ropa interior de mi madre, entre sus joyas y hasta llegué al último entrepaño de su armario. En el cajón de la ropa interior de Ward Moseley, me saqué la lotería. Allí, con el olor de sus sandalias y de sus calzoncillos, había un revólver calibre 38 de níquel plateado. Yo ignoraba que él tuviera una pistola. A un lado había una caja de cartuchos.

Saqué la pistola y la sopesé, al tiempo que me miraba en el espejo del tocador. Vestía pantalones de mezclilla, botas de ingeniero y una camiseta blanca. Mi pelo negro estaba envaselinado y peinado hacia atrás, terminando en una cola de pato. Abrí la pistola e hice girar el cilindro. Llené los hoyos del cilindro con seis balas. Levanté la vista hacia mi imagen reflejada en el espejo.

``Me has jodido por última vez, saco de mierda'', dije. La imagen del espejo me apuntó al pecho. Mi corazón vibró con incredulidad, luego comenzó a martillear: había puesto verdadera presión en el gatillo, suficiente para accionar el martillo, a casi una pulgada. Descargué la pistola, regresé las balas a su caja y continué mi búsqueda.

Encontré algunos libros del tamaño de las revistas de historietas cómicas. Eran las historietas dominicales pero con retorcimientos pervertidos: la Blondie Bumstead y su vecino, Herb Joodley, desnudos, se dedicaban a ponerle los cuernos al señor Bumstead. Una desnuda Maggie le pegaba a Jiggs con una espátula en sus grandes nalgas como balones. El capitán Easy tenía a Mary Worth sobre la salpicadera de un coche. Alley Oop le mostraba a la Jane de Tarzán lo que un verdadero hombre mono era capaz de hacer. Yo estaba asombrado y encantado. Todas las historietas rugían de lujuria, los personajes entraban en las vidas de los demás, rompiendo todas las reglas del decente comportamiento de un desnudo de revista. No sabía que existieran ese tipo de libros. Fue como descubrir vida en Marte o hacer de camarógrafo desde un ovni.

La mejor publicación de esta biblioteca secreta se titulaba La hormona X, una noveleta que contaba con la Cicatriz Roja y que había sido recientemente preparada y publicitada por el Comité de Actividades Antinorteamericanas. En el libro, los rojillos habían derramado una hormona sintética en los depósitos de agua de las más grandes ciudades norteamericanas. Los resultados eran espectaculares. La hormona hacía que todas las mujeres, entre la pubertad y la menopausia, se convirtieran en insatisfechos tiranos sexuales. Cada capítulo estaba ilustrado con fotografías amarillentas de esposas chifladas con miradas bestiales; secretarias, porristas -incluso monjas- cazando hombres, tomándolos prisioneros y haciéndolos esclavos sexuales, ante el regocijo de las felices víctimas sorprendidas, mientras la defensa nacional se iba al carajo.

El problema con La hormona X era que, mientras que la trama era pulcramente planteada en las primeras páginas, todo a continuación no era sino una serie de repeticiones mecánicas. No existía variación en el tema, no había complicaciones narrativas. El frenesí sexual comenzaba a menguar después del capítulo cinco.

Pude sentir el aburrimiento del pornógrafo, quien había empezado a plagiarse a sí mismo. La escena entre la Primera Dama y el secretario de Agricultura era exactamente la misma que la que se desarrollaba entre el ama de casa y el plomero, treinta páginas atrás. Sólo los nombres, los lugares, el mobiliario eran diferentes. Lo peor de todo era que el escritor, quienquiera que fuera éste, había escrito en un estilo florido, recargado, que robaba a la historia prácticamente todos sus efectos eróticos.

Después de diez lecturas de La hormona X, la deposité en su oscuro lugar, entre los shorts y las camisetas, con la convicción de que yo podía haber escrito una mejor novela de sexo, parado de cabeza. Ser virgen no era un problema: el conocimiento sexual lo podía adquirir de prestado. Ya tenía escrita una historia de guerra: ``Mi bayoneta canta'', basada en mi lectura de Hombres en guerra, un libro de cuentos en primera persona, publicado por Ernest Hemingway. Mi profesora de inglés de la preparatoria, la Sra. Wise, había motejado mi ``Mi bayoneta canta'' de ``aterradora y convincente'', aunque sólo me puso una ``C'', por errores ortográficos y figuras discursivas vulgares. No me importó. Fue la calificación más alta que recibí durante aquel año. Un año que tendría un verano de aburrimiento tan profundo y monótono, que actos extraños y desesperados parecían inevitables.

Aquel verano, me juntaba con Buddy Askew. Buddy era un muchacho alto, con los músculos flacos y hambrientos de un comunero. Sus padres habían emigrado a California desde Arkansas durante la época del ``Tazón de Polvo'', los años 30 de gran pobreza en el campo y que condujeron a una abundante migración hacia el Oeste. Los recuerdos de aquellos días difíciles parecían haber quedado impresos en la sangre de los Askew, porque Buddy -aunque nacido en California- había heredado la rigidez de su padre, los labios delgados, la cara áspera. Era un rostro que espera lo peor, aunque las cosas vayan bien. La prosperidad, la abundancia, los altos salarios, se adivinaban en los intransigentes y pequeños ojos de los dos, padre e hijo.

Buddy tenía una carabina Remington, calibre 22, y paseábamos por los arroyos secos en las faldas de las montañas del Este, disparando de vez en cuando a animales pequeños. Habíamos manejado por la autopista 80 rumbo a un pueblo al pie de las montañas Cuyamaca. Llenamos nuestras cantimploras con refresco de naranja Nesbitt, en seguida nos adentramos por las brechas del campo en el Ford sedán 1938 de Buddy. Buddy había comprado el coche un verano atrás, con el ahorro de dos años de su trabajo como voceador. Era un coche limpio que había pertenecido a un maestro de secundaria. Tenía unas cubiertas nuevas de plástico color marrón sobre los asientos y una visera para el sol encima del parabrisas. Cuando adquirió el auto, grandes manchas negras asomaron a través de la pintura gris original. Entonces Buddy y yo nos fuimos a Los çngeles para aprovechar la oferta de una pintura que Earl Scheib ofrecía por $19.95. El auto salió del taller como una opaca y estúpida alga marina, sin ningún brillo. Parecía un carro del ejército o perteneciente a un país en decadencia. Manejamos de regreso a casa tensos y contrariados. La máquina era una pequeña V-8 con las cabezas recortadas, de ochenta y cinco caballos de fuerza, que debía hacer un ruido moderado, pero Buddy había hecho instalar headers y escapes con un par de silenciadores de fibra de vidrio, llamados ``Smittys'', que daban a la máquina un oscuro latido sexual. El sonido del doble escape le confería al auto una apariencia aburrida.

Cierto día, luego de su cumpleaños número diecisiete, Buddy adoptó aires mundanos. Imaginé que se debía a la televisión. Aquel año habían transmitido un montón de programas que trataban de intrigas internacionales. Se volvió tan rígidamente sofisticado como un saboteador de Alemania del Este. Asomaban a su cara dos expresiones: Divertido Desprecio y Escéptica Perspicacia, las cuales utilizaba con efectos devastadores.

Muchos de mis entusiasmos hacían curvarse sus labios con Divertido Desprecio. Algunas veces, cuando yo decía algo en lo que había meditado a profundidad, él me miraba con Escéptica Perspicacia, como dándome a entender que él había concebido la misma idea, pero hacía muchos años y entonces había descubierto sus abundantes fisuras. Cuando mi conversación divagaba hacia las grandes incógnitas -el sexo, la muerte, la vida en otros planetas, las armas atómicas y el futuro del género humano-, él miraba algo a lo lejos, sus ojos se entrecerraban con Escéptica Perspicacia y luego sus labios se curvaban con Divertido Desprecio. Era una mezcla de ego y frustración. Era como si ya hubiera descubierto a alguien capaz de discutir con él estos temas al mismo nivel. Su cita preferida era: ``Piénsalo bien, cerebro de mierda.''

Uno de esos hermosos y crueles días de junio, nos sentamos en una escarpada colina buscando blancos en el fondo de un arroyo. Ya habíamos vaciado una caja de balas largas 22 en botellas, latas, pájaros y ratas de campo, sin darle a nada. El cañón de la carabina era muy corto para tener precisión y la velocidad de la boca era tan lenta, que prácticamente se podía ver la trayectoria curva de las balas si el sol las iluminaba.

Un aeroplano ligero zumbó en el cielo, encima de nosotros. Buddy alzó la carabina con languidez y le disparó. Mi aburrimiento, que ya me había hecho su presa, desapareció con un ramalazo de adrenalina. El avión estaba al menos a trescientos metros sobre nosotros, y había pocas posibilidades de que la lenta y curva bala lo alcanzara, pero aún así, el potencial criminal del que Buddy había hecho alarde me alteró todos los nervios del cuerpo. Disparó al avión una vez más. Buddy me había pasmado. Era como si el disparar

a los aviones no tuviera más importancia que el disparar a las latas oxidadas.

Me pasó la carabina. ``Intenta'', dijo. ``A ver si le puedes hacer un hoyo a ese cabrón.'' Tomé el arma y jalé el seguro lo más despacio que pude. Me encontraba en buena posición y podía ver al avión desplazarse como una mancha amarilla. En ese momento, yo estaba listo para hacer el disparo; la mancha se hallaba a punto de disolverse sobre la cresta de la colina. Disparé al pedazo de cielo azul que el avión acababa de abandonar un segundo antes. Buddy me lanzó una mirada: Divertido Desprecio.

Mientras caminábamos de regreso hacia la autopista, le conté a Buddy acerca de mi descubrimiento de la colección secreta de libros pornográficos de mi padrastro. Por primera vez no me dedicó ninguna de sus sofisticadas expresiones. Se veía... anonadado. Sus padres eran gente religiosa y estricta, que siempre estaba alerta a los comportamientos desviados, tanto de los amigos de Buddy, como de la sociedad en general. No tanto como para marcar con una línea de cal la puerta de su casa. Le conté a grandes rasgos la trama de La hormona X.

``Eso es una pinche mentira'', dijo. ``No existe una hormona como esa.'' Intentó recetarme su Divertido Desprecio, pero estaba tan excitado, que su expresión no le funcionó. Se veía malhumorado y sobresaltado, como si se hubiera tragado un fino hueso de pollo.

``Sé que no existe'', le dije. ``Es sólo una historieta.''

Buddy tenía piernas largas y su zancada era muy rápida. Yo tenía que trotar casi, para ir a su paso. De pronto se detuvo, giró y disparó por encima de mi cabeza. Cuando volvió a disparar me tiré al suelo y me encogí. ``Una paloma'', dijo. ``Creo que le di en una de las alas, a la pequeña mamona.''

Miré hacia el cielo vacío: ningún pájaro. Buddy había reclamado su superioridad normal asustándome y ahora me miraba en silencio, con Escéptica Perspicacia. ``¿Te crees todo cuanto lees, cerebro de mierda?'', dijo como por casualidad y empujó las balas en el cargador de la carabina.

``Yo dije que se trataba de una historieta'', repetí, pero me ignoró, siguiendo la línea de pensamiento que le convenía.

Bajamos manejando hacia la presa Sweetwater. Buddy se estacionó a unos sesenta metros sobre el agua.

``Creo que esto es lo que ellos derramaban'', dijo.

``¿Derramar qué?''

La carabina yacía en el suelo, a nuestros pies. La levantó y apuntó hacia afuera de la ventanilla. Disparó una bala visible, que curveó hacia las tranquilas aguas. ``La hormona X'', dijo.

``Tal cosa no existe'', le recordé.

``Piénsalo bien, cerebro de mierda'', dijo y entrecerró sus vivos ojos, buscando blancos ficticios.

``¿De qué estás hablando?''

``Hablo de los rojillos. Lo harían si pudieran, y probablemente pueden. ¿Cómo sabes si esto no fue escrito por un ex rojillo que poseía la información?'' Buddy salió del coche y orinó en las aguas de la presa, que eran el abastecimiento de agua potable para medio millón de personas. Me uní a él.

El padre de Buddy, Terrel Askew, vendía equipos para ``ojos electrónicos'' a muchos comerciantes al menudeo. Fue el principio de la Era de las Puertas Automáticas. Una vez cené en su casa: macarrones, queso y ensalada de gelatina amarilla, en la que había suspendidos fragmentos de nueces y frutas. La señora Askew la puso sobre la mesa y nos servimos. No eran una familia muy locuaz, aunque el señor Askew preguntó por mis padres. No mencioné que mi padre se había casado en cuatro ocasiones, ni que mi actual padrastro y yo teníamos diferentes apellidos. Tardaban minutos las preguntas del señor Askew. Los ruidos de los tenedores sobre los platos Melmac llenaban los intervalos. La señora Askew se aclaró la garganta varias veces, como si fuera a hablar, y su cara se iluminó como si se le hubiera ocurrido un pensamiento agradable, pero esto parecía ser un vestigio de sus modales, sin alguna función actual: un duplicado social de un apéndice humano. No dijo una sola palabra durante la cena.

Buddy y yo terminamos de cenar antes que sus padres. Buddy pidió que nos disculparan. Su padre escudriñó nuestros platos, para asegurarse de que habíamos terminado todo, luego asintió. Fuimos a la habitación de Buddy. En su puerta estaba clavado un marco de un cuadro. No había ninguna pintura, sólo escritas estas palabras:

``A UN MUCHACHO SE LE RECONOCE POR LO QUE HACE CUANDO NO TIENE QUE HACER''

``Hiciste encabronar a mi papá, cerebro de mierda'', empezó Buddy.

``¿Qué? ¡Yo no hice nada!'' Estaba pasmado. ``¿Por qué lo hice encabronar?''

``No le dijiste en qué trabaja tu padre.''

``¡No me lo preguntó!''

``¿No tienes modales? No se puede conversar contigo. Si alguien te pregunta cualquier cosa acerca de tu padre, probablemente quiere saber un par de cosas más.''

``¿Debo regresar y contárselo?''

Divertido Desprecio. ``Demasiado tarde. Olvídalo.''

``Quizá debo decirle que mi padre colecciona libros pornográficos.''

``No seas tonto. El no te permitiría regresar aquí si cometes una estupidez como esa.''

Lo tomé como un cumplido: Buddy valoraba nuestra amistad. ``Gracias'', le dije.

``Por nada, cerebro de mierda.''

``Sacó un tablero de ajedrez de debajo de su cama y lo colocó en el suelo. ``Juegas con las negras'', dijo.

Cuando Buddy y yo fuimos a disparar en otra ocasión, llevé La hormona X conmigo. También llevé la calibre 38 de Ward Moseley. No planeaba disparar con ella; sólo quería que Buddy la viera y se impresionara. Una 38 de níquel plateado era mucho más siniestra que una escopeta barata 22, con el cañón corto. Yo vestía una chaqueta de faena adquirida en los excedentes del ejército y guardaba la pistola en uno de los amplios bolsillos laterales.

Llenamos nuestras cantimploras con refresco de naranja Nesbitt y nos encaminamos hacia los arroyos. Cuando estuvimos sentados en nuestro lugar favorito, saqué La hormona X y la hojeé despreocupadamente.

``¿Qué es eso?'', dijo Buddy.

Le mostré la portada.

``Presta'', dijo. La hojeó, mirando primero las fotografías amarillentas, luego el texto. Frunció el entrecejo y sus labios comenzaron a moverse.

``Mierda'', dijo ``¿Qué demonios es tumes, tumesce...?''

``Tumescente'', completé.

```Miembro tumescente'. ¿Qué diablos se supone que significa eso?''

``Verga tiesa'', dije.

``Bueno, con una chingada, ¿por qué no lo dicen así?''

No lo pude auxiliar en ese punto.

Leyó: ``Carlyle acercó con suavidad su miembro tumescente a la caliente... ¿qué? ¿Volvo de Vivian? ¿Se está cogiendo a un maldito y cachondo auto extranjero?''

```Volvo' no. `Vulva'.''

```Vulva''', sacudió la cabeza, incapaz de preguntarme el significado de la palabra. Me devolvió el libro. ``Esto no vale ni el papel en el que está impreso. Dudo que algún ex rojillo lo haya escrito. Se trata más bien de un imbécil que fue a la universidad.''

Cogió de nueva cuenta el libro y lo abrió en las fotografías. ``Sin embargo, las fotos son muy buenas. ¿Tiene más libros tu padre?''

``Sólo comics'', le contesté.

``Tijuana Bibles'', dijo. ``Las he visto. Son muy estúpidas.''

Tomó la carabina y la examinó, como si fuera un artefacto extraño que nunca hubiera visto antes. Abrió la recámara y luego la cerró de golpe. Entonces disparó. Vi la bala que curveaba sobre el Cañón y astillaba una enorme roca como a treinta metros de distancia.

Saqué la 38 y disparé tres veces a la roca. La 38, incluso con su cañón corto, tenía más velocidad que la carabina y confería dos veces más autoridad. Me sorprendió su poder al vibrar en mi mano. Buddy saltó alejándose de mí, asustado. Era el efecto que deseaba causar. ``¡Maldita sea! ¿Dónde conseguiste esa chingadera?'', dijo.

Comencé a contarle, pero un grito que provenía del otro lado del arroyo atravesó el aire. Un hombre y una mujer salieron corriendo, encogidos, de detrás de la roca a la que habíamos disparado. Estaban desnudos. La mujer cayó y el hombre se detuvo para ayudarla. Entonces, el hombre levantó la vista hacia nosotros. ``¡Pinches idiotas!'', gritó. ``Voy a subir hasta allá y les voy a meter esas pistolas en el culo.'' Entrecerré los ojos muy fuerte para aguzar la vista. Se trataba de un hombre como de 30 años y muy grande. Regresó corriendo a su refugio detrás de la roca y luego asomó ajustándose los pantalones. Le lanzó una manta a la mujer y en seguida se sentó para ponerse los zapatos. La mujer permanecía encogida, abrigándose con la manta estrechamente.

``Vámonos de aquí'', le dije, saltando.

Buddy no se movió. Cargó la carabina una vez más. Después volvió a disparar hacia la roca. El hombre, que había empezado a caminar hacia nosotros saliendo del Cañón, se detuvo paralizado. Parecía que iba a gritar otra vez, pero se quedó con la boca abierta. Comenzó a retroceder en la pendiente, como si se diera cuenta de que había subestimado contra qué se enfrentaba.

Yo sí me había dado cuenta. Buddy tenía una expresión en la cara que había hecho a mi corazón estremecerse. Una mezcla de odio frío y una horrible calma lo hacían verse mayor. Era un extraño para mí, alguien de otro mundo, un mundo de colinas de pinos, ardientes resentimientos; la sangre guerrera de antiguos clanes. Súbitamente, me hallaba yo más asustado que el hombre que estaba al otro lado del Cañón.

``¡Ven acá, mamón!'', gritó Buddy. ``¡Ven acá y métenos las pistolas en el culo!''

La mujer comenzó a gritar nuevamente. ``¡Son asesinos, Philip! ¡Vámonos de aquí!''

Philip recogió la ropa de la mujer y empezaron a alejarse por un costado del Cañón. La manta se enredó en unos arbustos y resbaló de los hombros de la mujer. La abandonó allí. Miré cauteloso hacia Buddy, que continuaba apuntando hacia abajo el cañón de la carabina. ``Mira cómo se menea ese enorme culo'', dijo. ``No me molestaría para nada agarrar un poco de eso.'' La mortífera calma de su voz nada tenía que ver conmigo, ni con nada que yo conociera hasta entonces.

Cuando Philip y la mujer se fueron, nos encaminamos hacia el auto.

``Será mejor que nos alejemos'', dije. ``Probablemente irán a llamar a la policía.''

Buddy aprobó pero sin prisas. Cuando llegamos al coche, no lo echó a andar de inmediato. Se sentó tras el volante con las manos descansando en su regazo, meditabundo, mirando fijamente a través del parabrisas.

``¿Sabes?'', dijo. ``He estado pensando. `Vulva' es tal vez la palabra más sucia que he escuchado nunca. La forma en que suena... Será mejor que dé otro vistazo a esa Hormona X.''

``Por Dios, ¿echarás a andar el auto?'', le dije. ``Tenemos que largarnos antes de que vengan los policías.''

Me lanzó una mirada y sonrió. Divertido Desprecio. ``¿Sabes una cosa?'', dijo. ``Finalmente creo que lo has entendido.''

Esto me espantó. Pero de algún modo estaba halagado. ƒl había estado pensando en mí; yo era alguien que necesitaba comprensión. No me había ocupado de él. Hasta ahora.

``Pierdes la cabeza'', dijo. ``Debes tener todo listo al momento en que cae el maldito sombrero. Eso no te ayudará en una carrera larga. Tienes que recordar que eres el centro de todo lo que te rodea, algo así como lo dicen en la TV: `el ojo de la tormenta'. Si olvidas eso, entonces sólo eres parte de la tormenta -viento y árboles desgarrados y una alarmante y pequeña porquería.''

Regresamos a la ciudad, como si todo cuanto hicimos no hubiera sido más que matar otro aburrido día de verano. Después de dejar la 38 y La hormona X en mi casa, nos metimos a una matiné. No había mejor lugar que un cine para tumbarnos a relajar. Luego fuimos a su casa. Me pidió que me quedara a cenar. Su madre había preparado pollo frito y ensalada de papa. La mesa estaba servida, pero ella agregó otro plato.

``Bueno, hijo'', me dijo su padre cuando nos sentamos. ``¿Cómo están tus padres?''

``Muy bien, señor'', le respondí. ``Están trabajando esta noche, en Convair.''

ƒl asintió. ``Esos B-36 mandarán a esos ateos comunistas de regreso al infierno, en el momento justo en que estén reproduciéndose.''

Buddy me lanzó una mirada -una nueva expresión en su rostro: Aprobación Provisional.

Yo estaba aprendiendo.

Tomado de GQ. Traducción de Humberto Rivas. Este texto se publica con la autorización del autor.