MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
¿Cómo era todo aquello?
Para Bambi
-Todo esto era panteón, señorita... Disculpe: ¿cómo dijo que se llamaba?
-Enriqueta.
-Enriqueta -repite Aurelio, decidido a grabarse el nombre nombre de la investigadora. Camina junto a él en espera de que siga proporcionándole datos. Luego le servirán para describir cómo era todo aquello.
Esa fue la expresión que empleó el subdelegado cuando apareció en ``Las tres Conchitas'', la miscelánea de Aurelio, le presentó a Enriqueta Luna y le informó que la joven necesitaba de su ayuda para recorrer la zona. Aurelio infló el pecho cuando el funcionario le aclaró a la investigadores que nadie conocía mejor el rumbo. La grata sensación del comerciante se desvaneció al escuchar de nuevo al subdelegado: -Es el más viejo de por aquí. Dígale a la señorita cuánto hace que vive en esta parte-. Aurelio sonrió de manera enigmática y se llevó la mano al cabello entrecano que el tiempo no ha podido arrancarle.
Cuando el subdelegado se despidió hubo un paréntesis de incomodidad: la muchacha no sabía cómo sugerirle a su informante que iniciaran el recorrido y él no alcanzaba a entender en qué forma, si él apenas había llegado a segundo de primaria, podría serle útil a una investigadora.
-Así que este jardincito fue panteón-. Enriqueta pronuncia la frase como quien lanza una carnada. -¿Era grande?
Aurelio duda antes de responder: -Bueno, en mi infancia me parecía inmenso. Una de mis diversiones era recorrerlo e imaginarme cómo habrían sido las personas cuando estaban vivas. Mi tumba predilecta era la de una tal Mary Hopkinson.
Se vuelve a su interlocutora y le aclara orgulloso: -Esto fue de los ingleses.
-Me permite un segundito- dice Enriqueta y se detiene para comprobar que la grabación está saliendo bien. Satisfecha, la investigadora acelera la cinta hasta el punto donde se oye el apellido de la inglesa: ``Hopkinson''.
-¿Recuerda algunos otros nombres?
-No. Siempre sentí mucha pena por esa mujer: imagínese, morirse tan lejos de su tierra-. Aurelio no percibe la sonrisa de Enriqueta porque lo atrapan sus pensamientos: se ve, niño, recorriendo con el índice el nombre grabado sobre la cantera mientras su madre, muy cerca de allí, se abraza al enterrador: un tipo enorme cuyo rostro jamás ha podido recordar Aurelio. Aquel domingo ella le dijo: -¿Nos esperas aquí tantito?- y se fue, abrazada del hombre. El permanecía junto a la tumba de Mary Hopkinson.
-¿Sabe en qué año el panteón se convirtió en jardín?
La pregunta de la investigadora hace que Aurelio se estremezca y cierre los ojos. En su memoria no encuentra fecha alguna, sólo su desesperación, su impotencia ante los trabajadores que una mañana derribaron la cancela que aislaba el cementerio -el único sitio a donde su madre podría regresar a buscarlo- y protegía del estruendo citadino el sereno reposo de Mary Hopkinson.
A partir de aquel domingo Aurelio vivió y trabajó muchos meses como aguador en el panteón, todo gracias al camposantero titular. Un lunes, cuando lo descubrió dormido sobre la tumba de Mary Hopkinson, el hombre le pidió explicaciones. Aurelio respondió con la sinceridad de un niño de seis años:
-Sí, ya sabía deletrear-. Aurelio comprende que pensó en voz alta cuando escucha a la investigadora:
-¿Tenía seis años cuando esto cambió?
Aurelio sonríe y se inclina hacia la grabadora: -Mejor bórrele porque no estoy seguro-. Lo avergüenza la idea de que no está resultando tan buen guía como prometió el subdelegado. -Yo puedo decirle muy bien de todos los lugares, pero de fechas no me pregunte. Nunca me han gustado.
-¿Recuerda lo que había donde ahora está el cine?
-No, sólo que por allá enfrente iba el tranvía. Era amarillo. Esa era la parada-. Aurelio se vuelve hacia la esquina y mira con el ansia de antes, cuando confiaba en que su madre iba a descender de uno de aquellos vagones. Eso nunca ocurrió y él tuvo que seguir refugiándose junto a la tumba de Mary Hopkinson. El día en que comenzaron los trabajos de remodelación, Aurelio fue avisado por el camposantero de que buscara otro lugar donde vivir. Pero él siguió allí -siempre mendigando- hasta que se convirtió en parte del barrio.
Lo conoce palmo a palmo. Trabajó en todos los establecimientos hasta que vino a dar a ``Las tres conchitas''. La dueña murió y aún no ha habido nadie que reclame la propiedad de la miscelánea, pequeña como una tumba. Cada vez con menos mercancías y con una clientela que apenas le permite sobrevivir -entre otras cosas, gracias a que vende a granel- Aurelio ocupa su tiempo en resolver crucigramas. Le gustan los complicados que lo obligan a quebrarse la cabeza para encontrar una palabra que signifique todo y que al mismo tiempo no le recuerde nada.
Aurelio piensa en el crucigrama que dejó sobre el mostrador, bajo el cuidado del talachero. Percibió su mirada maliciosa cuando le dijo: -Marco, ahí te encargo el changarro. Voy aquí nada más con la señorita investigadora-. Pudo haber pronunciado el nombre de nombre de la joven, pero no lo hizo porque le pareció mucho más elegante el título. En esos momentos bendijo al subdelegado. De no haber sido por él jamás habría podido caminar junto a una muchacha que, además de linda, está dispuesta a oírlo.
Desde que era niño no le ocurría nada parecido. En las semanas posteriores a la conversión del cementerio en jardín no faltaron almas caritativas que se le acercaran: -Niño, ¿qué estás haciendo aquí solito?- Algunos dijeron: -¡Ah, ya sé: te escapaste! Hubiera sido facilísimo decir la verdad (``La que se escapó fue mi mamá''), pero optó por el mutismo. Con eso se ganó el pan y en ocasiones el techo.
Hubiera podido permanecer en alguna casa pero lo obligaba a volver al antiguo panteón el ansia de que su madre lo encontrara y también el deseo de estar cerca de la tumba de Mary Hopkinson. Se consideró afortunado cuando la dueña de ``Las tres conchitas'' cruzó hasta donde él se encontraba y le dijo: -Necesito a alguien que me haga los mandados. Te pagaré con cama y comida.
Aurelio se dejó arrastrar por la vieja hasta el sitio donde, cada noche, podía ver hacia el jardín en que tal vez aparecería su madre y algo quedaba de Mary Hopkinson.
-¿Y los cafés de chinos?- En el acento de Enrique se asoma la urgencia.
-Esos siempre han estado allí-. Apenas pronuncia la frase, Aurelio imagina una cucharilla de alpaca girando en el vaso de café con leche: ``Te lo tomas y te vas''. Pese a la advertencia de la mesera. Aurelio se demoraba en la contemplación de las garzas que hacían equilibrio sobre su pata en los cuadros de terciopelo que adornaban el ``Chee-Wong''.
-Bueno, creo que por hoy es bastante, ¿Puedo volver a visitarlo?
Aurelio asiente. Enriqueta, ocupada en guardar la grabadora, ya no lo mira. Cuando la muchacha se aleja, Aurelio experimenta la sensación de soledad que lo estremeció la tarde de un domingo, hace muchísimos años. ¿Cuántos? Quién sabe. No mintió al decir que las fechas le desagradan. No recuerda ni siquiera las cifras que enmarcaban el nombre de Mary Hopkinson. Esta falla lo lastima. Retrocede y va a sentarse en la banca donde alguna vez estuvo la tumba de la inglesa que murió tan lejos de su tierra y sigue acompañándolo.