Nos llegan los dos primeros números de la revista Colombre, publicada en Jalapa por Rafael Antúnez. Contienen poemas de Ripellino, Picciotto, el colombiano Armando Romero, profesor de temas subcontinentales en Cincinnati, José Luis Rivas y José Homero entre otros. Hay, además, hermosos textos de Buzzatti, Bachelard, S.J. Perse, Breton, Primo Levi, Joseph Roth y Bobbio. El bueno de Don Norberto en su ensayo sobre Cicerón y su De senectute nos hace recordar el soneto furioso escrito por Usigli en plena vejez para oponerse a esa visión de la ``edad dorada'' ciceroniana en la que ya se está libre de pasiones, ambiciones y miseriucas. El primer verso del soneto truena: ``Vejez, fraude cabrón, hija de puta.'' En fin... cada quien habla de la feria... Sirva esto para proponer a los teatreros de este país que se asomen a la obra completa de Usigli publicada por El Fondo de Cultura. Tal vez la lectura de Jano es una muchacha y de Corona de sombras estimule una imaginación que, en estas fechas, tiene como última frontera los propios ombligos de los ``hombres de teatro''.
Siglo Veintiuno nos manda las meditaciones sobre el socialismo del gran teórico polaco Adam Schaff. Se trata de una obra de notable actualidad, equilibrada y rigurosa. Tantos adjetivos se justifican ampliamente, pues, ante los excesos, los delirios y las trampas de un neoliberalismo que califica de ``estalinistas'' hasta a los más rosáceos socialdemócratas, conviene revisar la historia reciente y dar respuestas sinceras a la pregunta que tanto preocupa a Schaff: ¿por qué la gente está desilusionada del socialismo?
Próximamente publicaremos los textos escritos por los locos y beneméritos editores de poesía, para explicar las razones profundas de su locura sagrada. ¡Benditos sean los tucanes, los ambosmundos, los verdehalagos, los conacultas y fondos...! Gracias a ellos se mantienen abiertas las puertas de esa ``libertad bajo palabra'' que es y será la poesía. Verdehalago nos manda el Discurso a los cirujanos de Valéry, Es de Emaz, Breviario del Unicornio de Valdivia y otros valiosos títulos. Por su parte, Jorge Lobillo nos envía desde Jalapa sus traducciones de Mario Cesariny, el último de los surrealistas lisboetas. Pronto las publicaremos pues vienen a enriquecer el panorama de la traducción de la poesía portuguesa al castellano, en el que brillan çngel Crespo, Francisco Cervantes, Carlos Montemayor y Eloísa çlvarez.
Ediciones Era nos manda los Cuadernos de Gofa de Hugo Hiriart (que leímos en 1982). Don Gaspar Dódolo (el profesor de apellido parecido a un helado italiano) nos conducirá por los vericuetos de la Antigua Ciudad de Gofa, vigilado por su feroz enemigo, el virulento Helmhotz. Nos emocionó la dedicatoria a Manuel Becerra Acosta, una de las mejores plumas del periodismo mexicano. Desde aquí mandamos un abrazo fraternal para el historiador de Gofa y para el gran periodista.
Nos dicen que han encontrado (se dice el encuentro, pero no el encontrador) unas notas de Salvador Novo sobre gastronomía mexicana que contienen recetas y reflexiones sobre las peculiaridades de las distintas cocinas regionales. Espero que se publiquen pronto, pues urge recuperar la receta noviana del huachinango relleno de nopales. En torno a este tema, dediquemos un recuerdo a Marichu, Josefina Velázquez de León, el inspirado Portilla, Mayita Parada, Aragón Leyva, la inolvidable Sra. Estrada, así como a Diane Kennedy y Ralph Romano, estudiosos norteamericanos de nuestra gastronomía. Mis compañeros de generación compartirán sin duda estas preocupaciones por los ``alimentos terrenales'' que, a la altura en que andamos, se vuelven sumamente importantes. Ya lo decía el Conde Lucanor, adaptado por el Casona de las ``Misiones Populares'' de la República Española: ``A los veinte padecí la lujuria, a los treinta la ira y a los cuarenta la soberbia. Ahora, con mis cincuenta cumplidos, y antes de que me llegue la avaricia que es maldición de viejos, bendita sea esta gula que me libra de tantos males y me ofrece tantos bienes.''
HGV
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de lo artificial
Próvido fagot, melodioso abuelo, permite que te hable así, apóstrofe se llama la figura, con algo también de prosopopeya. ¿Cómo describir tu peculiar timbre? El lenguaje se resiste, ¿qué puedo decir que exprese tu sustancia sonora? Diré: eres grave y ronco, pero eso es poco decir. Tienes, como el Arcipreste de Hita, ``la fabla tumbal'' y eres, como él, pescuezudo. No he avanzado mucho con esto. Tuyo no es el frívolo y aflautado trinar del pajarillo ni el parpar del pato, que el oboe mimetiza, ni ese chillido de endecasílabo famoso:
No, ningún animal de pluma puede tener tu voz. Monstruo sería el ave si cantara como tú, bong, bong, bong, desde una rama. Busquemos, entonces, animal de pelo y cuerno. Un mugido, tal vez; Paul Claudel dijo que el nombre Holofernes, que es de emperador loco, suena a mugir salido de lo hondo de una caverna. Y algo hay de eso. Pero no, el mugido es demasiado confuso y apagado. No tiene la esbelta nitidez del toque de fagot. ¿Entonces? El barritar del elefante, no; es muy trabajoso y recuerda la trompa de caza. Pero ¿qué tal el ladrido de la foca? Es mejor candidato. Pero ¿cómo comparar ese ruido circense e irresponsable con tu estirada severidad de maestro cantor? Porque tú, viejo fagot, si algo eres, es ese sólido y confiable esclavo del deber cumplido, que hace en la orquesta papel de padre providente. Y ahí estás muchas veces haciendo su modesto y rítmico bong, bong, mientras la flauta travesera, siempre primadonesca, el engolado clarinete, tenor italiano, y el oboe afilado y pastoral, se sueltan el pelo en trío feliz y melodioso. En inglés fagot no se dice fagot, sino con voz casi onomatopéyica, bassoon. Y la palabra fágot (así acentuada por ellos) quiere decir, entre otras cosas, ``haz de leña'' y según el diccionario de Oxford: ``slang, offens, US, male homosexual''. Homosexual masculino, ¿por qué, abuelo fagot, este significado? ¿Te saben algo? Fagot usado así es como un apodo o sobrenombre. Hay muchos otros aplicados a lo mismo, Freud sabrá por qué. Oigamos hablar a un experto tanto en palabras, como en la materia. La Oda a Walt Whitman de García Lorca es un poema extraño. Una parte consiste en la exposición y defensa de la homosexualidad. Otra, sin transición, en un ataque virulento, casi histérico a los que llamaríamos ahora ``locas'', y que Lorca llama ``maricas''. El cuerpo de ella es una famosa retahíla de apodos: ``Faeries de Norteamérica,/Pájaros de La Habana,/ Jotos de México,/ Sarasas de Cádiz,/ Apios de Sevilla,/ Cancos de Madrid,/ Floras de Alicante,/ Adelaidas de Portugal.'' Fágot no está en la lista, de seguro porque un fágot es uno de esos ``hombres de mirada verde que aman al hombre y queman sus labios en silencio'', a los que Lorca aprecia y salva, y no un apio o una loca, a los que el poeta, vaya usted a saber por qué, ataca con salvaje elocuencia: ``maricas de todo mundo, asesinos de palomas/ esclavos de la mujer, perras de sus tocadores''. Como sea, la lógica de estos sobrenombres vejatorios es poética; un apodo es una metáfora con aguijón, que sobrevuela como abeja y se clava poéticamente sobre la víctima. A veces, como en el caso de fagot, todo está, creo, en la rareza elegante, y hasta chistosa del sonido de la palabra. Pero, fagot refinado, apartémonos de la gleba injuriosa y recupera tú la voz cantante en este escrito. A veces la llevas, ni qué decirlo, en la orquesta, o como solista puntilloso, barítono bufo y sentimental. Y Nikos Skalkottas (1904-1948), discípulo de Schoenberg, y muerto, ay, joven, te compuso una sonata concertante donde, acompañado de piano, cantas durante 25 minutos 47 segundos y tu canto, por fortuna, se acerca más a Stravinski que al del difícil e insociable mentor del griego. Y Degas te puso en primer plano de un cuadro famoso, con inevitable ballet al fondo. Admirable fagot, me gustas, me gustas por elaborado y complejo: entre la rústica caña agujerada y tú, pipa gigantesca y musical, sonora chimenea, están enteros el ingenio y la civilización humana. Jirafa de viento, brontosaurio, tienes no sé qué lenta grandeza de animal extinguido, sí dodo de la orquesta. Y aquí, con estas palabras, termino tu tan merecido encomio. Ten salud y sigue cantando, dulce hermano mayor de todos nosotros.
Estuve meses tirado en la alfombra. El 6 de diciembre decidí hacer algo con mi vida y alcancé a Freud en su visita a Nueva York. Me escuchó decirle: ``Siento que soy transparente.'' Freud sorbió mocos, tragó saliva, y no me prestó ninguna atención. Concluí que, en efecto, yo era invisible para los psicoanalistas. Traté de cambiar las cosas pero me equivoqué. El 7 llegué a Chinameca, segundos antes de que Guajardo asesinara por la espalda a Emiliano Zapata. Lo increpé: ``Eres malo.'' Cuando Zapata volteó a ver la escena, Guajardo lloraba, con la pistola en el polvo. Me pidió perdón. Le dije: ``No te mataré porque no soy como tú.'' Sin embargo, Zapata sí le disparó, y me decepcioné de él. Sin deseos de cambiar nada, el día 8 le abrí la puerta del Apolo 11 a Armstrong: ``Fíjate en los escalones, Neil, no vayas a caerte'', le dije. l respondió: ``Es un pequeño paso para un hombre, un paso gigante para la Humanidad.'' Tenía la frase bien memorizada: no nos dejó dormir ni a Aldrin ni a mí (Collins se puso tapones de oído) repitiendo esas palabras célebres en distintos tonos de voz. Al final, la dijo sin errores. Y sentí felicidad por él: una falla y le habría costado la fama. Regresé corriendo, pero no había recados tuyos en la contestadora. El 9 me exilié a Rusia. Los bolcheviques entraron al Palacio de Invierno pero ya no había nadie. Les advertí: ``Oigan, no vayan a construir guillotinas.'' Me miraron con rencor. Terminé en Kolymá. Vi los cadáveres congelados de los prisioneros y me pregunté si revivirían algún día. Un escritor con los ojos desorbitados me comentó que el humo que salía de la chimenea en Buchenwald provenía de cuerpos de judíos. ¿Qué podía yo hacer? Ni modo de salvarlos. Me quedé en cama hasta que las bombas cayeron sobre Sarajevo. El día 10, los hippies de San Francisco me dieron un poco de LSD. Todo se veía tan colorido que olvidé decirles algo sobre Vietnam. Nunca lo recordé. Cuando ``bajé'', la gente se arrojaba al pavimento en Wall Street. Yo pregunté si era por Buchenwald, pero todos hablaban de dinero. Por la tarde, harto de caminar en círculos, invité a Bill Gates a cenar, pero llegó W.R. Hearst. Un semáforo en rojo me hizo llegar tarde. Cuando por fin llegué, Althusser ya había ahorcado a su esposa. De todos modos le comenté algo contra la violencia intrafamiliar. Pero yo creo que no me escuchó. Estaba un tanto indispuesto. Terminamos en el mismo hospital -con las clavículas fracturadas- cuando Poulantzas nos cayó encima con todo y sus libros de Marx. El Papa lo vio todo y no ayudó. No, no vi los dedos del Che. Sólo me topé a Mastroianni en un Super 7, Sonrió y encendió un cigarro. El 11 esperé a que llamaras. Mientras, me asomé por la ventana. Y, no me lo vas a creer: detrás de la barda, seis matones le dispararon al automóvil de John F. Kennedy. No lo soporté. Salí a gritarles por la ventana, pero desaparecieron entre la multitud. Bajé y supe que celebraban el final de la Guerra Mundial: un fotógrafo le pidió a una pareja que se besaran para la foto. Lo hicieron y, después, se separaron. Subí para esperar a que llamaras, pero el teléfono estaba muerto. Así que, por la noche, decidí aprender chino y unirme a la Gran Marcha, pero, cuando pude pronunciar ``hola'' y ``adiós'', la Revolución Cultural ya había prohibido esas palabras. Así que terminé tratando de conversar en un café con un negro que me golpeó por no llamarlo ``afroamericano''. El 11 me quedé viendo una película de Buñuel. La interrumpían con comerciales de Nike. El 12 era sábado. Lavé trastes. Revisé el buzón. No había carta tuya, sólo un paquete explosivo para Marilyn. Lo regresé al correo, y me detuvieron. ``No soy Charles Manson. se ya está en la cárcel'', dije. Me recordaron la Guerra del Golfo. ``Llévenme con un psicoanalista'', pedí. Resultó: Lacan me desestimó, diciendo que el explosivo era una construcción del lenguaje. Al salir, vi a gente levantando un muro. ``¿Esto es Berlín?'', le pregunté a un viejo polvoriento. ``Nagasaki'', respondió. Seguía yo bajo la sábana, mientras pasaba el bombardeo. Pero me dio calor y encendí la televisión. Anunciaban pastillas de dieta. Me reí: yo era invisible. Luego, me deprimí un poco y le llamé a Freud: estaba la contestadora con la voz de Ana. La escuché un minuto. Todas esas cosas sobre incestos. Compré el periódico. La primera vez que lo leí traía una esquela para García Lorca. La segunda, el anuncio de unos descuentos en Disneyworld. La tercera, el Presidente me acusaba de ser el responsable de la crisis. Se refería a la de los misiles. El 13 era martes. Y suspendieron el bombardeo. El 14 me llamó el Dalai Lama. No pude retener su nombre. Me hice pasar por la sirvienta de la casa. El 15 llegó el recibo del teléfono y me cobraron la retahíla de Ana Freud como ``servicio pregrabado para hombres''. Me molesté bastante. Hoy 16, pensé en irme de regreso a la Luna. Sería mejor, aunque no haya pizzas a domicilio. Cuando regreses, lo discutimos. Será una opción. Después de todo, si es verdad que asesinaste al archiduque Francisco-Fernando en Sarajevo, no tendremos muchos más lugares a donde huir.
La vida moderna ofrece dos tragedias que rara vez van separadas: la falta de tiempo y la capacidad de ofensa de los amigos. Aunque todos estamos ocupadísimos, de pronto alguien encuentra un huequito emocional para recordar que lo tenemos en el abandono. Un impulso defensivo nos lleva a pensar en lo susceptibles que se han vuelto los demás. ``El infierno son los otros'', ya lo dijo Sartre, lo cual significa que Edgar está sentido. Edgar es un mal hábito al que ya no podemos renunciar; lo queremos sin saber por qué. Todavía usa suéter de Chiconcuac, todavía oye In A-Gadda-Da-Vida y todavía cree que vio un ovni en 1973. De modo misterioso, nuestra amistad se nutre de estas constancias, y de su generosa disposición a recordar que ganamos un campeonato de golfito. Si dejáramos de verlo, nadie evocaría la forma en que entramos al hoyo del caracol de un solo tiro. A los cuarenta y tres, Edgar considera que abrir refrescos con los dientes es normal, y eructar a media cena, divertido. Su contacto con el entorno es, por decirlo con guantes, brusco. Sus hijos sólo se le acercan cuando tienen puestos sus cascos de ciclistas. Pero Edgar también tiene zonas sensibles. Sus ojos se llenan de nostalgia cuando recuerda la lata de Leche Nido con mariguana que le robó el Bóiler, la noche en que orinó junto a uno de los Animals en el baño del Teatro Metropólitan o las interminables justas en el Golfito Carabalí, de Acapulco, que para una generación fue el Maracaná de la vagancia. Edgar resulta inseparable de nuestra dudosa biografía. Al menos eso pensamos hasta que el teléfono nos comunica esta enormidad: el único amigo que nunca ha vacilado en reconocer la autoría de sus pedos, nos habla como quinceañera poblana, en el tono más vengativo del despecho. Hace seis meses que no nos vemos. Es el momento de citar A puerta cerrada y declararnos sartreanos de corazón: los demás son infernales. Sin embargo, un último rastro de consideración al prójimo nos lleva a ver la agenda y comprobar cuán vacíos estuvieron los meses en los que no tuvimos un minuto libre. Edgar está en lo cierto, no lo vimos por simple amnesia. Además, sigue siendo un gran amigo: reprimió su natural deseo de allanar nuestra casa para poner su acetato de Iron Butterfly y no recurrió a otra agresión que aplicarnos la ley del hielo durante un semestre. Lo malo es que ni siquiera notamos que nos había retirado el habla. Entonces se puso chipil. Llega el momento de pedir perdón, y como esto no basta para agraviarnos a gusto, recurrimos a la memoria dolorosa: la noche en que Edgar se quitó su suéter de Chiconcuac para abrigar a nuestra hija regresa a cobrar su factura sentimental. Somos unos canallas. Para colmo, en los pasados seis meses hemos visto demasiado a Micky, lo cual comprueba otra paradoja de las relaciones sociales: puesto que él no es de confianza, cuesta trabajo rechazar las invitaciones en las que acabamos ayudándolo a mover los muebles de la casa (su pasión por renovar refrigeradores y redecorar la sala ya le costó una hernia a nuestra hipocresía). ¿Qué ha sido de nuestras vidas? Las agendas proclaman el mal reparto del afecto. Ya lo dijo nuestra comadre: somos ``muy poco detallistas''. Eso sí, conviene aclarar que para ella ``distinguir un detalle'' significa memorizar la fecha de bautizo de su tercer hijo, una proeza difícil para los compadres que por misterios de la pasión y del ácido lisérgico sólo recuerdan récords de los años setenta. Obviamente, la culpa de todo este enredo es del sincretismo cultural. Habitamos una ciudad intransitable pero conservamos sentimientos de cuando las novias iban en carreta. La solución consiste en poner el afecto en manos de la mercadotecnia. Proponemos fundar la compañía Amigos, S.A. de C.V., destinada a reunir a la gente apartada por la distancia, las intrigas y los malentendidos. Gracias a la cibernética, se podrían archivar los agravios, las citas, las exigencias y los gustos comunes que deben compartirse a lo largo del año. Como la amistad es cosa de dos, el primer signo de que una relación prospera, sería el de inscribirse en Amigos. Las hábiles secretarias de la empresa le recordarían a cada quien por separado cuándo se tienen que ver y de qué deben hablar. En toda asociación que se respete hay jerarquías, de modo que los clientes podrían afiliarse como Gente de Confianza (se aprecian sin decirse sus verdades), Cuates del Alma (se dicen verdades tolerables), íntimos (se quieren, a pesar de sus verdades) o íntimos Plus (su amistad es una verdad que duele). Para organizar encuentros, Amigos, S.A. de C.V. tomaría en cuenta el tráfico, los costos, las fobias y las adicciones, es decir, que garantizaría una ventana cerca de Edgar, por si se le ocurre sacar una bacha. Cuando una de las partes se distanciara, el rezagado recibiría un programa de apoyo y la oportunidad de pasar a la fase Amigos Desconocidos (las almas gemelas que aún no nos ofenden porque no saben que existimos). Urge que alguien salve la amistad por nosotros. Al menos para quienes nunca llegamos a tiempo a los recuerdos y dejamos pasar los días sin disfrutar las certezas que sólo brindan los amigos: la vida es una mierda, pero fuimos campeones de golfito.
Las voces femeninas pueblan de murmullos el mundo antiguo: gritan cuando se mata a la bestia en el sacrificio; lloran en los cortejos fúnebres; cantan en los coros de las festividades; parlotean en casa cuando se cierran las puertas. Pero esos gritos, esos llantos, esas tonadas, esos cotilleos a la sombra, ¿no delatan una imposibilidad de hablar? Aun en tiempos de Safo (600 a.C.) a las mujeres se les restringió el uso de la palabra. Y es irónica la forma en que la posteridad anotó a la griega en la nómina de los consagrados: ``Décima Musa, mortal entre las inmortales'', un alias que soslaya su sexualidad, su existencia real. En contraste, Ovidio sentenció: ``¿Pero alguien ha visto algo más lascivo que Safo?'' Tomar la palabra ha sido para las mujeres una empresa difícil. En nuestros días, el problema para las poetas ha sido darle voz a un sujeto que durante siglos recibió el trato de objeto. En España, un país que arribó a la segunda mitad de nuestro siglo bajo un sistema político y social restrictivo, reemplazar al sujeto femenino de la lírica tradicional ha sido una labor doblemente difícil, que sin embargo en los años posteriores al franquismo alcanza un ritmo febril. Una reciente antología, Ellas tienen la palabra (Hiperión, 1997) deja ver en pormenor el desmontaje de ese sujeto, verificado por las poetas en las últimas décadas, al tiempo que descubre sus efectos: en lugar de identidades fijas, la comparecencia de nuevas personas poéticas, cada vez más ricas y mudables, cada vez más conscientes de su provisionalidad. Asumidos como contingentes, los puntos de vista de las autoras antologadas ganan en fluidez y en porosidad. Más de cuarenta voces componen la selección, que incluye a poetas nacidas entre 1950 y 1968. Por su agudeza y su lucidez sobresale Ana Rossetti (Cádiz, 1950), autora de estos versos dedicados ``A un joven con abanico'': ``Y qué encantadora es tu inexperiencia./ Tu mano torpe, fiel perseguidora/ de una quemante gracia que adivinas/ en el vaivén penoso del alegre antebrazo./ Alguien cose en tu sangre lentejuelas/ para que atravieses/ los redondos umbrales del placer/ y ensayas a la vez desdén y seducción./ En ese larvado gesto que aventuras/ se dibuja tu madre.../ Y tus ojos, atentos al paciente/ e inolvidable ejemplo, se entrecierran./ Y mientras, adorable/ y peligrosamente, te desvías.'' El espionaje de un ademán ajeno desemboca en el hallazgo de afinidades. Abordado por el ojo de la gracia, el joven acaba por develar su intimidad. La tensión erótica se resuelve en reposo: el deseo encuentra una forma de plenitud en la complicidad. La ironía con que Rossetti subraya la inexperiencia del muchacho (mano torpe, vaivén penoso, larvado gesto) tiene un timbre de indulgencia, como si en esa ineptitud hallara la escritora el vislumbre de una historia familiar: la historia de la niña que ha rastreado un destino en los gestos de la madre-mujer. Inútilmente. Rossetti rechaza toda construcción previa de la figura femenina. En ``Calvin Klein, underdrawers'' describe sus reacciones ante un anuncio callejero: ``...Suave estuche de tela, moldura de caricias/ fuera yo, y en tu joven turgencia/ me tensara./ Fuera yo tu cintura,/ fuera el abismo oscuro de tus ingles,/ redondos capiteles para tus muslos fuera,/ fuera yo, Calvin Klein.'' Para seducir al ama de casa con poder de compra el anuncio pretende interesarse por sus deseos. Rossetti se burla de la celada (el uso del subjuntivo sirve para constatar su aguda conciencia de la manipulación virtual) y se pone a celebrar, en un tono que combina la sensualidad y la parodia, el cuerpo del mozo en calzones. Así consigue, en pocas líneas, satirizar las respuestas anticipables de un sujeto ideal y transmitir un sentimiento erótico de alta combustión. Eliminado el filtro del recato, la poeta explora el placer de nombrar los cuerpos censurados durante siglos. Como Quevedo, Rossetti y su coetáneas hablan de un cuerpo vivo, con orificios, protuberancias, genitales. En su lucha por abolir estereotipos, construyen personalidades alternativas que atraen por su manera de poner en jaque los roles disponibles: ``Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos./ Démonos prisa desvalijándonos,/ destruyendo el botín de nuestros cuerpos./ Al enemigo percibo respirar tras el muro,/ la codicia se yergue entre sus piernas.// ...Que la grieta, en el blanco ariete/ de nuestras manos, pierda su angostura.//...Y besémonos, bellas vírgenes, besémonos./ Expolio singular: enfebrecidas,/ en nuestro propio beneficio arrebatemos/ la propia dote...'' Más que una simple invitación al abandono de toda regla, estos versos son un llamado a resistir la idea de un cuerpo virtuosamente dócil. Como los himnos a Dionisos, el dios que arranca a las mujeres de su telar para arrastrarlas a la montaña, su cometido es transgredir y equilibrar el espíritu de limitación y de orden. Al igual que ciertos epitalamios de la antigüedad, cumplen una doble función: darle voz a las imágenes de violencia que acompañan a la iniciación sexual y garantizar la continuidad de un ser humano deseante. Como un eco, desde la isla griega de Lesbos resuenan, entonadas por muchachas adolescentes, estas palabras de Safo: ``¡Un altísimo techo,/ oh Himeneo,/ levantad, carpinteros!// ¡Viene el novio hecho un Ares,/ oh Himeneo,/ más grande que un gigante!''
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