La Jornada Semanal, 24 de mayo de 1998
Deturpar a un autor ha sido una de las mejores estrategias para consagrarlo. El caso de Ellis, el novelista más criticado, más defendido, más amado y más vendido de EU en ambas acepciones del término, es estudiado aquí de modo ejemplar por Will Blythe, uno de sus más descreídos defensores.
Cada temporada, más o menos, existe un escritor que funciona para la literatura como una especie de chivo expiatorio; el tipo de autor a quien se le puede despreciar con facilidad sin haber leído una sola palabra de su trabajo. El público que azota de tal manera a una figura, tiene la casi sacramental impresión de que aún hay niveles, y que la generalmente fratricida ``comunidad'' literaria comparte estos pareceres. Inevitablemente, los libros de este escritor no son ni tan malos como sus detractores (casi todos) quisieran hacer creer, ni tan buenos como los reflexivos contrarios clamarían. Con frecuencia, el autor ha sido el beneficiario de una aceptación, de una infatuación de los medios, de un excesivo primer libro que aporta la fama y la riqueza. En la actual ecología literaria, esto coloca en la trampa al escritor para matarlo como a un ñu rechoncho que se ha separado de la manada.
A juzgar por la salva de reseñas biliosas que se ha disparado recientemente contra su narrativa: Los confidentes, la temporada se ha abierto una vez más sobre tal figura, el satánico bebé-asesino Bret Easton Ellis. Su nuevo libro es ``tan cínico, superficial y estúpido como la gente que describe'', resuella en un arranque de desprecio Michiko Kakutani del New York Times en un examen consensual. No es esta la primera vez que la ficción de Ellis ha sido recibida tan cálidamente. Su última novela, Psicosis americana, provocó tal repulsión que tanto Tammy Bruce, de la National Organization of Women (NOW), como Roger Rosenblatt (el perro de pelea de la clase media), de Life, intentaron estrangularlo en la cuna. ``Sin sentido'', ``sin tema'' y ``sin nada'', Rosenblatt jadeó en el Times meses antes de que el libro se publicara. Es regocijante ver libros que se han tomado tan en serio, pero ¿realmente se lo merece? Quiero decir, ¿verdaderamente sin nada? ¿Puede ser tan mala la ficción de Ellis? ¿Contener tanta maldad?
En el caso de Psicosis americana, la respuesta es un inequívoco no. Es una horripilante pero poderosa novela. Ayuda a traspasar la puerta de la Edad de Oro del Descuartizamiento en libros y películas estadunidenses, como es evidente en los trabajos recientes de Quentin Tarantino, Oliver Stone y Denis Hopper. La historia de Patrick Bateman, un corredor de bolsa obsesionado con la ropa y el cabello, bien parecido pero que también es un asesino en serie, es un cómico, profundo y misantrópico ejercicio de horror y transgresión. (Ellis es Ann Beattie con una motosierra.) A pesar de que Bateman posee el carisma de un robot, su apariencia y posición le aseguran que la gente nunca discernirá su verdadera naturaleza, aunque tenga el hábito de hablar de más en los restaurantes de moda y exponga este tipo de sentimientos: ``mi necesidad de involucrarme en un comportamiento homicida a gran escala no puede ser... hummm... corregida''.
Transgredir es, implícitamente, buscar los límites, y para Ellis y otros escritores de su estirpe, la violencia constituye un último recurso de los personajes para irrumpir en niveles más profundos de sentimiento, para penetrar un malestar y un aburrimiento que encubren una rabia casi infinita. A su fallida, salpicante, sangrienta, chistosa, a veces torpe pero libre manera, Psicosis americana equipara al asesino en serie con el ávido consumidor. (Un grupo compra hasta desfallecer, el otro dispara hasta desfallecer.) A Ellis se le considera más como un prosista que como un poeta; su lenguaje no canta. Pero en su intento por retratar todo el letargo del alma estadunidense, su libro es mucho mejor que las delicadas, artificiosas novelas que surgen a su alrededor como margaritas cercando a un árbol partido por un rayo. Claro, si se acusa a Ellis de cualquier cosa, permítasele ser ingenuo: no es ninguna novedad que la gente se deslumbre con todo lo que brilla, ni que esto no sea tolerado de cuando en cuando. Bajo el elegante exterior negro de Ellis late el dulce, tímido corazón de un moralista.
Dadas las modositas, mojigatas, claramente histéricas reacciones contra Psicosis americana y Los confidentes, nace la tentación de elogiar mucho la nueva novela. Sin embargo, la primera reacción ante el libro probablemente sea la esperanza de que eso represente la despedida ceremoniosa de Ellis a los años ochenta, porque después de la brillante valentía de Psicosis americana, Los confidentes marca el paso en un terreno familiar: las tan satirizadas inmediaciones de la era-Reagan-sur de California, ya retratadas en su primer trabajo novelístico, Menos que cero. El libro contiene trece historias enlazadas, de traición y hastío e incluye un frío elenco de viajeros espaciales, vampiros, niños asesinos y, peor, gente de cine y muchachos de las fraternidades de la Universidad del Sur de California (USC). Leer Los confidentes después de Psicosis americana, produce la sensación de andar paseándose por el centro comercial después de haber pasado una dura temporada en la peni.
Pero, al igual que Psicosis americana, éste es un muy buen libro con el que no se le acredita a Ellis. Kakutani se queja de los personajes superficiales creados por Ellis, pero, por favor, ¡denle un respiro al muchacho! l está exagerando las deficiencias de sus amigos de las fraternidades y de los derrochadores del Valle, de la misma forma que Flannery O'Connor distorsiona en figuras grotescas a sus campesinos ignorantes de Georgia para marcar puntos teológicos. Ellis sueña una pesadilla warholiana en la que todos son absolutamente inconmovibles, donde las noticias de un asesinato o del piquete de un mosquito son recibidas con la misma indiferente ecuanimidad. Todo es reminiscente del cine, de la TV. En uno de los relatos un muchacho visita el sitio en el que su padre murió en un accidente aéreo. Un guardia del parque en el que cayó el avión, le describe el cadáver de su padre: ``Cuando lo vi... me pareció... como... una miniatura, pero muy delgada de Darth Vader... sí... como un pequeño Darth Vader... el de la Guerra de las galaxias, ¿entiendes?''
La novela contiene un desarrollo, de tal manera que las historias progresan de lo banal a lo terrorífico y de allí a -tuve que verificarlo un par de veces para asegurarme- una tenue esperanza, ya que los dos últimos textos presentan personajes que muestran incipientes brotes de conciencia. La banda sonora es la basura pop de los años ochenta: Men Without Hats, A Flock of Seagulls.
Por supuesto, en Los confidentes no son sólo las canciones lo único que es desechable.
Casi todas las historias clarifican esto, aunque quizás ninguna como el capítulo ``Los secretos del verano'', la historia del vampiro que ya ha sido muy ridiculizada en la prensa por pinchar en la misma vena sangrienta que Psicosis americana. El protagonista tiene la inclinación por devorar bisteces crudos en los cines y por levantar muchachas en los bares del Valle. Una noche, mientras chupa el cuello de la muchacha que acaba de levantar, descubre, para su disgusto, que ella anda viajando en heroína y que pronto él también lo estará. Sin embargo, la pérdida de sangre apenas amaina el ardor de su compañera. A la mañana siguiente, nuestro vampiro encuentra una carterita de cerillos en la que se lee el número telefónico de la muchacha y una nota: ``la pasé salvaje''.
Sí, el simbolismo del vampiro es un poquito obvio, pero me quedo, por mucho, con los chupadores de sangre de Ellis que con los de Anne Rice. Los de Ellis tienen más sentido del humor. De hecho, lo que generalmente conduce a todo ese enfurecimiento a propósito del trabajo de Ellis, es lo lacónico, lo mañosamente amargo que puede ser. ``Pero ¿no estamos como... saliendo juntos o algo así?'', pregunta el narrador en uno de los episodios de Los confidentes a una supuesta amiga. ``Lo creo'', suspira ella. ``Estamos juntos ahora. Estoy comiendo una ensalada contigo ahora.''
Como un modelo de virtud y locura, Henry David Thoreau escribió en 1851: ``Es saludable enfermarse algunas veces.'' La ficción de Ellis sugiere que en una cultura del espectáculo, el sentimiento genuino se evapora y es reemplazado por una reptante ansia de sensaciones nuevas. Tenemos un tic incontrolable, estamos atrapados en la gran araña electrónica. En tal contexto, el horror sirve para producir un shock que nos devuelva a la vida. Psicosis americana y Los confidentes provocan rabia en parte porque aparecen como culpables del mismo comportamiento que satirizan y en parte porque nos ofrecen un terreno incómodo. Ellis raramente permite a sus personajes un momento de comprensión moral. Esa es tarea del lector. Sus protagonistas se escurren a casa después de una violación colectiva y encienden el televisor, lo sintonizan en MTV y cabecean en el sofá. Una maniobra confusa, para sentirse seguros, una maniobra indicativa de una parálisis moral. Nos gustaría pensar que somos mejores que eso, y algunas veces lo somos. Pero no siempre. A la gente tal vez no le agrade escuchar esto, pero Ellis no nos permitirá olvidarlo, esto es la verdad.
Tomado de Esquire, octubre de 1994.