José Cueli
Strangers in the night

``Tienes que amar la vida, baby, porque morir es un coñazo'', fue el lema del popular cantante Frank Sinatra desaparecido el fin de semana pasado. Entre sus blasones una divisa lo identificaba: ``No hay más allá''. Muchos años llovieron desde que Sinatra echó a volar de su barrio italiano en Nueva Jersey, hasta el día de su muerte. En el ínterin se alzó con el éxito gracias a un canto tierno y aterciopelado, escondido en la máscara de un perdonavidas al estilo del ``padrino''.

Una vida la de Frank Sinatra dando tumbos por los hoteles y el desmadre nocturno de las grandes ciudades. Ochenta y dos años tenía al morir, cansado de tanto valor y pelear y sentir en carne propia el sabor del desengaño. Católico a la italiana, se divorció de su primera esposa al enloquecer por Ava Gardner para casarse con ésta, rompiendo la tradición familiar, y sólo para descubrir que a la famosa estrella le gustaban los toreros, y muy en especial uno, Luis Miguel Dominguín, al que siguió en un verano español, corrida tras corrida.

Huyeron las ilusiones de aquellos días en que su nombre, películas y canciones bullían y andaban de labio en labio de las generaciones mayores, en la actualidad, de 40 años. New York, New York a come fly whit me, May a way y Strangers in the night que arrullaron las noches de amor de millones de seres con esa voz de timbre extraño, mezcla de ternura y resignación que penetraba el alma de quienes lo escuchaban y enternecidos ayudaban al crecimiento de ``la población mundial''.

Incluso en el declive sin ya ser el muchacho emigrante que salió de la marginación y a los estadunidenses arrebataba con su canto melodioso de meceo de cuna que hizo de A mi manera, un himno. Ya viejo y agotado fue más allá del recuerdo y su voz seguía teniendo ese tono dulzón y suave que recordaba el canto maternal, y rico y poderoso volvió a imponerse a los más jóvenes. Ayudado además de la voz, por el estilo, la personalidad, que a final de cuentas es la clave del artista.

En los casinos de Las Vegas, después de las tardes de hipódromo o en los cuartos de trastienda de los bares; pulcro y serio, gustaba de reunirse y ¿negociar? con los gangsters, más divertidos que la gente decente. En donde aún cantaba New York, New York y no había personas, sólo la vida, las tristezas y los amigos.

En rendija, los parpados caídos sobre los ojos azules miraban lo invisible en espera de la última invitación a irse de reventón al más allá, sabiendo, ¿sabría? que no hay más allá.