La Jornada Semanal, 24 de mayo de 1998
A partir del nuevo catecismo sobre la ficción instaurado por Tom Wolfe, la literatura norteamericana ha sido objeto de continuas revisiones. ¿A quiénes pertenece la tradición, hoy, y qué rasgos conforman las peculiaridades de la literatura más diversa y cambiante de Occidente? He aquí algunas aproximaciones.
En 1989, el ya envejecido Nuevo Periodista Tom Wolfe, terminó de firmar la última copia de The Bonfire of the Vanities y confirmó por enésima vez ante el reportero: ``El absurdo contemporáneo es la envidia de cualquier novelista.''
Hacia fines de la década de los 80, la controvertida postura del ``nuevo periodismo'' no sólo era vista como la fórmula segura para escribir un bestseller, sino como un claro ataque a los novelistas de las dos décadas anteriores, quienes habían decidido que el verdadero asunto de la literatura era establecer una postura vanguardista ``más allá del realismo''. Este ``más allá'' que tanto lo molestaba era, según Wolfe, el culpable de que las novelas del absurdo, del realismo mágico, minimalistas y los bestsellers de supermercado se hubieran convertido en experimentos autocontemplativos que no constituían, en última instancia, más que nuevas formas de mirarse el ombligo. Ya desde mediados de los setenta, la situación literaria en Estados Unidos atravesaba por un periodo crítico, no muy distinto de aquel en que nos encontramos ahora: autores que saben escribir muy bien, o relativamente bien, pero que no tienen algo nuevo que decir. Escritores rebasados por la realidad de los medios; por una forma de fabulación impuesta por la propia realidad que la literatura no había sabido, no había podido o no había querido captar. Se había desdeñado a lo que Wolfe llamó ``la bestia'': el material conocido como la vida en torno nuestro.
Lo irónico del argumento de Tom Wolfe -cuando menos para la literatura norteamericana- fue que a través de su manifiesto obligó a la clase media de EU a releer a los clásicos de la novela social inglesa (Dickens, Thackeray, Hardy), y a ``rescatar'' de la noche de los tiempos una vertiente, según él, olvidada: el realismo. Este gusto se reflejó en la devoción que suscitaron autores como Norman Mailer, Doctorow, Coover, Abish, Gore Vidal. Pero el realismo en la literatura norteamericana nunca dejó de existir. ``Cuando se apagó el humo de las batallas de los 60 y los gases en torno al Pentágono se dispersaron, cuando la contracultura del `nosotros' fue sustituida por la `década del yo''', dice Malcolm Bradbury, ``fue claro que la mayor parte de la vieja guardia de escritores seguía disparando con un parque eminentemente realista''. Pero el hecho de que Saul Bellow, John Updike y Philip Roth escribieran dentro de las convenciones de una prosa realista no impidió que Gore Vidal dijera en su artículo ``On Moral Fiction'' (1978) que la teoría de la ficción como mero lenguaje sólo había conseguido que el escritor pudiera evitar, del modo más elegante, la pregunta central de la literatura: de qué modo lo que escribo se vincula al mundo de la experiencia.
A partir de los 70, lo que hoy conocemos como los ``subgéneros literarios'' parecían existir, más que como una propuesta valiosa en sí misma, como el vehículo ideal de otros campos de experimentación: el pastiche y la parodia, por ejemplo. Estos subgéneros fueron también el instrumento idóneo para explorar, de modo no explícito, temas como el feminismo y la representación de la mujer en la narrativa moderna. Tal es el caso del significado del gótico en Joyce Carol Oates, o de la ciencia ficción en Ursula le Guin. Nunca la ficción negra tuvo una mayor oportunidad de volverse el medio idóneo para la recuperación mítica de la experiencia afroamericana que a través del ultrabarroquismo y la religiosidad oculta en la prosa de Toni Morrison y Alice Walker. Y la ficción de carácter regionalista adquirió una fuerza inusitada, que no había tenido desde Sherwood Anderson, gracias al ``realismo duro'' de Raymond Carver, Bobbie Ann Mason, Garrison Keillor y Jayne Anne Phillips. También la ficción judío-norteamericana adquirió nuevos bríos; su fuerza propositiva está presente en las novelas de Stanley Elkin, Walter Abish, Cynthia Ozick y Paul Auster, este último un autor casi venerado en nuestro país, tal vez, en buena medida, por la difusión masiva de sus obras frente al desconocimiento casi absoluto de las de los otros. He aquí una prueba de la pervivencia del tema de la gran ciudad norteamericana, que Wolfe llamó ``el gran asunto'' de la modernidad y que sin embargo pareció ``no ver'' en la narrativa de EU: la New York Trilogy, de Auster.
Dos de las mejores novelas de los 80 (no conozco un solo lector de ellas que no las haya convertido ipso facto en su libro de cabecera): White Noise (1984), de Don DeLillo, y Gerald's Party (1987), de Robert Coover, son la primera y prodigiosa puerta de acceso a la novela sobre la relación entre la realidad y los medios de comunicación. El motivo central de estas novelas, oculto detrás de una narrativa que se empeña en construir la historia, encierra, me parece, lo que debería ser la pregunta esencial del novelista, hoy: qué significa en el mundo contemporáneo crear una narrativa, construir una historia, darle vida a una ficción teniendo en cuenta los modos de nombrarla construidos a partir de los medios, las epidemias mentales, las creencias milenaristas. Es decir: qué significa nombrar en un mundo donde todo nombre es un símbolo manipulado -hasta la náusea o la insensatez- por el espacio público.
El multiculturalismo, la diversidad, el exilio masificado, la inestabilidad del concepto de ``frontera'', generaron un fenómeno insólito hasta antes de los 80 en una literatura tan chauvinista como la norteamericana. Los bestsellers de los 80 fueron, en una medida importante, novelas extranjeras. La exotización del mundo se volvió el ideal de los lectores norteamericanos y la condición que definió sus expectativas. Milan Kundera, Gabriel García Márquez, Italo Calvino y Umberto Eco fueron los iniciadores de una serie que se prolongó durante toda la década y que permitió, algunos años después, hacer de Isabel Allende, Amy Tan y Laura Esquivel, bestsellers. Hubo otro factor que posibilitó este fenómeno: la creciente visión (milenarista) de lo fantástico, lo mágico y lo irreal como poderes ``intrínsecos'' a la historia. Al margen de sus cualidades literarias, es un hecho que el tema del multiculturalismo de Salman Rushdie, Kazuo Ishiguro y Timothy Mo y la moda de los rescates de las tradiciones de las ``culturas marginales'' fueron factores clave en la aceptación de estos autores.
Estas narrativas convivieron con otro tipo de ficción escrita en el ``espíritu de fin de siglo'': las novelas cibernéticas de Thomas Pynchon (el gran patriarca de los 80 y los 90) y William Gaddis; la fragmentación minimalista de Donald Barthelme, la autoparodia de John Barth -recuérdese su minicuento ``Había una vez'' escrito dentro de una Cinta de Moebius, del que se pide al lector que lo recorte, lo arme y se condene a leer ``Había una vez'' por el resto de su vida- y la desencantada ciencia ficción de Kurt Vonnegut.
De particular interés son las novelas de Bret Easton Ellis, sobre todo American Psycho y Less than Zero. En sus obras, el culto minimalista a la violencia urbana y el abuso de drogas toleradas en la esfera doméstica alcanza su punto más álgido. El suyo es un mundo donde la esquizofrenia otorga al hombre el don de la ubicuidad (aprendido del zapping) y donde la armonía conyugal se llama Prozac. La parodia exacerbada a la religión de la excelencia, recetada en dosis diarias por el nuevo catecismo del mundo empresarial -esa religión que en nosotros alcanza el momento más notable de la charrería y el provincianismo en Carlos Cuauhtémoc Sánchez y Miguel çngel Cornejo- es el leitmotiv de una propuesta que culmina con una creciente sensación de absurdo e hipnosis masiva.
El rasgo más llamativo de esta nueva aproximación a un realismo que se nutre, paradójicamente, de sus antípodas (la ciencia ficción, lo gótico y lo fantástico) y que por tanto se remonta a usos literarios tan antiguos como El asno de oro, de Apuleyo, es el empleo de la ironía, ese recurso a través del cual la voz que narra niega exactamente lo que afirma. A diferencia del empleo de la ironía en Flaubert, donde se emite un claro juicio de valor, aquí la ironía es un instrumento que acentúa la ambigüedad y organiza la narrativa de novelas como White Noise o American Psycho en torno a un principio de incertidumbre. ¿Realmente se puede hablar de la postura moral de autores como Don DeLillo, Robert Coover o Bret Easton Ellis? La frase que expresa uno de los personajes de White Noise -una de las muchísimas de este tipo- ante el miedo de morir: ``I love supermarkets. Nobody dies there'', ¿tiene un sentido crítico o celebratorio? El hecho de que el personaje central de esta novela sea el profesor universitario que goza de mayor popularidad entre los estudiantes por haber instituido la cátedra de los ``Estudios Hitlerianos'' y centrar el interés de sus alumnos en el genocidio, la tortura y las masacres a menores ¿puede realmente leerse como la tragedia que el lector quisiera ver detrás de una estructura cómica que continuamente se le opone?
La última ruta de interés está marcada por la huella que dejó el movimiento feminista de los 70, cuya trascendencia en la expresión literaria, al menos en el nivel masivo, es reciente. A diferencia de otras literaturas, la norteamericana contó en este siglo con grandes autoras, sobre todo a partir de la segunda guerra mundial. Las más conocidas en México: Eudora Welty, Katherine Anne Porter, Carson Mc Cullers, Harper Lee y Flannery O'Connor son hoy piezas clave para comprender lo que se conoce como el revival sureño de los 40. Para la eterna, inescapable, . y en muchos sentidos odiosa pregunta que pesa sobre las mujeres que escribimos como el peor de los karmas: ``pero, ¿existe una literatura femenina?'', la prosa altamente irónica de Mary McCarthy tuvo siempre una respuesta. Dos de las más interesantes novelas de los 60 fueron The Benefactor, de Susan Sontag, quien básicamente era conocida como ensayista, y The Bell Jar, de Sylvia Plath, quien pese a haber escrito una de las novelas más inteligentes, emotivas y devastadoras sobre la esquizofrenia, es recordada sólo como poeta. A partir de los 70, la literatura escrita por mujeres dio un giro temático que se volvería carnet de identidad en los 90. La minuciosa exploración de la experiencia femenina en un mundo dominado por hombres; la libertad y el ``descaro'' -y, en su extremo, una suerte de ``tremendismo'' que empieza a sentirse como un pretexto sensacionalista- en el tratamiento de la sexualidad han sido el tenor de una literatura que ha contribuido a cambiar los modos generales de representación de las relaciones entre la pareja y, sobre todo, del imaginario femenino. He aquí los ejemplos más sonados de esta tradición: Erica Jong (Fear of Flying, 1973); Judith Rossner (Looking for Mr. Goodbar, 1975); Marge Piercy (Woman on the Edge of Time, 1976) y Marilyn French (The Women's Room, 1977). Se trata, en la mayor parte de los casos, de historias narradas en primera persona del singular, donde la verosimilitud de lo narrado depende en mucho de la oralidad y el amor por el detalle realista. Todas estas novelas resisten la ``suplantación'' de la realidad por la ficción y, en sus mejores momentos, recurren al poder metafórico (de hecho, alegórico) de la ficción para instaurar una voz propia, un estilo.
Las más grandes exponentes de los 70 y los 80 son, sin duda, Toni Morrison y Alice Walker, revitalizadoras de la épica afroamericana que iniciara Zora Neale Hurston e iniciadoras de toda una escuela: Gayle Jones, Maya Angelou, Nikki Giovanni, entre muchas más que hoy conforman cursos completos de ``literatura afroamericana escrita por black woman writers'' -nótese la contradicción que ha constituido las delicias temáticas de los más entusiastas defensores de la ``corrección política''. Además del valor implícito en el rescate de una tradición y de la fuerza de una narrativa construida, en la convención realista, a partir del mito, la leyenda, las historias de fantasmas y las ``voces'' que pueblan la tradición de la cultura afroamericana, la riqueza de obras como Beloved, Sula, o The Song of Solomon, de Toni Morrison, o The Color Purple, de Alice Walker, radica en el impulso contradictorio de una narrativa que habla de la opresión desde la compasión; de la maternidad desde la crueldad y de la memoria colectiva desde el silencio. La libertad imaginativa, rítmica y en un sentido amplio, poética, de esta prosa, revive la fascinante experiencia de la ``música negra'' -no en balde una de las obras más recientes de Toni Morrison se titula Jazz.
Probablemente la narrativa norteamericana que va de los 70 a los 90 esté menos dominada por una actitud estética que por tendencias, la mayor parte de ellas producto de los cambios que han contribuido a reorganizar a una sociedad norteamericana que se ha vuelto conservadora en su ánimo y desatada en sus costumbres: ``¿Cuál es su problema por las noches, señora?'', dice Geraldo en su talk show, en horario familiar (por la tarde). ``Mi problema es que mi marido ama a nuestra perra.'' ``¿Ama, ama?'', pregunta Geraldo. ``Le hace el amor'', dice la mujer del panel ante un público que, excitado, babeante, eufórico, aplaude. Y pese a que el sentido de apremio y la necesidad de dar cuenta de los cambios mediante la invención de un nuevo idioma que caracterizaron la entrada del siglo XIX al XX sean también los rasgos que definen nuestro ingreso al nuevo siglo, hay un rasgo esencial en la literatura contemporánea que la hace única. El sentido de pérdida y exceso; de vacío existencial y abundancia material de una sociedad que fue por todo y lo obtuvo todo. Un sentido que se expresa en un comentario casual de Don DeLillo: ``todo lo que necesitamos que no sea amor está aquí, apilado en entrepaños''.