Angeles González Gamio
Reviven dos templos gastronómicos

¿Quién no ha escuchado hablar del Prendes o del Bar Alfonso? Ambos restaurantes de añeja tradición en la antigua ciudad de México, fueron el sitio de reunión favorito de nuestros padres y abuelos, por el excelente servicio personal y magnífica comida. El primero fue fundado por los hermanos españoles Manuel y Rafael Prendes en 1892, en parte de lo que era el Convento de Santa Isabel, lugar que abandonaron al ser demolido para erigir el Palacio de Bellas Artes.

De allí se trasladaron al número 4 de la calle de 16 de Septiembre, donde permanecieron hasta 1937, cuando se mudaron a unos pasos, en el número 10 de la misma calle, sitio en el cual se encuentra el restaurante hasta la fecha.

Parte de su encanto eran los murales, obras del Dr. Atl, Eduardo Castellanos, Roberto Montenegro y Roberto Alegre, en los que aparecían personajes de la política, las artes y la farándula; así, veía uno compartiendo la mesa a Porfirio Díaz con Manolete, Frida Kahlo, Amado Nervo y Joaquín Pardavé.

Este espléndido lugar cerró sus puertas a principios de esta década, reabriéndose a fines de 1991, por la iniciativa del entonces titular del Consejo del Centro Histórico, Tulio Hernández, quien convenció a un posadero guanajuatense para que se hiciera cargo. El asunto terminó en fracaso: el nuevo dueño desapareció al poco tiempo, el sitio quedó al garete con mal servicio, peor comida y precios desorbitados, y el resultado fue que nuevamente se cerraron sus puertas.

Así permaneció por varios años, hasta que los miembros de la familia Alvarez, descendientes de los fundadores y dueños de algunos de los mejores restaurantes de la ciudad, como Bellinhausen y la Casa Bell, hace poco lo reinauguraron con la misma buena comida que caracteriza sus otros negocios, la atención de primera y el estilo sobrio que ha sido su marca.

Un hecho lamentable es que los efímeros propietarios anteriores se llevaron la mayoría de los murales, atentado incalificable, pues eran considerados patrimonio del Centro Histórico. Afortunadamente, se conservó la elegante sillería austriaca que data del primer Prendes. Con ella y el mural que sobrevivió, los nuevos dueños le han dado un agradable ambiente, austero pero cálido, con la categoría que lo señaló cuando el anfitrión era el caballero don Amador Prendes, quien conocía los gustos de cada uno de los clientes, incluidos banqueros, políticos, empresarios y alguno que otro ``socialité'' que de repente iba al ``Centro'' para ver al notario o a efectuar alguna compra exclusiva, pues todo lo mejor estaba allí.

Otro sitio favorito de los buenos gastrónomos era el Bar Alfonso, que en sus inicios estuvo en el antiguo Palacio de Guardiola, en donde ahora se encuentra el Banco de México. En 1930 se ubicó en la hermosa casona decimonónica, de elegante cantera gris con bellos balcones adornados de hierro forjado, situada en la esquina de Motolinia y 5 de Mayo. En sus inicios fue una clásica cantina, que según recuerda don Andrés Henestrosa, no permitía la entrada a las mujeres, aunque algunos las contrabandeaban para que probaran la sabrosa comida.

La fama hizo que se fuera convirtiendo en un bar que terminó siendo lujoso y caro; al paso del tiempo los dueños originales fallecieron y el establecimiento quedó en manos inexpertas que finalmente, hace un par de años, lo llevaron al cierre. Como en el caso anterior surgió un ángel salvador: la figura de Pepita Rodríguez, una gallega, simpática, generosa, que cocina maravillosamente la comida española y ha sido dueña por muchos años del Centro Catalán.

Con la asesoría del Fideicomiso del Centro Histórico, Pepita le devolvió al lugar la elegancia que lo caracterizó en sus buenas épocas, con lambrines de madera, yesería rococó en el techo y grandes candiles de cristal. El área de la cantina en donde se puede jugar dominó y cubilete está cubierta de un domo transparente, acariciado por ondulantes manteados, lo que le imprime un ambiente luminoso y acogedor. Tiene una espléndida carta y diariamente un menú de cuatro platillos, el cual garantiza la satisfacción de un pelotari vasco, después del partido más reñido.